Solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar
Volvemos a la cátedra del Monte de las Bienaventuranzas, desde donde el Señor impartió su lección sobre los caminos de la felicidad. Habíamos sentado en el artículo anterior sus bases humanas, y referíamos cuatro “pilares” para su construcción: primero, precisábamos lo que entendemos e implica vivencialmente el concepto mismo de felicidad, sin confundirla con el mero placer. Después, el amor de los verdaderos bienes de la naturaleza humana, con cuya posesión la persona encuentra momentos de felicidad. En tercer lugar, la necesidad de desplegar un proyecto de vida con metas que no se opusieran a esos verdaderos bienes. Y finalmente, un cuarto elemento: “el enemigo uno” de la felicidad que es el amor propio, con sus diversas manifestaciones.
Hoy comentaré las enseñanzas de Jesús sobre la felicidad y, desde la trascendencia que Cristo nos muestra y que otorga a todo lo humano, iluminar en profundidad esos “pilares” o presupuestos que la conforman.
Nada nuevo descubro diciendo que la realidad central y estelar de nuestra vida es el amor, y que en torno a él nos lo jugamos absolutamente todo, empezando por momentos de felicidad temporal y terminando por la finalidad eterna después de la resurrección. Lo grita la propia experiencia: según sean y vivamos nuestros amores -desde los que atañen a las personas, al trabajo, aficiones, etc., hasta el que podamos tener, si se quiere, por las hormiguitas-, así serán también nuestros momentos e instantes de felicidad. El deseo de amar y de ser amados está como inscrito a fuego en el corazón de toda persona, y es el germen de la felicidad. Es la realidad nuclear de nuestra vida y no hace falta tener fe para aceptarlo. Pero el creyente sabe mucho más, y esto le reafirma gozosamente en lo que le dice su razón.
En efecto, es tan nuclear y acuciante esa vivencia de amor y felicidad, que en la primera línea del número 1 del Catecismo de la Iglesia -y tiene casi tres mil-, se nos habla ya de que Dios es infinitamente feliz y nos llama a cada uno a compartir su felicidad. Para ser precisos: en lugar de “feliz”, el Catecismo escribe, con mayúscula “Bienaventurado”. Literalmente, el comienzo de ese primer número dice así: “Dios infinitamente Perfecto y Bienaventurado (Feliz) en sí mismo, en un designio de pura bondad(amor) ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada”. Imposible mejor tarjeta de presentación por parte del Creador.
Con todo, pocos puntos después, en su número 27 desvela la raíz y el término de ese anhelo de felicidad: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no deja de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”. En otras palabras: fuera de Dios y de los amores no opuestos al suyo, nadie jamás encontrará la verdadera felicidad; lo expresó espléndidamente san Agustín: “Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, Lib, 1, 1)
En perfecta armonía con lo que acabamos de decir y con las enseñanzas de Jesús, el Catecismo señala: “Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer” (n. 1718). Y como si fuera un eco del ya mencionado número 1, en el 1719 leemos: “Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza (felicidad). Esta vocación se dirige a cada uno personalmente…”.
Todos y cada uno de los ocho caminos de felicidad propuestos en las bienaventuranzas, tienen como referente “la felicidad”; y al decirnos que son felices “los pobres de espíritu”, “los que lloran”, los misericordiosos”, “los pacíficos”,…, nos está indicando los verdaderos amores que viven esas personas y que ya, desde ahora, les hacen pregustar la felicidad eterna del amor divino en el Cielo.
Sin embargo, en el lenguaje de las bienaventuranzas hay algo que choca y llama la atención porque parece ir contracorriente de nuestros anhelos más íntimos: de nuestros deseos de reír en lugar de llorar; de disponer de medios de fortuna en lugar de ser pobres; de vivir en paz, en lugar de ser perseguidos… Con razón dice también el Catecismo que las bienaventuranzas “son promesas paradójicas” y, efectivamente, esos contrastes piden una aclaración.
Nos ayudará a entenderlo si además de “paradójicas”, decimos: “promesas contracorriente”. Porque, en efecto, es eso lo que sucede; cada bienaventuranza nos promete una felicidad que solo es posible yendo contracorriente y plantando cara al atractivo que nos ofrecen amores engañosos, adulterados por incentivos espurios incapaces de llenar el corazón. Son, por ejemplo, el placer inmoderado de riquezas porque fijamos en ellas nuestra seguridad, en lugar de confiar en la providencia divina, que es a lo que invita la pobreza de espíritu de la primera bienaventuranza. O cedemos al agridulce placer rastrero de venganza, respondiendo a quien nos ha injuriado según el principio del “ojo por ojo y diente por diente”, en lugar de dar paso al perdón y a la misericordia, como pide el Señor en otra bienaventuranza.
O, frente a la felicidad pura de ver a Dios, prometida a los limpios de corazón, nos dejamos llevar de placeres sensuales -piénsese: drogas, pornografía y derivados- que lejos de alegrar el corazón, lo ensucian y degradan por ser contrarios al verdadero amor. Jesús nos pide que custodiemos los amores limpios del corazón, que son como perlas preciosas, frente a los sucios deseos de cuantos desamores los degradan: “No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos” (Mt 7, 6); son “perlas” santas, por ejemplo, tantas miradas de amor como las de unos padres a sus hijos, las del artista contemplando el paisaje que plasmará en su lienzo, etc. Todo lo contrario de aquellas otras miradas que denuncia Jesús con palabras fuertes: “Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón” (Mt 5, 28) El corazón de unos ojos limpios goza y admira la belleza que, en sus múltiples formas, siempre será reflejo de la Belleza divina.
Dos últimas consideraciones, como síntesis. Primera: la felicidad brota de los amores limpios porque matan el egoísmo y unen recíprocamente; son los señalados en las bienaventuranzas, y en cuantos amores se asemejan a ellas. Por el contrario, los desamores desunen y entristecen porque encierran a la persona en la fría soledad de su “yo”. Se entiende que el primer número del Catecismo, al hablarnos de la felicidad para la que Dios nos ha creado, señale también su gran enemigo, que se llama “pecado”, como leemos en ese número: “Convoca (Dios) a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador”. Nos muestra, por tanto, la meta, que es la felicidad del mismo Dios; su enemigo, que es el pecado; y el camino seguro para alcanzarla: Cristo, que ha ido por delante, enseña lo que vive y desea que lo compartamos.
La consideración final la tomamos también del Catecismo, en su número 1717. En perfecta concordancia con lo escrito hasta aquí, leemos: “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.