La Gaceta
La libertad religiosa no es un privilegio de los creyentes católicos, es un derecho civil
La masa que un domingo te vitorea, al viernes siguiente te crucifica. Seas o no creyente, esa es una lección humana de la Semana Santa, porque las pasiones arbitrarias, los prejuicios sin pruebas ni defensa, la violencia y los odios son experiencias terribles que cualquiera puede sufrir. Esta Semana del 2011 viene precedida en España por una serie de ataques a la fe y al culto católicos, que temo, por su origen y organización, prosigan en el futuro.
Por desgracia, la masa —ese rebaño en que nos convertimos cuando unos nos reducen o nosotros mismos nos escondemos en ser solamente especie animal— no se forma con marcianos. La cocinan con cada uno de nosotros. ¿Cómo? Mediante distintas recetas que tienen en común desconectarnos de la verdad de las cosas y los hechos, para que la mentira nos parezca verdad y la verdad mentira malvada y, por eso, odiosa.
Esta perversión es violencia pura, porque nos viola en lo más íntimo, ahí donde nuestra singular conciencia personal se siente atraída hacia lo verdadero y nuestro corazón se apasiona por lo bueno y rechaza lo malo. Siendo tan propias de nuestra condición de personas esas inclinaciones interiores, hay algo de inhumano —de diabólico— no en negarlas, que es inútil, sino en manipularlas para pervertir la verdad en mentira y la maldad en bondad. Quien lo hace aborrece nuestra singular libertad, pues para sus fines nos prefiere masa animal.
Disfrutamos de un largo periodo —desde 1978 hasta el otoño de 2004— en que la vieja cuestión religiosa, que nos había dividido en dos Españas durante el siglo XIX y buena parte del XX, parecía definitivamente superada mediante la fórmula del art. 16 de la vigente Constitución. Ni laicismo antieclesiástico, ni confesionalidad católica.
Un Estado aconfesional, en el que no hay religión ni ideología de Estado, donde la fe y la increencia, las confesiones religiosas y las ideologías son espacios libres de los ciudadanos y de la sociedad, nunca posiciones oficiales de los poderes públicos. Ese Estado aconfesional tendría presentes las creencias religiosas de la sociedad española (art.16.3), por su condición de factor social y arraigo histórico, estableciendo relaciones de cooperación adecuadas a la independencia entre los ámbitos político y religioso.
Tal paz hubo en esos casi 30 años que, como hecho anecdótico, les anotaré que los profesores de la asignatura donde en las facultades de Derecho se explicaba la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado tenían la sensación de exponer conceptos inútiles por innecesarios: algo así como enseñar que para bajar a la calle, salvo suicidas, era mejor la escalera o el ascensor que arrojarse por la ventana. Pero el suicidio vino a partir de 2004. ¿Cómo?
Por la vía de hecho, el Ejecutivo de Zapatero dio señales inequívocas de manipular el art. 16 de la Constitución pasándose a un Estado de ideología laica en vez de aconfesional, como si en 1978 se hubiera querido reanudar la misma ideología que, sobre la cuestión religiosa, inspiró la Constitución de 1931 y las actitudes de la II República.
Para imponer esta perversión del art. 16 ha sido necesario violentar la realidad legal y la social. Por ejemplo: la adulteración del contenido de la asignatura Educación para la Ciudadanía, la imposición de la ideología de género en las disciplinas médicas relativas a la salud sexual y reproductiva, la reducción a zulo mínimo de la objeción de conciencia, planteados como una exigencia del laicismo del Estado. Desde la cultura oficialista y subvencionada se fue difundiendo otra perversión, la de que la libertad religiosa —su culto y lugares, sus tradiciones y presencia social— es un privilegio de los creyentes que ampara un anacrónico estatus de la Iglesia católica incompatible con el Estado laico.
Esta falsa y malvada siembra ha favorecido la organización de grupúsculos fanáticos que resucitan nuestro peor pasado de violencia, odio e intolerancia: coacciones en capillas universitarias, cierres de basílicas significadas, programas televisivos, folletería o exposiciones donde se veja a Jesucristo, a la Virgen o al Papa, intentos de procesiones ateas cuyo único contenido es el escarnio a la Semana Santa católica o extraños pero reiterados robos menores con violencias mayores en numerosas iglesias. Una alta impunidad ha alentado tales violencias.
Supongo que los católicos, aleccionados esta Semana por la pasión y muerte del Nazareno, tienen muy claro que no deben responder a la violencia y al odio con las mismas armas. “Soy ciudadano romano”, alegó Pablo de Tarso amparándose en la civilización del derecho romano.
La libertad religiosa no es un privilegio de los creyentes católicos. Menuda mentira. Es un derecho civil de todo ciudadano, una libertad innata, inviolable y fundamental contra cualquier poder político o eclesiástico que quiera suprimir o coaccionar aquel tan profundo y personal ámbito donde cada uno decide si establece o no una relación con Dios y, luego, vive su vida personal, familiar, profesional y ciudadana en congruencia con la liberrísima, insustituible, no concurrible, ni coaccionable decisión personal.
Lo que debemos hacer los ciudadanos católicos (incluidas las personas jurídicas), ante el odio y la violencia contra la libertad, el respeto y la tolerancia, es activar todos los resortes del sistema jurídico —todos de manera masiva y constante— exigiendo a los poderes públicos, a fiscales y jueces el cumplimiento de sus deberes con los derechos incluidos en la libertad religiosa. Y para que el sistema jurídico funcione sin atascos, debemos además activar todos los resortes mediáticos y sociales a nuestro alcance, pues somos “ciudadanos españoles”.
Pedro Juan Viladrich
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