Cuando en los medios se hace referencia a la vida y méritos de Juan Pablo II, a menudo se le presenta como el Papa de los récords: el más viajero, el que más ha influido en la historia de la Humanidad, el que más millones de peregrinos ha recibido... Pero pasa desapercibido su récord más importante, el que ha hecho posible todos los demás: es el Papa que más horas ha pasado ante el Sagrario, hablando con su Amor.
Era un contemplativo itinerante, con una profunda vida interior; su experiencia personal de continua presencia de Dios empapaba todas las demás actividades. Más de una vez, en los 24 años en los que trabajé con él, pude comprobar igual que otros Cardenales que los asuntos más delicados de gobierno los trataba delante del Sagrario. Comentaba: «Esto lo tengo que rezar más, lo tengo que pensar delante del Señor».
Tenía una formación eminentemente filosófica y teológica, pero también con una profunda visión del Derecho canónico. Me impresionaban su preocupación por subrayar la centralidad de la persona en el Derecho de la Iglesia —del hombre redimido por Cristo— y su empeño por defender la armonía entre el carisma y la ley, entre la doble dimensión carismática e institucional del Pueblo de Dios.
Su personalidad era riquísima, pero pienso que su biografía se resume en una sola palabra: enamorado. Él era un enamorado de Cristo, y como tal quiso comunicar su Amor a todo el mundo. Por eso comenzó su Pontificado exhortando: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Jesucristo!», las puertas del corazón, las de la inteligencia... Y lo que ha hecho después con su Magisterio y con su ejemplo de vida no ha sido otra cosa que hablar de su Amor, de Cristo, en todos los aerópagos del mundo, desde el mismo Aerópago de Atenas, hasta los modernos de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del Consejo de Europa, o centenares de estadios y plazas de los cinco continentes. De ahí también, esa capacidad que tenía para llegar al corazón de los jóvenes.
Pocos meses antes de su muerte, después de un encuentro de trabajo, le dije al despedirme: «Gracias Santo Padre por la lección de juventud que nos da». «¿De juventud?», cuestionó. Y yo le contesté de forma espontánea: «Usted ha dicho que es joven el que sabe amar, y que ama verdaderamente el que sabe darse. Yo no conozco a una persona que se haya dado tanto como Vuestra Santidad». Le besé la mano y me fui un tanto avergonzado por mi osadía, pero seguro de no equivocarme.
Ahora, cuando pienso en su Beatificación, recuerdo las palabras de San Marcos, en el capítulo tercero de su Evangelio, cuando el Señor eligió a los Apóstoles, para que "estuvieran con Él" y "predicaran" el Evangelio. Juan Pablo II ha vivido la doble dimensión contemplativa y misionera de esta llamada con la máxima intensidad, con una intensidad de Santo.
Cardenal Julián Herranz, Presidente emérito del Consejo Pontificio para las leyes y de la Comisión Disciplinar de la Curia Romana