El ‘poliedro social’ es para el surcoreano un reto que aborda en retazos o fragmentos que constituyen un todo
«Cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón». Estas palabras pertenecen al párrafo con el que el Papa Francisco abre su encíclica Dilexit nos (2024): «Sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo».
En la tarea de definir qué entiende por «corazón», se remonta al griego clásico, cuyo término kardia «significa lo más interior de los seres humanos, animales y plantas», prosigue con Homero, la Ilíada, Platón, la Biblia... Dilucidando que se trata del «centro anímico y espiritual del ser humano», «centro del querer y lugar en que se fraguan las decisiones importantes de la persona», «lugar de la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular», lugar «donde los seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias, convicciones, pasiones, elecciones», que «suele indicar las verdaderas intenciones», para concluir: «Así advertimos, desde la Antigüedad, la importancia de considerar al ser humano no como una suma de distintas capacidades, sino como un mundo anímico corpóreo con un centro unificador que otorga a todo lo que vive la persona el trasfondo de un sentido y una orientación». Ese centro que irriga la existencia del Hombre y su sentido más profundo «es la base de cualquier proyecto sólido para nuestra vida, ya que nada que valga la pena se construye sin el corazón. La apariencia y la mentira sólo ofrecen vacío».
Pensemos, por otro lado, en el centro estrictamente racional. El cerebro puede ser engañado. Las ilusiones ópticas, por ejemplo, el autoconvencimiento y la sugestión, sobre todo. La expresión «Hacerse trampas al solitario» da cuenta precisamente de ello: dejarse llevar por el engaño, las ilusiones, los anhelos, las apariencias, en soledad. Ahora bien, aunque nos exhorta a «volver al corazón», nos advierte, en paralelo, de no depositar nuestra confianza ciega en él, puesto que «nuestro corazón no es autosuficiente; es frágil y está herido. Tiene una dignidad ontológica, pero al mismo tiempo debe buscar una vida más digna».
Sin embargo, más allá del trasfondo de la Carta encíclica en sí, hay un pequeño detalle que puede pasar desapercibido... Cita en tres ocasiones a lo largo de un par de páginas a un misterioso «pensador actual». ¿De quién se trata? ¿Por qué no menciona su nombre?
El documento se articula a partir de fuentes convencionales dentro del canon pontificio (Homilías, Catequesis, Ángelus, declaraciones del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Concilios, otras encíclicas, etc.). Por supuesto, echa mano de los santos (San Pablo, San Ambrosio, San Buenaventura, San Ignacio de Loyola, San Juan de la Cruz, Santa Teresita del Niño Jesús, San Charles de Foucauld, Santa María Faustina Kowalska, San Juan Pablo II, etc.) y de sus predecesores en Roma (Pío VI, Pío XI, Pío XII, León XIII, Benedicto XVI, Juan Pablo II, etc.). Asimismo, se apoya en autores incardinados en la Tradición (Platón, Dostoyevski, John Henry Newman, Romano Guardini, Karl Rahner, etc.). Sorprenden, por otro lado, ─o quizá no tanto─ sus referencias al existencialista alemán Martin Heidegger.
Pero ¿qué hay de ese «pensador actual»? Se trata del filósofo surcoreano Byung-Chul Han. Este excéntrico autor nacido en Seúl en 1959, llegó a Alemania en la veintena y se formó en el ambiente filosófico del pensamiento contemporáneo entrando, tempranamente, en contacto con la filosofía especulativa de Hegel, Husserl, Heidegger… Pasó por las universidades de Friburgo, Munich y Basilea y desde 2012 es profesor de filosofía y estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín (UdK), donde dirige el Studium Generale.
