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"Me enteré de su elección por ‘Europa Libre’, la radio clandestina, que estaba más sorprendida que yo. Estaba en Lublín y hubo, entre los estudiantes, una gran explosión de alegría…"
La primera vez, siendo profesores jóvenes, que compartían el compartimiento de una vagón del tren que va desde Lublín a Cracovia; la última cena en el apartamento del Papa, el 21 de enero de 2005; el día antes de que fuese ingresado por última vez en el Vaticano III como él llamaba al Policlínico Gemelli.
Son treinta años de amistad y de apasionadas discusiones teológicas y sobre la Iglesia, a menudo con los esquís en los pies, durante excursiones en la naturaleza y en la nieve. Los recuerdos se amontonan en la memoria del cardenal Stanislaw Nagy, nacido en 1921, al que Juan Pablo II nombró cardenal sin antes ser obispo, como reconocimiento de sus estudios sobre eclesiología.
No estaba en la plaza de San Pedro el día de la beatificación de su amigo Karol, el pasado 1 de mayo, sino en Zakopane, la Cortina d’Ampezzo de los polacos, donde tantas veces esquiaron juntos. El cardenal Nagy celebró, en el Santuario de la Virgen de Fátima, casi en el mismo momento en el que se celebraba la misa de Benedicto XVI en Roma, una liturgia de acción de gracias en la que consagró el primer altar de Polonia dedicado a Juan Pablo II.
Tampoco estaba en Roma, cuando Wojtyla inició su pontificado el 22 de octubre de 1978. El Papa le llamó la atención por esto, con la leve ironía que lo caracterizaba: «me maravillé mucho —cuenta Nagy— cuando uno de los sacerdotes polacos que había estado presente en la inauguración del pontificado me entregó una carta del nuevo electo. Estaba escrito: "¿Qué tipo de teólogo es uno que estudia al Papa y su papel en la Iglesia y no viene a verlo?"».
No obstante el contacto como compañeros de universidad y más tarde cuando Wojtyla era arzobispo de Cracovia y lo llamaba para que le aconsejara en cuestiones de naturaleza teológica y para preparar los Sínodos diocesanos, «no me consideraba su amigo —afirma Nagy— tanta era la distancia que me parecía que nos separase».
“Lo consideraba un hombre muy inteligente —prosigue Nagy—, de capacidades excepcionales, marcado por una alto sentido de moralidad. No me creía capaz de alcanzarlo, porque estaba más alto que yo».
En el Vaticano, Wojtyla ya era conocido y estimado: «Pablo VI —cuenta Nagy— lo conocía y lo quería, lo llamó para predicar los ejercicios espirituales de la Cuaresma de 1976 para el Pontífice y la Curia Romana». «La muerte de Juan Pablo I —recuerda Nagy, rememorando los sucesos que llevaron a la elección de Wojtyla— fue un golpe para él: se podía percibir que una inquietud lo atravesó. Los polacos eran conscientes de su valor, incluso a los ojos de los demás cardenales pero nadie, ni siquiera el cardenal Stefan Wyszyński, primado de Polonia, pensaba que Wojtyla podría convertirse en Papa, afirmando su posición sobre un candidato italiano».
«Yo —recuerda el anciano cardenal— me enteré de su elección por ‘Europa Libre’, la radio clandestina, que estaba más sorprendida que yo. Estaba en Lublín y hubo, entre los estudiantes, una gran explosión de alegría: en ese momento me di cuenta de que el Wojtyla que yo conocía se convertía en otra persona».
Pero el futuro cardenal Nagy estaba destinado a equivocarse, Wojtyla lo invitó a Roma para la consagración del nuevo arzobispo de Cracovia, el cardenal Franciszek Macharski. «Mientras bajaba de la escalera del avión —relata Nagy— se me acercó un hombre y me dijo que estaba invitado a cenar con el Papa y después me acompañó hasta él. Vi por primera vez a Wojtyla vestido de blanco».
«Era igual que antes —cuenta Nagy— sencillo, abierto, cordial, como el hermano que había pasado tantas horas conmigo en la montaña hablando de cualquier tema, y al mismo tiempo, estaba lleno de una majestad: emanaba de él una aura de seriedad y santidad».
«Es una de las preguntas que me planteo continuamente —afirma Nagy—: ¿en qué momento me di cuenta de que estaba tratando con un candidato a los altares?». «Creo —continúa— que el primer indicio fue la intensidad de su oración».
En la montaña, «había conocido su naturaleza sencilla y abierta pero al mismo tiempo veía cómo trataba siempre de retirarse para rezar: ya entonces era un místico. Esta impresión se fortaleció en los sucesivos 26 años de pontificado».
«Cuando se acercaba al altar —afirma Nagy que pudo concelebrar con el Papa muchas veces en el Vaticano y en la residencia estiva de Castel Gandolfo— parecía que pertenecía a otro mundo y cuando ya era anciano y sufría, esta transfiguración era todavía más evidente».
Otro signo que enseñaba su santidad era, también, «el modo de soportar el sufrimiento con infinita paciencia, de manera que no interrumpiese su trabajo».
«No estuve presente en su muerte —prosigue Nagy— pero algunos días después, pude hablar con testigos directos que me contaron cómo fueron los últimos momentos y cuáles fueron sus últimas palabras "Dejadme irme al Padre"». «Representa el sello de una vida —concluye convencido el cardenal— porque toda su vida la vivió en el encuentro con Dios».
[Traducción del italiano por Carmen Álvarez]
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