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«Por la fe sabemos que la vida cristiana consiste, de un lado en el testimonio de Cristo y, para eso, en la apertura al amor: no podía ser de otra manera puesto que vivir del Espíritu Santo es vivir del amor»
En la conclusión de su libro Jesús de Nazaret (II), Benedicto XVI rechaza que la venida futura de Cristo sea el contenido fundamental del mensaje del Evangelio. «De hecho —replica— esta teoría contrasta con los textos y también con la realidad del cristianismo naciente que experimentó la fe como una fuerza que actúa en el presente y, a la vez, como esperanza».
¿Por qué la alegría después de la ascensión del Señor?
El Evangelio de San Lucas termina contando lo que pasó con los apóstoles después de la ascensión del Señor al cielo: «Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24, 50-53). Se plantea Joseph Ratzinger: «¿Cómo es posible que su despedida definitiva no les causara tristeza?» Y responde: «La ‘ascensión’ no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera».
En los Hechos de los Apóstoles también se relata la ascensión del Señor. Pero precede un coloquio en el que se demuestra que ellos todavía esperaban en que Jesús iba a proclamar el Reino (político) de Israel (cf. Hch, 1, 6). A esta expectativa Jesús contrapone una promesa y un encargo o encomienda. «La promesa es que estarán llenos de la fuerza del Espíritu Santo; la encomienda consiste en que deberán ser sus testigos hasta los confines del mundo» (cf. Hch 1, 7). Nuestro autor concluye apuntando de dónde viene esa fuerza que produce la alegría en los apóstoles: «El cristianismo es presencia: don y tarea; estar contentos por la cercanía interior de Dios y —fundándose en eso— contribuir activamente a dar testimonio a favor de Jesucristo».
La existencia cristiana y la Iglesia: don y tarea
Digámoslo con otras palabras. El motivo profundo de su alegría es porque los apóstoles han recibido primero un don, nada menos que participar de la vida misma de Dios, hechos (místicamente) miembros de Cristo por el Espíritu Santo (Dios mismo que se autocomunica dando a participar su vida). Y, segundo, han recibido una tarea que es el testimonio de Cristo: anunciar que Él ha muerto y resucitado, y vive junto al Padre. Este don y tarea constituye a la Iglesia y su misión: participando de la vida de la Trinidad, dar testimonio —que en griego se dice martyria— de Cristo en todo tiempo y lugar; ese testimonio se transmite, de generación en generación, por la vida y la palabra de los cristianos.
Continuemos con la argumentación del Papa. El relato de la ascensión habla de la nube que oculta a Jesús en su “entrar en el misterio de Dios”. La nube se menciona también en la transfiguración del Señor y en la Anunciación a María (el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra…). Más atrás, en el Antiguo Testamento, una nube manifestaba la presencia de Dios junto al pueblo en el desierto. En efecto, y el Catecismo de la Iglesia Católica lo señala, la nube es uno de los símbolos bíblicos del Espíritu Santo (cf. 697).
Por tanto, insiste Benedicto XVI, no es que Jesús se haya ido a un astro lejano. «Él entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la situación de superioridad de Dios sobre todo espacio. Por eso ‘no se ha marchado’, sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros», también cuando parece que «la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo».
Condición para el testimonio: la vigilancia del amor
Ahora bien, para vivir esta nueva vida con Cristo junto al Padre (y por tanto también con el Espíritu Santo), que se nos da con el Bautismo, hemos de “ascender” con Cristo. Y Cristo —lo muestra bien el Evangelio de San Juan— asciende al cielo a través de la Cruz. Por eso «nuestro subir para tocarlo, ha de ser un caminar junto con el Crucificado». No se trata de un recorrido cósmico-geográfico, sino de una navegación del corazón «que lleva de la dimensión de un encerramiento en sí mismo hasta la dimensión nueva del amor divino que abraza el universo».
Así que la vida cristiana (que es vida en la Iglesia y en el mundo) consiste, de un lado en el testimonio de Cristo y, para eso, en la apertura al amor: no podía ser de otra manera puesto que vivir del Espíritu Santo (que es el amor personal en Dios) es vivir del amor. ¿Pero qué significa en concreto abrirse al amor y cómo se logra?
Señala el Papa que, como actitud de fondo, a los cristianos se les pide la vigilancia: «Esta vigilancia significa, de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose en las cosas tangibles (…). De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa». Y por eso, de otro lado, «vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe» (cf. Lc 12, 42-48; Mt 25, 1-13). En suma: abrirse al amor se consigue mirando a Dios y buscando el bien y la verdad, el obrar con la justicia que viene de la fe.
El Señor —dice Benedicto XVI, parafraseando a San Bernardo— no sólo ha venido y volverá: «Viene en su Palabra; viene en los sacramentos, especialmente en la santa Eucaristía; entra en mi vida mediante palabras o acontecimientos». También por medio de la vida de los santos, que son los auténticos “testigos” de su presencia.
Jesús ha ascendido al Padre. Y el libro concluye condensando estas últimas páginas en un solo párrafo:
«En el gesto de las manos que bendicen se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos, con el mundo. En el marcharse, Él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso, los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron a Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana».
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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