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El judío Joseph H.H. Weiler valora el pontificado que acaba de terminar
Sería difícil encontrar, en cualquier parte del mundo, una persona que no mantenga vivo el recuerdo de alguna de las apariciones más importantes de Benedicto XVI en la escena mundial: en la Asamblea General de Naciones Unidas tal vez, o quizá el famoso discurso en París, en el Colegio de los Bernardinos, o en el Westminster Hall de Londres, o en el Bundestag alemán; y casi todos habrán oído hablar del discurso de Ratisbona. ¿Cómo explicar una capacidad así para llamar la atención del mundo entero? ¿Es simplemente a causa de su oficio, el Papado? ¿El ser jefe de una Iglesia que comprende a más de mil millones de personas?
En el Génesis, capítulo 11, se lee el caso simbólico de la Torre de Babel: toda la tierra hablaba una sola lengua y usaba las mismas palabras. Al salir de oriente los hombres... se dijeron unos a otros: "Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego". El ladrillo les servía de piedra y el asfalto de cemento. Luego dijeron: "Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo y pongámosle un nombre por si nos dispersáramos por toda la tierra". Pero el Señor bajó a ver la ciudad y la torre que los hombres estaban construyendo y dijo: "He aquí que el pueblo es uno, y todos éstos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero".
La historia narrada en el libro del Génesis, engañosamente sencilla, va al corazón de la condición humana. Vivimos en un mundo guiado por hybris y soberbia, y por tanto dividido por lenguas, culturas y distintas religiones, ideologías y visiones del mundo. A veces dominado por los conflictos, a menudo sanguinarios.
¿Cuál es la "única lengua", cuáles son esas "mismas palabras" capaces de trascender tanto la hybris como las divisiones culturales, lingüísticas y de todo tipo? ¿Cómo un hombre puede "hablar al mundo", a un mundo fuera del suyo propio? Los sabios han reflexionado mucho sobre esto en el curso de los años. ¿Hebreo? ¿Griego? ¿Latín? Benedicto, en su carisma único, en su magisterio y en su modo de ser, ofrece a esta pregunta una de las respuestas más interesantes y persuasivas: ¡la lengua de la razón! Ese es el hilo rojo que une su intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas, su discurso de París, su intervención en el Westminster Hall, sus conferencias de Ratisbona y su intervención, probablemente la más importante, en el Bundestag alemán. Que no se me malinterprete: cuando se mueve en la escena del mundo, del mundo que está fuera del suyo, Benedicto no deja a un lado su fe. La Revelación y la constante presencia de Dios en este mundo definen su ser, son parte de su testimonio continuo. Pero esto es lo que él ofrece. Según una expresión de su gran predecesor, la Iglesia propone, nunca impone.
Pero cuando él plantea propuestas al mundo, cuando afirma con seguridad la legitimación de la Iglesia y del mensaje cristiano para tomar parte en el diálogo sobre los valores de la vida pública, su lenguaje, sus palabras pertenecen a la única lengua que puede trascender la diferencia y la división, la razón humana.
No hay peligro de exagerar al subrayar la importancia de esta lengua benedictina. Ella es al mismo tiempo audaz y valiente. Es audaz de dos formas. Sobre todo, si tiene delante a un hombre, cuya única medida ha sido siempre la verdad, incluso cuando la verdad desconcierta, eso es lo que distingue al cristianismo de otras religiones, cuya normativa pública ha sido sin embargo, y sigue siendo aún hoy, una combinación de revelación y razón. Para él esto es algo imposible: imponer en el ámbito público una prescripción fundada sobre la sola revelación, a personas que pueden no aceptar esa o cualquier otra revelación, ofende no sólo a la dignidad del hombre sino a la dignidad de la religión y a la de Dios mismo. Para Benedicto la libertad de religión es necesariamente también libertad que da la religión. Sí, la libertad de decir "no" a Dios. Pensar de otro modo significa negar nuestra propia ontología de seres morales libres creados a imagen de Dios.
En segundo lugar, esta lengua benedictina se mide audazmente con una cómoda argumentación, que excluye a la voz cristiana del debate público precisamente porque, al estar basada en la Revelación, carecería de un punto de partida común con ella. En un cierto sentido, podemos decir que el mundo entero está dominado por el pensamiento del gran filósofo americano John Rawls, que ha articulado las condiciones de legítima participación en la discusión normativa de nuestras democracias. Para que se pueda dar tal participación debería haber una premisa común de lo que cuenta como un argumento convincente basado en un fundamento cultural compartido. Toda religión, entre ellas el cristianismo, se considera entonces sectaria, no compartida, basada en una revelación y por tanto ontológicamente no convincente para los no creyentes. En nuestro sistema democrático los fieles debían por tanto gozar de la libertad de religión, pero tendrían que dejarla en casa cuando se tratara de entrar en el debate público. En la historia de las ideas, la lección de Benedicto en el Bundestag será considerada como la respuesta más autorizada a Rawls. El Papa acepta la premisa de Rawls, pero demuestra sus incomprensiones y su distorsión del carácter del cristianismo.
Y es una lengua valiente porque no sólo es un pase de entrada en la plaza pública, sino que impone también una seria y severa disciplina a la comunidad cristiana de fe. Las vías de la razón podrían llevar a revisar artículos de fe, a derribar juicios precedentes. Faltaría el comodín: "Esto es lo que Dios manda". Y eso no es razón. Se podría incluso sucumbir, razonablemente, en una discusión arraigada en la razón. Si se adopta una lengua, hay que hablarla correctamente para ser comprendidos, para ser persuasivos. Y eso vale también para la lengua de la Razón.
En todos sus principales encuentros con el mundo, hemos asistido al mismo escenario, repetido continuamente: los medios de comunicación escépticos, a la espera de un rígido doctrinario, "El Profesor" −por recordar uno de sus apelativos más amables−, "El Inquisidor", "El Rottweiler", entre los peores. Y sin embargo, puntualmente, todas las veces, él llega de un modo tranquilo y convincente a conquistar, no a su rebaño, sino a personas de otros credos y sin ninguna fe. ¿Quién puede olvidar su triunfo total por ejemplo en Reino Unido?
¿Cuál es su secreto? Él es la personificación de Jerusalén y Atenas, una metáfora que le encanta usar al describir el cristianismo. Un hombre de evidente gran fe que sin embargo no predica, sólo enseña. Audaz, pero también valiente, hasta el punto de llegar a auto-limitarse.
En definitiva, una capacidad comunicativa única, la habilidad de hacer sencillo y accesible lo que a veces es complejo y profundo.
Será un ejemplo difícil de seguir.
Joseph H.H. Weiler
(*) Publicado originariamente en ‘Avvenire’
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