Su estilo es liviano, en ocasiones quasi-aforístico, analógico (no sólo por su personal cruzada contra la sociedad hipertecnológica, sino por su capacidad de evocar imágenes y establecer analogías) y, ante todo, su estilo es divulgativo. A partir de la publicación de su breve ensayo La sociedad del cansancio (2010), Han se convirtió en una superestrella de la divulgación filosófica. Y, si bien goza de fama y éxito entre neófitos y amateurs, es un autor bastante desprestigiado en el mundillo académico. Quizá esto guarde relación con las duras críticas vertidas en torno al medio académico (entrevista para Philosophie Magazine, 26 de marzo de 2015): «Seguramente soy demasiado vivaz para un seminario filosófico en una universidad. La filosofía académica en Alemania, por desgracia, está totalmente anquilosada y es completamente inerte (...). Tenemos que atrevernos a más teoría. La filosofía académica es demasiado miedosa para ello (...). La filosofía académica carece de espíritu». Quizá sea «demasiado mainstream». Como si la filosofía en lugar de (com)unicarse y (com)partirse debiera morir aislada y esclerótica en papers que no lee ni Harry… Han ha conseguido penetrar en la dimensión (com)unicativa y, por ende, comunitaria del pensamiento. Ha dado con la fórmula perfecta para transmitir sus conocimientos de modo asequible a todos los públicos, ha bajado de la hermética torre de marfil de los hard-thinkers para deleitarnos con libritos de noventa páginas que mosquean a más de uno… ¿Cuál es esa fórmula mágica? Tratar de describir la esquizofrénica sociedad en la que vivimos diseccionándola y apellidándola en diversos ensayos breves, de estilo sencillo y diáfano, que conectan con lo cotidiano mediante ejemplos, que están plagados de referencias artísticas y culturales y que se apoyan, principalmente, en autores como Hegel, Marx, Hölderlin, Nietzsche, Heidegger, Benjamin, la Escuela de Frankfurt y la filosofía clásica, entre otros.
Pero ¿por qué está tan denostado entre la intelectualidad bienpensante, entonces? En primer lugar, consideran que no da la talla. Sus ensayos son vulgares, poco sofisticados, demasiado sencillos. Los puede leer cualquier estudiante de Bachillerato. Tal es la opinión del catedrático de filosofía Jesús Zamora Bonilla: «Sencillamente, argumentación es algo de lo que las obras de Han carecen casi por completo (...). Los minicapítulos en los que se divide cada uno de sus nanolibros abordan continuamente los mismos temas una y otra vez, quizás solo actualizados, según van apareciendo los nuevos títulos, con unas vagas referencias a algún asunto que esté en boga». En una ocasión un profesor de la carrera me dijo, tras haber yo reivindicado a Han en clase: «Ah, ¿el tipo ese de los libritos de noventa páginas?». En segundo lugar, su pensamiento es poco original y, generalmente, plantea los problemas de los autores arriba citados desde un enfoque similar, cuando no calcado. «¡Es un refrito de la Escuela de Frankfurt, no aporta nada nuevo!» dicen algunos. Como si lo que hubiera de primar en el pensamiento fuera la novedad, en lugar de la búsqueda de la Verdad (y, por ende, el puntual y siempre frágil acierto en la diagnosis). En tercer lugar, se trata de un autor incómodo. Si bien conoce y maneja con destreza los autores que hay que citar, para gozar del beneplácito y salvoconducto de la academia (Nietzsche, Heidegger, Gadamer, Adorno, Barthes, Derrida, Deleuze, Foucault, Bauman, Illouz, etc.), los emplea de manera deliberadamente ambigua. Se podría decir que es un polizón del pensamiento, que logra escapar de la rigidez de los corsés progresistas, mediante el uso de autores habitualmente relacionados con el progresismo. La estrategia de Han es la misma que la empleada por Ulises contra Polifemo. Primero lo(s) embriaga para colar conclusiones que, bajo la pátina crítico-progresista, son sutilmente reaccionarias. ¡Ojo! Es un autor incómodo para unos y para otros... Para los posmodernos a los que disputa con inteligencia el monopolio de ciertos autores y para cierto catolicismo remilgado que evita el mestizaje. El Ulises coreano resulta más astuto que ese gigante torpón cuyo único ojo trata de ejercer una persecución panóptica contra quienes se salen del redil. Obviamente, a ese Polifemo progresista y torpón le encantaría que todos fueran borregos domeñables. No es el caso de Han, quien, habilidosamente, practica un modo de escritura straussiano: el esotérico. A buen entendedor pocas palabras bastan (concretamente las que caben en noventa páginas)... Por último, relacionada con la primera crítica, se achaca a Han una supuesta asistematicidad o fragmentación. Su obra, en efecto, está diseminada en más de una treintena de libros breves. ¿Qué sucedería si afirmamos que, muy al contrario de lo que se piensa, la sistematicidad de Han se juega precisamente en la fragmentación? O por decirlo con otras palabras, la obra de Byung-Chul Han se caracteriza por una sistemática de los fragmentos, o mejor, por una «sistematicidad fragmentaria». En el empeño por describir nuestra sociedad e ir paulatinamente acotándola y apellidándola (e incluso cayendo, en ciertas ocasiones, en la trampa de los neologismos), Han está abordando un mismo objeto desde múltiples puntos de vista. El poliedro social es para el surcoreano un reto que aborda en retazos o fragmentos que constituyen un todo. Esa es, creo, su principal aportación.
