La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes<br /><br />
Las Provincias
La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes
Cuando concluyó el bellísimo y piadoso Vía Crucis de la JMJ, vivido intensamente a lo largo de la Castellana, tras la contemplación del camino de Cristo hasta la Cruz y su muerte en el madero, emocionado y conmoviendo a la multitud, Benedicto XVI decía: La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes. Al contrario, se hizo uno de nosotros «para poder compadecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza» (Spe salvi).
El sufrimiento —escribió Juan Pablo II— es tan profundo como el hombre. Añadiría que tan misterioso como el hombre o, también con el Papa ya Beato, afirmaríamos que pertenece a la transcendencia del hombre. Parece ser, y lo es, casi inseparable de nuestra existencia terrena. La Iglesia, nacida del dolor del Verbo Encarnado para morir por nosotros, está obligada a buscar el encuentro del hombre, de modo particular, en el camino de sus penas de cualquier tipo, porque el sufrimiento humano es más amplio que la enfermedad; el hombre sufre cuando experimenta cualquier mal, lo que aporta dolor, tristeza, desilusión, abatimiento y hasta desesperación.
Es difícil dar respuesta al interrogante: ¿por qué el mal? Puede que, alguna vez, sea castigo a las depravaciones humanas, pero el ejemplo veterotestamentario de Job, hombre bueno y recto que tanto padece, muestra que muchas veces no es así. En otras ocasiones, se podría pensar, como decía C. S Lewis, que son los gritos desesperados de Dios buscando la conversión del hombre, más importante que los bienes terrenos. Aun así, quedarían muchos males por explicar, buena parte de ellos fruto de la libertad humana que no es de "quita y pon". ¿Y los restantes? Las catástrofes naturales —aunque seguramente efecto de un cosmos inmenso, pero imperfecto—, el dolor, el hambre y la muerte de inocentes, ¿cómo se explican? Yo no lo sé, pero estoy plenamente seguro de que ni son vanos, ni carecen de sentido, ni proceden de un Dios cruel, que no sería Dios, no sería el Crucificado, enviado por el Padre para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.
San Pablo tuvo la osadía de escribir esto: «Cumplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia». Pienso que aquí hay que entender la Iglesia con el mismo deseo salvífico universal del Dios Encarnado que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad», como escribió también el Apóstol de las gentes. Sí, Dios amó así al mundo para salvarlo. Y salvar es liberar del mal en su sentido fundamental y definitivo. Cristo hombre que sufre la sed, el cansancio y el hambre, que padece duras contradicciones, que no tiene donde reclinar su cabeza, Cristo torturado hasta la muerte es la respuesta del Amor de Dios a los males de los hombres. Cristo compadecido de ciegos y lisiados, de sordos y muertos, de hambrientos de pan y de doctrina, de pecadores en trance de perecer —la mujer adúltera—, ese Cristo da sentido a todos los males que no acabamos de entender. Quizás entontes se cumplen en cada uno las palabras de san Pablo que abren este párrafo. Todo sufrimiento, cualquier dolor, la calumnia soportada, la injusticia sufrida, etc., nos une a Cristo, es lo que falta a la pasión de Cristo.
Por eso la delicadeza del Papa llegándose a los sufrientes del Instituto San José, fue mucho más que un gesto, fue el Vicecristo que, cumpliendo su tarea de estar con los más necesitados, en continuación con el trabajo de esos días y de siempre, estaba realizando la labor de proporcionar su ayuda y aliento a los despojados de todo género. «La grandeza de la humanidad —decía allí, citando Spe salvi— está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre (...). Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana».
Cristo muerto y resucitado determina que el mal no tenga la última palabra, ni en la vida futura, ni en ésta. Recojo estas ideas como final: «Estos testigos nos hablan, ante todo, de la dignidad de cada vida humana, creada a imagen de Dios. Ninguna aflicción es capaz de borrar esta impronta divina grabada en lo más profundo del hombre. Y no solo: desde que el Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la imagen de Dios se nos ofrece también en el rostro de quien padece». Cristo Crucificado es centro de nuestra fe. En Cristo, lo son todos los dolientes.