La alegría de la recepción de su consagración es común a todos porque para el bien de todos es recibido por algunos
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Aunque sólo algunos reciban esta consagración, sin embargo, la alegría de su recepción es común a todos porque para el bien de todos es recibido por algunos
Tú, sacerdote, eres un cristiano. Es tu nombre de gloria, de dignidad de hijo de Dios; es el nombre de la gracia y de la salvación (cf. San Agustín, Sermo 340: PL 38,1483). Es el nombre de la confianza, de la familiaridad y amistad con Dios, de la esperanza en la salvación eterna.
Tú has recibido los sacramentos de la iniciación cristiana. Por el bautismo has sido liberado del pecado. Con un nacimiento nuevo has sido regenerado como hijo de Dios, llegando a ser miembro de Cristo, incorporado a la Iglesia y hecho participe de su misión como miembro del Cuerpo místico de Cristo.
Con la confirmación, has recibido la plenitud de esta gracia bautismal y con la Eucaristía participas, con toda la comunidad eclesial, en el sacrificio mismo del Señor. La Iglesia como madre cuida de ti, durante toda tu vida, para que puedas alcanzar la salvación eterna, a pesar de tus pecados y miserias que, como hombre, experimentas de continuo.
Acercándote con fe y humildad al sacramento de la Penitencia obtienes de la misericordia de Dios el perdón de los pecados que cometiste contra Él y, al mismo tiempo, te reconcilias con la Iglesia, a la que ofendiste. Ella te mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones (cf. LG 11).
Pero no olvides, sacerdote, que a ti se te ha conferido un sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo, te ha marcado con un carácter especial que te identifica con Cristo Sacerdote para actuar como representante suyo. Es el nombre de la responsabilidad, del oficio recibido. Es el nombre del pastor que debe cuidar del rebaño que se le ha confiado (cf Jn 10), del administrador que debe dar las raciones a su tiempo y vigilar sobre la casa para que, cuando vuelva el Señor, no lo encuentre despreocupado de la suerte de sus hermanos (cf. Mt 24,45-50).
Has sido consagrado como verdadero sacerdote de la Nueva Alianza a imagen de Cristo, Sumo y Eterno sacerdote, para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino (cf. LG 28). Tu misión es asombrosamente grandiosa y bella: actuando en la persona de Cristo y proclamando su misterio, unes la ofrenda de los fieles al sacrificio de su Cabeza; actualizas y aplicas, en el sacrificio eucarístico, hasta la venida del Señor, el único sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece al Padre de un vez para siempre como hostia inmaculada.
De este sacrifico único, has de sacar, a diario, la fuerza para tu ministerio sacerdotal (cf. PO 2). Para servir de verdad al Pueblo de Dios, has de ser consciente de formar con tu Obispo y tus hermanos sacerdotes un único presbiterio. Sin el Obispo no hay presbiterio. No son signos vacíos la promesa de obediencia y el beso de paz que el obispo te dio al final de la liturgia de tu ordenación sacerdotal. Tu vivencia de presbiterio debe estar impregnada de colaboración sincera, de amistad verdadera, de amor desinteresado y, por tanto, también de obediencia.
Por la ordenación sacerdotal, estas unido a todos los presbíteros del mundo, pero sobre todo a los de tu propio presbiterio por una fraternidad que el Concilio Vaticano II define como “íntima” (PO 8); íntima fraternidad que encuentra su expresión litúrgica en la imposición de las manos que todos los presbíteros presentes hacen, después del obispo, sobre el ordenado, durante el rito de la ordenación.
Esta nueva consagración que has recibido, esta diversidad de funciones que hay en la Iglesia por querer de Cristo, no puede ser, en modo alguno, causa de división o motivo de ventajas o privilegios humanos entre sus miembros, ya que todos somos uno en Cristo Jesús. Aunque sólo algunos reciban esta consagración, sin embargo, la alegría de su recepción es común a todos porque para el bien de todos es recibido por algunos.
Sacerdote, tres cosas debes tener siempre presentes: saber de quién eres ministro; cuál es el don que has recibido mediante el sacramento del orden y para qué lo has recibido.
Mons. Celso Morga Iruzubieta, Secretario de la Congregación para el Clero
(*) Publicado originariamente en Revista Palabra(n° 595, enero 2013)