La pregunta obligada es: ¿por qué iba el Papa Francisco a citar en Dilexit nos (2024) a un autor surcoreano, formado en Alemania, que emplea a autores profanos?
I) La primera respuesta es sencilla: porque era pertinente la referencia a efectos del objeto de la encíclica. Si el Papa Francisco nos conmina a «volver al corazón» es porque en palabras de Han: «El ‘corazón’ oye de una manera no metafórica ‘la silenciosa voz’ del ser». En efecto, vivimos en un mundo superficial, banal, virtual, consumista que ─heideggerianamente─ podemos denunciar como el mundo del «olvido del ser». Este mundo sin corazón, puramente material, racionalista, utilitarista y empírico, que es un mundo que ha desterrado la otredad (y, en consecuencia, lo extraño, lo ajeno, lo mistérico, lo insondable, la profundidad, la hondura), es precisamente el fetiche del pensador coreano. Prácticamente todos los ensayos de Han están directa o indirectamente imbuidos por la preocupación de las consecuencias de ese destierro: Hiperculturalidad (2005), La sociedad del cansancio (2010), La agonía del Eros (2012), En el enjambre (2013), Psicopolítica (2014), La expulsión de lo distinto (2016), etc. Toda la obra de Han está atravesada por esta preocupación, que es una preocupación compartida con el Papa Francisco: el destierro del otro, el narcisismo hipertrófico y consumista y, en definitiva, la ausencia de corazón. Por cierto, conviene recordar que un lúcido Karl Marx supo ver allá por 1844 el origen del descorazonamiento del mundo. En su Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel afirmaba: «La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo». Claramente, este fragmento desprende un fuerte hedor, el de esa extraña religiosidad invertida, esa furibunda fe de los ateos, pero del hedor repugnante y denso brota la fragancia de una verdad inusitada: un mundo sin Dios es un mundo sin corazón.
II) La segunda respuesta es menos evidente. ¿Por qué el Papa no menciona explícitamente el nombre de Byung-Chul Han pese a citarlo en tres ocasiones? Quizá, y esto es tan sólo una conjetura, porque Han no se había declarado católico hasta el pasado año en el transcurso de una conferencia «Sobre la Esperanza» del 13 de abril de 2023 (recopilada junto a dos conferencias más en el libro La tonalidad del pensamiento (2024), de reciente publicación). Y es que esta profesión pública de fe, aunque haya podido descolocar a los más despistados, no ha sorprendido a quienes le venimos siguiendo desde hace años. El haber cursado estudios en Teología por la Universidad de Munich podía ser una pista insuficiente. El hecho de que en su obra Loa a la tierra (2019) afirmara: «Yo nací en el seno de la fe, y en él fui resguardado. Rezaba a diario el rosario»; algo menos. Pero veamos pues qué dijo nuestro autor en la Universidad Católica Portuguesa de Lisboa: «Soy un jardinero. Desde hace tres años practico la jardinería (...) a medida que creaba mi jardín, al que bauticé como el ‘jardín secreto’, me fui volviendo muy religioso, es decir, me fui volviendo devoto. Me he vuelto muy devoto. Me he vuelto muy religioso (...). Como yo mismo soy católico y además de filosofía he estudiado teología católica, me siento especialmente a gusto en este lugar. Aquí tienen el monasterio, el Mosteiro dos Jerónimos. Yo podría haber sido también un monje en este Mosteiro dos Jerónimos, ¿verdad? (...). Discúlpenme, aunque no sea cura siempre estoy predicando. Hoy ustedes no están en una conferencia sobre filosofía, sino en una predicación (...). Aunque al final no me convertí en monje, sino en filósofo, en general llevo una vida monástica (...). Creo que, en último término, tengo más de cura que de filósofo».
Desconozco si el Papa Francisco estaba o no enterado de este auto de fe, pero lo cierto es que la obra de Byung-Chul Han está preñada de intuiciones que ─bajo la hojarasca posmoderna─ podemos denominar católicas. Denme chance y déjenme entrar en detalle en tales intuiciones en una segunda entrega.