Las Provincias
No hay duda de que el vice-Cristo en la tierra goza de una fuerza espiritual sobre todos, es pastor, maestro y sacerdote en grado sumo para todo el Pueblo de Dios
Los diversos tipos de conducta influyen más en los pueblos −afirma Yepes− que muchos saberes teóricos, aunque sea cierto que esos comportamientos influyentes tengan mucho que ver con doctrinas o ideologías al uso. Nadie duda, por ejemplo, que una buena novela puede tener un gran impacto por los arquetipos que crea. Lo mismo se puede decir de una película, una obra de teatro, etc. Y también persuaden eficazmente las personas que destacan en muy variados campos: desde el deporte al actor de cine, cantante de moda... El modelo aparece como un ídolo o héroe.
Todo eso no supone olvidar que los espejos más mirados e imitados suelen ser los propios familiares, comenzando por los padres o profesores, en la medida en que sean observados como personas admirables porque atesoran valores −mejor, virtudes− verdaderamente atrayentes.
Situado en una órbita más parecida a la familiar, pero también con un peculiar liderazgo, está el Romano Pontífice. Lo hemos podido comprobar con los últimos. Nadie duda sobre el valor de referente para el mundo del que ocupa la sede de Pedro. Es muy claro para los católicos que viven de fe, porque esa misma virtud les hace ver en el Papa la cabeza visible de Cristo en la tierra con un Magisterio que, aunque habitualmente sea ordinario, goza de una infalibilidad de conjunto. O por decirlo de otro modo: indica la dirección para que la fe se haga vida de Cristo.
La apasionante aventura del cristiano está muy bien condensada por san Pablo. Escribe a los filipenses: mi vivir es Cristo. Eso es la existencia del cristiano. Y si tal afirmación debería poder hacerse de cada bautizado, aunque sea radical la igualdad de todos, no hay duda de que el vice-Cristo en la tierra goza de una fuerza espiritual sobre todos, es pastor, maestro y sacerdote en grado sumo para todo el Pueblo de Dios. Ha de trasparentar a Cristo especialmente.
Escribió san Josemaría Escrivá que "ninguna vida humana es una vida aislada, sino que se entrelaza con otras vidas. Ninguna persona es un verso suelto, sino que formamos todos parte de un mismo poema divino". Y en otro lugar: "Si dejamos que Cristo reine en nuestras almas, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres". Esas realidades surgen de compartir una misma naturaleza con todo el género humano, pero es el reinado de Cristo en cada uno el seguro más fuerte del servicio a todos. Y cuando no es así, bien puede suceder −como dijo el pasado concilio− que a la génesis del ateísmo hayan podido contribuir los creyentes por no haber manifestado adecuadamente el rostro de Dios.
En este contexto, los papas vienen siendo un referente moral del mundo. Lo son por su propio cometido, no por su talento, idiomas que hablan y aún podríamos añadir que ni siquiera por la santidad de su vida. Es notable observar en la historia de la Iglesia la existencia de pontífices con vidas nada modélicas sin que la doctrina se haya resentido lo más mínimo. Pero también es obvio que la santidad arrastra incluso a los no creyentes. Por tal motivo, sin negar que las buenas cualidades humanas sean importantes, lo que principalmente necesitamos es un Papa santo porque, además de ser mejor Pastor de su grey, puede ser ese referente mundial tan necesario, quizá hoy más que nunca por la simple razón de su ausencia.
En su "Ética a Nicómaco", decía Aristóteles que el bien del hombre es una cierta actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta. Los cristianos sabemos bien −cosa distinta es si lo vivimos así− que la virtud más perfecta es la caridad, don de Dios que consiste en amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, con un amor que Él mismo pone en cada corazón. A la cabeza de los que así pueden y deben amar está el Romano Pontífice. Con esa Fe que se hace vida por un comportamiento ejemplar, el Papa se convierte en referente moral del mundo. Pero, sin duda alguna, con la ayuda de todo el Cuerpo Místico, cuya cabeza es el mismo Cristo.
En ese clima de santidad está −contando también con las fuerzas que ya no tenía Benedicto XVI− el humus que puede cambiar la curia romana tanto en estructuras como en personas, en el que se puede forjar la unidad en la normal disparidad de criterios opinables, se ha de buscar un ecumenismo verdadero, se debe ordenar el pueblo cristiano hacia su fin sanando o cortando las ramas podridas y revalorizando la oración y la vida sacramental, se vivirá la transparencia imprescindible en lo económico y en todo; sin clericalismos, ha de quedar bien claro que el papel de los laicos en la Iglesia es fundamentalmente desempeñar honradamente sus tareas en el mundo. Fe y Razón continuarán su diálogo... La Iglesia podrá ser Luz del Mundo, como titulaba Peter Seewald el libro-entrevista con Benedicto XVI.
Pablo Cabellos Llorente
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