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«El éxito de la Iglesia no dependerá de la personalidad del nuevo Papa y mucho menos de la aceptación de los medios»
Ayer, a las 17 horas, comenzó el cónclave. Todas las prerrogativas expresadas durante las Congregaciones generales pasarán inevitablemente a un segundo plano en el preciso momento en que los electores se encuentren encerrados, solos con su conciencia, con la responsabilidad de “encontrar” la figura del nuevo jefe de la Iglesia. El verbo utilizado es muy importante para entender lo que realmente debe hacer el cónclave. Efectivamente, la Iglesia sin el Papa no es una institución completa. Le falta no solo el vértice, sino el fundamento mismo que la sustenta y que hace que exista sobre la Tierra.
Sin embargo, aunque esta condición previa sea siempre realmente decisiva, el deber de los cardenales no es crear un acuerdo o delinear el perfil de quien mejor pueda interpretar la función de pontífice. Para entendernos, no se pondrán a valorar juntos sus currículos. Sería ridículo. Es fundamental tener presente cuál es la fuerza segura de la Iglesia al encontrar su papa, en los días que separan la entrada en clausura de los electores de la salida con un nuevo guía de la Cristiandad. Ese recurso secreto que ha hecho que sobreviva dos milenios, superando las adversidades que se han ido presentando a lo largo de la historia. Será exactamente esa potencia la que los cardenales busquen afanosamente en las próximas horas.
Para ser más explícito, la solución no surgirá plenamente de la personalidad del nuevo Papa. Y mucho menos el éxito de la Iglesia dependerá del consenso que consiga obtener él solo antes o después ante los medios de comunicación del mundo. Nunca ha sido así. Recuerdo, por ejemplo, durante el primer viaje a Estados Unidos de Juan Pablo II, en otoño de 1979: ante la exuberante respuesta popular a la arrolladora personalidad de Karol Wojtyla, algunos periódicos escribieron equivocadamente: “They love the singer, not the song” (Les encanta el cantante, no la canción). Aunque después tuvieron que rectificar la afirmación, reconociendo que era la música la ganadora y la que conquistaba el corazón de las personas. Naturalmente, una extraordinaria melodía ejecutada por un músico genial.
Esto significa, volviendo a la actualidad y dejando la metáfora, que no solo los electores, sino la Iglesia en su conjunto, está comprometida con los cardenales para localizar la personalidad que se considere más adecuada para custodiar y dirigir la barca de Pedro, ante todo comunicando al mundo el Evangelio, que es la primera e insustituible riqueza de la que la Iglesia es propietaria. Este patrimonio se traduce en la unidad orgánica de la doctrina católica, resultado de la correcta comprensión del mensaje revelado, dentro de una larga tradición y costumbre de conocimiento.
Si quisiéramos encontrar una fórmula sintética, podríamos decir que la Iglesia no es algo concreto, porque tiene en su interior, a su cuidado, un universo de valores humanos y cristianos realmente incomparable. Con esto, obviamente, no se pretende descalificar, sino valorar, la importancia comunicativa que debe poseer, sobre todo hoy, ese testigo por excelencia del Cristianismo, que es precisamente el Papa. Para empezar, por medio del dominio de varias lenguas y de una edad suficientemente vigorosa, para poder afrontar mejor los ritmos de nuestro tiempo.
Por tanto, no se trata de un aspecto marginal, sino exactamente del deber supremo que los cardenales deben cumplir. Localizar a aquel de ellos que posea en mayor grado las características personales indispensables para convencer humanamente al mundo del hecho de que el hijo de un carpintero, judío y joven, muerto hace dos mil años como un delincuente, no era solo un hombre bueno, y tampoco un gran sabio, sino Dios mismo hecho hombre. Un objetivo, en suma, con un grado de dificultad humanamente casi incomprensible.
Sin embargo, desde una perspectiva correcta, no estamos ante la versión teológica de un consenso laico, comparable, por ejemplo, a la forma en que un consejo de administración de una multinacional elige al consejero delegado, valorando precisamente la magnitud estrictamente personal de sus capacidades, con vistas al éxito que deberá garantizar, con sus acciones, a los socios. Y tampoco estamos ante un pequeño parlamento que celebra la interminable asamblea de rigor para negociar la elección del jefe de un nuevo gobierno.
En cambio, el Colegio de los electores se reúne para otro fin, que es el de verificar cuál es la personalidad que mejor puede representar actualmente en el mundo la verdad eterna de la Iglesia universal, que es Jesucristo. Y permanecerán en recogimiento ante el Juicio Final, solos, aislados, frente a esos poderosos cuerpos representados en el fresco, en busca de aquel de entre ellos que sea el Vicario de Cristo.
¿Qué harán durante las votaciones? ¿Mirarán a su alrededor? ¿Levantarán la vista? ¿O permanecerán inclinados sobre sí mismos, sin atreverse a cruzar la mirada con esa representación terrible de la ira de Dios pintada por Miguel Ángel, que arrastra en una tremenda vorágine a las almas hacia el paraíso o hacia la condenación? Nadie lo sabe.
En cualquier caso, está claro lo absurdo que es creer que el cónclave seguirá combinaciones de intereses lógicas, políticas, o fantásticas. De hecho, la ausencia de todo en esa situación será suficiente para aterrorizar cualquier pensamiento extraño individual y hacer que se busque, más bien, a aquel que, conscientemente o no, ya haya sido nombrado por una instancia más alta para desempeñar ese encargo tan pesado.
Convertirse en Papa, en efecto, es morir al instante para sí mismo. Es aceptar que uno ya no es el portador de proyectos personales propios y se convierte en aquel que sostiene para siempre toda la Iglesia y que debe encarnar definitivamente la voluntad de Dios. Volviendo a la comparación anterior, en este caso al consejero delegado ya lo ha elegido el presidente, obligándolo a ser siervo de todos por el bien de todos. El consejo solo debe comprender quién es y ratificar su presencia, esperando que sea aceptada. Un deber quizá incluso más sencillo de lo que se cree, al menos una vez cumplido, pero imposible de abordar con lógica solo humana mientras ocurre.
Sin embargo, conviene estar seguros de que la solución llegará en poco tiempo, como mucho en unos días. No tanto porque así es como ha ocurrido en los tiempos modernos, sino porque, como explicó muy bien Joseph Ratzinger, «la lógica de la fe tiene preferencia sobre la palabra humana, al ser su rasgo esencial el que llega al ser humano desde el exterior».
En efecto, a veces escuchar puede ser muy difícil. Pero, en este caso, existe la certeza inquebrantable de que al final la voz de Dios resonará fuerte y clara en los oídos atentos de los cardenales electores. Sin dejar dudas o preguntas pendientes para nadie.
Joaquín Navarro-Valls
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