En una cultura de este tipo, las personas discapacitadas, enfermas o ancianas serán progresivamente percibidas como personas que arrastran una vida indigna…<br /><br />
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Identificar la dignidad de la persona con la ausencia de limitaciones o con no padecer sufrimientos físicos o morales representa un argumento extraordinariamente peligroso
La reciente legalización del suicidio asistido en Suiza y la proyección en la BBC del suicidio del empresario hotelero británico Peter Smedley han puesto una vez más el foco de atención en la eutanasia y el suicidio asistido. La demanda para que estas opciones sean legales suele hacerse con un doble argumento: la autonomía del sujeto y el derecho a una muerte digna. Intentaré a continuación rebatir tales justificaciones, comenzando por el segundo argumento.
El concepto de muerte digna es más confuso de lo que a primera vista parece. En primer lugar, porque la “indignidad” de morir, no hay quien se la salte, si entendemos por dignidad el completo control de nuestra vida, pues morir no es una opción sino un destino. Desde una concepción de la libertad como disponibilidad completa, la muerte impone sin contemplaciones su férrea ley al ser humano y pone de relieve una finitud y limitación insalvables. En ese sentido, la muerte siempre es “indigna” y el hecho de que uno se la procure a sí mismo no la hace más digna.
¿A qué hace referencia, entonces, la dignidad que enarbolan quienes defienden la eutanasia y el suicidio asistido? Entiendo que hace referencia a la idea de que resultan incompatibles con la dignidad humana varias circunstancias en las que puede encontrarse una persona y que pueden ir, desde la aparición de una enfermedad incurable o degenerativa, hasta el sufrimiento que pueden acarrear las etapas más cercanas al momento mismo de la muerte, pasando por un progresivo deterioro del cuerpo y de las capacidades más específicamente humanas.
Ahora bien, identificar la dignidad de la persona con la ausencia de limitaciones o con no padecer sufrimientos físicos o morales representa un argumento extraordinariamente peligroso, porque equivale a decir que sufrir o padecer limitaciones es indigno del ser humano. De este modo, una cultura “pro-suicidio” es una cultura en la que el sufrimiento y las limitaciones dejan de tener sentido.
En una cultura de este tipo, las personas discapacitadas, enfermas o ancianas serán progresivamente percibidas como personas que arrastran una vida indigna. Una cosa es que sea un imperativo moral paliar los sufrimientos, curar las enfermedades y proporcionar la mejor calidad de vida posible en cada caso y otra, muy distinta, decretar que el sufrimiento atenta contra la dignidad humana.
Quien desea que se legalicen la eutanasia y el suicidio asistido argumentará probablemente que de lo que se trata es sencillamente de que cada uno pueda realizar su opción y que a nadie se la va a imponer el suicidio asistido. Se argumenta en base a la autonomía personal del sujeto y se defiende que cada quien ha de poder actuar en esta cuestión como mejor le parezca, sin que nadie limite su capacidad de decisión.
En teoría es así, de modo que la despenalización de la eutanasia y del suicidio asistido supondrían un incremento de la autonomía de la persona. Pero eso es así sólo en teoría, ya que la acción de legislar no lleva consigo solamente en este caso la posibilidad de que se pueda ayudar a quien lo desee a quitarse de en medio. Legislar es siempre configurar un tipo de sociedad. La legalización de la eutanasia y el suicidio asistido, antes o después, hará que estos se conviertan en un derecho, que creará inmediatamente la obligación por parte del Estado y de las personas que éste designe de hacer realidad ese presunto derecho.
Pero legalizar esa opción significa además en la práctica demonizar socialmente las minusvalías, las enfermedades graves y degenerativas y el proceso mismo de morirse cuando éste se alarga. En una sociedad en la que el suicidio asistido fuera una opción perfectamente plausible resultaría prácticamente una inmoralidad no acogerse a esa posibilidad. Quien se empeñase en vivir en condiciones de severas limitaciones pasaría a ser percibido —y apercibirse a sí mismo— como un sujeto moralmente egoísta, que pone su voluntad de vivir por encima de las personas que le tienen que atender y cuidar y, en definitiva, por encima de la sociedad.
Así, pues, la legalización del suicidio asistido no consiste, sin más, en arbitrar una libertad respecto a la enfermedad o la muerte: es crear una sociedad en la que el sufrimiento y las limitaciones, además de volverse incomprensibles, se convierten en moral y socialmente inaceptables. Éste es el precio que la sociedad ha de pagar, en nombre de una muerte digna, para salvaguardar el invocado principio de autonomía.