Moro lo escribió en la Torre de Londres, justo antes de su ejecución por oponerse al Cisma de Inglaterra, con lo que los reflejos mutuos entre la agonía del Maestro y la del discípulo resultan conmovedores
Pocos libros resultan más oportunos para una lectura de Sábado de Pasión que La agonía de Cristo (De Tristitia Christi), el pequeño tratado de sir & santo Tomás Moro sobre la angustia de Jesús antes de su pasión, en Getsemaní. Es un libro extraordinario. Los españoles podemos sentirnos especialmente apelados por este título, además, pues su manuscrito se conserva en Valencia, en el Real Colegio del Corpus Christi, como se descubrió ayer no más, en 1963.
Moro lo escribió en la Torre de Londres, justo antes de su ejecución por oponerse al Cisma de Inglaterra, con lo que los reflejos mutuos entre la agonía del Maestro y la del discípulo resultan conmovedores. Moro, que no tenía vocación de mártir, comenta: «No sólo no es el miedo reprensible, sino, al contrario, inmensa y excelente oportunidad para merecer. […] El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena». Cristo, que sudó sangre y pidió que pasara de Él ese cáliz, no hizo nada en vano, y su sufrimiento es un consuelo.
Que un hombre con un pie en el cadalso pudiese escribir esto a medias entre su fe y su miedo es prodigioso: «Si alguien defiende que quienes abrazaron gozosos el martirio reciben mayor gloria que estos últimos [los temerosos], no diré yo nada, y puede quedarse para sí con su argumento. Me basta saber que en el cielo a ningún mártir le faltará la gloria más grande de la que jamás pidieron sus ojos ver ni sus oídos escuchar, ni entraba en el corazón poder concebir mientras vivía aquí en la tierra. Además, si alguno tiene un lugar más alto en el cielo, nadie le envidia». El ex Canciller de Inglaterra hizo todo lo posible para que su posición no arrastrase a su familia, así que comenta alborozado el interés del Señor por librar a sus apóstoles: «Si a mí me buscáis, dejad que éstos se vayan».
El libro tiene un prioritario interés ascético. Es un tratado de oración práctica. Nos enseña, por ejemplo, a rezar medio dormidos, tomando pie en las cabezadas de los apóstoles. Esta escena le da para todo: para los buenos propósitos, para el humor y para el epigrama. Porque la condición de lectura espiritual de La agonía de Cristo se enriquece con dos matices. El primero, su autor es un seglar, padre de familia, político comprometido, intelectual apasionado. Desde una mentalidad clerical, se podría considerar que practica cierto intrusismo. Recuerda con ello a Dante; y en ambos autores esa condición les confiere una libertad particular en la crítica a la jerarquía, sin faltar por ello al amor a la Iglesia. Como político, Moro está atento incluso en su oración a los matices sociales y a los movimientos de masas. Son especialmente jugosas las indirectas que lanza al rey de Inglaterra. El segundo matiz lo da su condición de humanista. Hace unas glosas de lector atentísimo. Cumple, uno tras otro, todos los requisitos que exigía Fernando Pessoa para leer bien un texto: «Simpatía, intuición, inteligencia, comprensión y, lo más difícil, gracia». Intelectual hasta el extremo, para enseñar a orar, cita sin remilgos a Virgilio y a Horacio.
La edición de Rialp está al cuidado de Álvaro de Silva. La traducción es jugosa. Véase: al hablar sobre la oreja de Malco, que san Pedro cortó de un tajo, se nos informa que Cristo, «con sólo tocarla, la encola de nuevo a la cabeza». Se agradece especialmente una traducción que respeta la altura de esta prosa poética. Fíjense en cómo describe la relación del traidor con la Creación: «El aire suspira por soplar vapores nocivos contra el miserable. El mar desea arrollarlo con sus olas. Las montañas quieren volcarse sobre él. Los valles, levantarse en contra suya. La tierra, entreabrirse bajo sus pies. El infierno busca tragarlo tras una larga caída. Los demonios desean zambullirle en las llamas devoradoras y eternas. Y entretanto, el único que preserva al hombre malvado es el mismo Dios que aquél abandonó».
Proponemos estos fragmentos.
***
Ah, qué poco nos parecemos a Cristo, aunque llevemos su nombre y nos llamemos cristianos.
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Nada hay tan eficaz para la salvación y para la siembra de todas las virtudes en un corazón cristiano, como la contemplación piadosa y afectiva de cada uno de los sucesos de la pasión de Cristo.
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Los hechos mostraron poco después con qué facilidad se olvida el favor de la muchedumbre hacia una persona. […] Merece la pena, en este pasaje, prestar atención y advertir la inestabilidad de las cosas humanas. Apenas hacía seis días que, incluso los gentiles, estaban deseosos de ver a Cristo a causa de sus milagros y la santidad de su vida. Los mismos judíos le habían recibido con respeto admirable al entrar en Jerusalén. Y ahora, judíos y gentiles vienen a arrestarle como a un ladrón.
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Nuestra conversación en las comidas no sólo es tonta y superficial, sino que a menudo también es perniciosa.
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Si abrió los ojos de un ciego de nacimiento, ¿cómo no iba a saber abrir los ojos de un hombre dormido? Ni hace falta ser Dios para poder, fácilmente, hacer esto último. Todo el mundo sabe que con sólo pinchar con un alfiler los párpados de un hombre dormido, se despertará y no se dormirá de inmediato.
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¿Por qué no contemplan los obispos, en esta escena, su propia somnolencia? […] Están, más bien, amodorrados y aletargados en perniciosos efectos, y ebrios con el mosto del demonio, del mundo y de la carne, duermen como cerdos revolcándose en el lodo.
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Demos gracias como mejor podamos, que nunca podremos dar bastantes.
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[Gracias a la oración] en algún momento llegaremos a corregir, no diré ya la negligencia, la pereza o la apatía de nuestra vida, sino la falta de sentido común, la colmada estupidez, la idiotez o la insensatez con la que nos dirigimos a Dios todopoderoso. En lugar de rezar con reverencia nos acercamos a Él de mala gana, perezosamente y medio dormidos.
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Así, pues, la meditación sobre la agonía produce un gran alivio en quienes tienen el corazón lleno de tribulaciones.
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[Hagamos la oración] con más respeto y reverencia que si hubiéramos de presentarnos ante todos los reyes de la tierra reunidos en un mismo lugar. […] Aquel Dios en cuya gloriosa presencia todos los poderosos del mundo, en toda su gloria, deben confesar (a no ser que estén locos) no ser más que despreciables gusanos. […] No está Él sobre un trono como el que tienen los poderosos de la tierra, elevados a unos pocos pies del suelo, sino que se alza majestuoso sobre la puesta del sol y se sienta por encima de los querubines.
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Quienes ocupan puestos y cargos en la vida pública no tienen siempre motivo para gloriarse y complacerse en sí mismos cuando son llamados con títulos solemnes. No; tales títulos son dignos y apropiados si quienes los poseen son conscientes de haber merecido tal tratamiento de honor por el recto cumplimiento personal de sus deberes administrativos. De no ser así, tendrían que ser abatidos por la vergüenza (a no ser que se deleiten en palabras vacías).
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Y servir a Dios es reinar.
Enrique García-Máiquez en eldebate.com
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