Nada más bajarse del avión, el Papa dijo a los jóvenes que no se avergonzaran del Señor. Probablemente esa idea estará muy presente estos días <br /><br />
ABC
El Papa no pretende que España se rinda a sus pies, pretende que España caiga en la cuenta de que sin Dios no nos entendemos ni a nosotros mismos
Decía ayer Edurne Uriarte, aquí en ABC, que el mundo universitario no ha superado todavía la idea terrible de que las cosas eminentes han de ser difíciles de entender. Lo difícil de entender suele ser lo mal expresado. El Papa es un académico pero no participa de las desviaciones crónicas de algunos académicos. Expone la grandeza con palabras adecuadas. No tiene voz de barítono ni vocación retórica, pero se le entiende muy bien. Siempre hay algún quiebro original en su discurso, nada oscuridad. Los niños le siguen a la perfección cuando les dedica sus catequesis.
De todas formas me parece a mí que lo más importante de la presencia del Papa entre nosotros no es lo que dice, sino lo que hace. A los católicos nos congrega en torno suyo, nos une. Destacar esta palabra o la otra no es fácil y es bastante relativo. A mí me gustó mucho el discurso de Barajas. Nada más bajarse del avión, el Papa dijo a los jóvenes que no se avergonzaran del Señor. Probablemente esa idea estará muy presente estos días. «Yo vuelvo a deciros a los jóvenes, con todas las fuerzas de mi corazón: que nada ni nadie os quite la paz; no os avergoncéis del Señor». Avergonzarse del Señor es una expresión profundamente evangélica. Jesús la empleó con mucha fuerza. «Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él» (Lc 9,26). San Pablo la tenía siempre en la punta de la lengua: «no me avergüenzo del evangelio» (Rm 1,16); «no me avergüenzo, pues sé en quién he creído» (2Tm 1,12); «no te avergüences del testimonio de nuestro Señor» (2Tm 1,8).
Estos días no hay de qué avergonzarse. Puede uno ser cristiano y exhibirse. De vez en cuando los jóvenes tienen derecho a eso. Tal vez haya habido alguna contrariedad desagradable, pero no deja de ser pintoresca. Grotesca más bien. La inmensa marea de fe, de comunión, de alegría, se lleva todo eso por delante como una tormenta tropical a una colilla. Estos días ser católico no avergüenza en absoluto, más bien provoca orgullo, y es justo que así sea. Fíjate cuántos somos, fíjate cómo lo hemos organizado (porque la verdad es que lo han organizado muy bien), fíjate cómo nos habla el Papa, como si fuéramos gente razonable y llamada a un ideal. Y fíjate además lo bien que lo pasamos.
Recuerdo que en 1982, cuando Juan Pablo II ordenó en Valencia a un montón de sacerdotes (entre otros a mi hermano), los curas que habíamos asistido a la ceremonia salimos los primeros de aquella aglomeración de fieles. Íbamos por una especie de canal que nos habían abierto. La gente se apelotonaba detrás de las vallas y nos aplaudía al pasar como si fuéramos toreros y hubiésemos tenido una gran tarde. Recuerdo los comentarios de mis compañeros sacerdotes, y los míos. Nunca nos había pasado algo parecido. Era un poco extravagante pero confortaba.
Ahora bien, como un sacerdote esté esperando los aplausos cuando pasa entre la multitud lo tiene claro, porque no aplaude nadie. Lo mismo les pasará a los jóvenes después de la JMJ. Van a salir más fuertes, más dispuestos «a permanecer firmes en la fe y a asumir la bella aventura de anunciarla y testimoniarla abiertamente con su propia vida». Eso es precisamente lo contrario de la vergüenza. Llamémoslo ahora sonrojo, falso respeto, pero no confundirlo con la vergüenza torera, que es todo lo contrario.
Los jóvenes son muy importantes para la Iglesia y para este país nuestro. Ahora bien, Benedicto XVI ha venido también a hablarnos a nosotros, que somos mayoría y nos da ya el sol por la espalda. No sé si nos habla como vicario de Cristo o como un hermano mayor, que por su edad y por su profesión ha tenido ocasión de conocer los males de la época. No pretende que España se rinda a sus pies, pretende que España caiga en la cuenta de que sin Dios no nos entendemos ni a nosotros mismos. Me conmovió oír en Barajas aquel lamento por los que silencian «hasta su santo Nombre».
Los cristianos no debemos silenciar el santo nombre de Dios. No es una cuestión de fideísmo, es una cuestión de racionalidad. Hace ahora trece años Joseph Ratzinger recibió en la universidad de Navarra, que es la mía, el doctorado honoris causa. He escuchado el mismo tono en el discurso de ayer viernes a los profesores universitarios. La fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por quien todo fue hecho. «Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo lo creado y contempla al hombre como una criatura que participa y puede llegar a reconocer esa racionalidad».
Javier Otaduy es profesor de la Universidad de Navarra