Tiene toda la pinta de ser una buena decisión, en la línea de lo que Dios quiere
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La decisión del Papa no solo es valiente, sino también normal, sin dejar por eso de ser importante; y tiene toda la pinta de ser una buena decisión, en la línea de lo que Dios quiere
No habrá sido una decisión fácil. Benedicto XVI es bien consciente de que se trataba de “una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia”. Algo largamente meditado: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.
Después del susto, verdadero mazazo para la familia cristiana, ante la noticia, vamos vislumbrando un poco qué sucede y por qué caminos nos ha llevado y nos lleva Dios, de la mano de este hombre discreto y magnánimo, que hoy guía a la Iglesia, pero que dentro de escasamente tres semanas, dejará su ministerio para el siguiente sucesor de Pedro.
Un ministerio que se realiza con obras y palabras, también sufriendo y rezando
Es una decisión valiente porque había pocos antecedentes. Quizá precisamente por eso la ha tomado “con plena libertad”, para dejar abierto a los que le siguen un camino más, ya previsto en el Derecho de la Iglesia, tan bueno como otros caminos.
De sobra ha demostrado que lo que piensa ahora lo lleva pensando mucho tiempo, y obrando en consecuencia: “Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando”. En esa frase se entrevé asimismo el haber sido testigo de la última época de Juan Pablo II.
“Sin embargo −dice, para clarificar sus motivos− en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu”.
Ser agradecidos
Bien lo ha mantenido desde el principio de su pontificado, afrontando dificultades, escándalos y traiciones. Con constancia y clarividencia, ha anunciado al mundo el Dios del Amor y de la Razón. Como obispo de Roma y cabeza de la Iglesia universal (no un monarca absoluto) ha atendido las preocupaciones y sugerencias que le hacían y, el primero en obedecer, ha secundado lo que era conveniente, con su oración y su trabajo incansable. Ha escuchado a los que en la Iglesia optaban por soluciones extremas. Ha abierto pasos al ecumenismo. Ha defendido la vida humana y la familia. Ha abierto horizontes del pensamiento y de la ciencia. Ha despertado las conciencias adormecidas ante el clamor de los más pobres y necesitados. Uno de los mejores teólogos de nuestro tiempo, ha transmitido su sabiduría y experiencia, a la vez que testimoniaba su piedad sencilla. Y ha renovado la educación cristiana, la formación bíblica y litúrgica. Ha hecho renacer la esperanza e impulsado la paz, tendiendo puentes como era su oficio (pontífice).
Confiesa ahora, sin más, que le faltan las fuerzas, el necesario “vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.
No ha tenido miedo de lo difícil o inusual. Tampoco ahora. Y así vemos que esta decisión no solo es valiente, sino también normal, sin dejar por eso de ser importante; y tiene toda la pinta de ser una buena decisión, en la línea de lo que Dios quiere. Por eso, una vez más, debemos agradecer a Benedicto XVI su servicio.