Quien busca sinceramente a Dios no lo encontrará al margen de la Iglesia<br /><br />
TemesD´Avui.org
La primitiva cristiandad se reunía en las catacumbas, pero se reunía. Y rezaban, como ahora, el Padrenuestro en plural, tal como Jesucristo nos lo enseñó
Alec Guinness, cuando ya triunfaba como actor de teatro, no tenía ningún contacto con la religión que no fuera el prejuicio, ni con la Iglesia anglicana ni, menos aún, con la católica. El primer encuentro con un sacerdote sucedió un día que representaba Hamlet en un teatro de Londres. Después de la función, un sencillo cura llamó a la puerta de su camerino: «Vengo a decirle que se santigua usted muy mal, y que es una lástima porque echa a perder un papel perfecto». Y le enseñó cómo se hace el signo de la cruz. Pocos días después el tenaz hombrecillo volvió a llamar a la puerta: «Sigue haciéndolo usted mal», y le repitió cómo debía hacerlo.
Aquellos fugaces encuentros, tan poco motivadores, fueron el comienzo de una amistad y ocasión de préstamo, por parte del sacerdote, de varios libros espirituales. El resultado final, al cabo de unos años fue que el actor británico se hizo católico y en sus memorias recuerda que una de sus mejores experiencias fue cuando su mujer también entró en la Iglesia, y lo celebraron juntos en Sri Lanka, donde él se encontraba rodando El puente sobre el río Kwai.
He recordado esta anécdota releyendo la homilía de Benedicto XVI a los jóvenes en Cuatro Vientos. En la vida de Alec Guinness, como en la de cualquiera de nosotros, se cumple lo que dijo el Papa: «No se puede seguir a Jesús en solitario» y también «Seguir a Jesús en la fe, es caminar con El en la comunión de la Iglesia».
Hace falta un empujón inicial, quizá de los padres o de un profesor, o un amigo, para que descubramos a Cristo. Y la ayuda, como empujones sucesivos de ánimo, de muchas personas, para que perseveremos en la fidelidad al camino escogido.
La parroquia, la comunidad, la Iglesia, no son creaciones humanas artificiales, como adherencias a la auténtica espiritualidad. La primitiva cristiandad se reunía en las catacumbas, pero se reunía. Y rezaban, como ahora, el Padrenuestro en plural, tal como Jesucristo nos lo enseñó.
Los diferentes carismas que enriquecen a la Iglesia no son tampoco ocurrencias de fundadores que no tenían otra cosa que hacer, sino expresión de la riqueza de dones espirituales con los que el Espíritu Santo asiste a la Iglesia.
Quien busca sinceramente a Dios no lo encontrará al margen de la Iglesia. No es un marciano acabado de aterrizar. Ni es un Robinson Crusoe antes de encontrar a Viernes. Más bien es alguien que busca la felicidad, que busca cobijo, y que puede estar necesitado de algún amigo que le diga: te enseñaré cómo hay que santiguarse.