“El bien hace poco ruido, y el ruido hace poco bien”
Me llevan a escribir estas líneas tres hechos muy recientes que, por guardar cierta relación, los he unido en el título de este artículo. En pocos días han coincidido: el comentario de un amigo sobre la Segunda sesión del Sínodo de la Sinodalidad, que ahora termina; después, lo que un participante en este Sínodo piensa en qué quedarían unos trabajos sinodales de mirada corta, acudiendo para ello a una metáfora tomada de la tragedia del Titanic; y, finalmente, la petición de numerosos católicos americanos, referente a la Eucaristía, y dirigida a la Conferencia de Obispos de Estados Unidos que se reunirá, en asamblea plenaria, el próximo mes de noviembre. Desde este arranque tripartito, articularé mis reflexiones con una sugerencia conclusiva.
En primer lugar: en una reunión informal hablando de diversas cuestiones, uno de los presentes comentó que este año el Sínodo estaba pasando en silencio. Habituados como nos va acostumbrando el mundo de la información, a relacionar la importancia de unos hechos con su aparición, o no, en los medios, pensé que el mencionado comentario era debido a que en el Sínodo no habían salido temas llamativos de esos que llenan el mundo y tantas veces salpican a la Iglesia y, por tanto, nada que publicar. O bien, que en las mismas reuniones sinodales tampoco habrían surgido temas que, afectando más directa y estrictamente a la doctrina y vida misma de la Iglesia, hubieran suministrado titulares espinosos y, para algunos, de malsano regocijo.
Entre esas cuestiones que, de haberse tratado, habrían aparecido en los medios como “noticias de interés”, cabría suponer una encendida controversia sobre el diaconado femenino, o sobre una presencia más decidida de la mujer en la Iglesia, ahora que se habla tanto de reivindicaciones y de “empoderamientos”; y todo, claro está, presentado con toques de un feminismo mal entendido. Otra cuestión podría haber sido el enfoque moral del Magisterio ante determinados comportamientos en torno a la sexualidad, al colectivo LGBT, etc.; y también en este caso, presentado en las redes como algo que habría de superarse, aduciendo consideraciones ajenas a una sana antropología. Como nada de esto hemos visto en los medios, era razonable el comentario de mi amigo sobre el silencio sinodal. En este sentido me vino a la memoria como suave brisa de paz, aquello de que “el bien hace poco ruido, y el ruido hace poco bien”: un refrán que, en medio del mundo bullanguero en que vivimos, invita a dejar a un lado lo secundario y priorizar lo verdaderamente importante.
Y ahora, al mencionar lo importante, entran ya en escena “las sillas del Titanic”. El dicho inglés “Rearrange the deck chairs on the Titanic”, que se traduciría como “Reordenar las sillas del Titanic”, se usa para indicar que, en momentos críticos y graves, alguien pierde el tiempo si se ocupa de asuntos triviales descuidando lo importante. Ha sido la imagen utilizada por el futuro cardenal inglés T. Radcliffe, durante el Sínodo, a propósito de la situación actual de la Iglesia, comparándola metafóricamente -en el contexto de sus palabras- con la del Titanic y sus sillas de cubierta poco antes de hundirse.
Mencionaba algunas cuestiones que, en su opinión, y en estos momentos difíciles de la vida de la Iglesia habría que abordar; y después de manifestar que “el Sínodo necesita de todas las formas en que amamos y buscamos al Señor, como necesitamos a los buscadores de nuestro tiempo, incluso si no comparten nuestra fe”, concluía: “Ampliamos nuestra imaginación a nuevas formas de ser la casa de Dios, en la que hay lugar para todos. De lo contrario, como decimos en Inglaterra, solo estaremos reordenando las sillas del Titanic.”
Es evidente que entre esas “nuevas formas de ser la casa de Dios” no caben aquellas que -por importantes y modernas que pudieran parecer- comportasen cambios tan sustanciales que comprometieran las raíces mismas de su vida y enseñanzas como Iglesia casa de Dios. En tal supuesto, esos cambios más que ayudar a la salvación del Titanic contribuirían a su naufragio.
Para una mirada de fe, lo más importante que tuvo lugar en aquel transatlántico, días antes de su hundimiento, fue la celebración de la Eucaristía: sí, nada menos que la renovación sacramental del Sacrificio de Cristo en el Calvario, que eso es la Misa. Tres sacerdotes católicos -uno inglés, otro lituano y un tercero alemán-, iban a bordo, y celebraron diariamente la Eucaristía hasta el día del naufragio, en el que ellos mismos perecieron. Algunos testigos de la tragedia señalaron después que los tres sacerdotes ayudaron en el salvamento de los pasajeros y rechazaron el puesto que les fue ofrecido en los botes salvavidas.
Si la Iglesia vive de la Eucaristía y ésta solo es posible gracias al sacerdocio, olvidar o maltratar estos dos pilares esenciales de su vida, entretenidos quizá en otras cuestiones que se nos antojen vitales, eso sí que sería dedicarnos a “reordenar las sillas del Titanic”. Sean bienvenidos a la barca de la Iglesia y estudiados en sus Sínodos, nuevos temas suscitados en su navegar por el mar de la historia; pero sin olvidar en ningún momento lo verdaderamente vital, por importantes que nos parezcan esos otros temas: estudiemos estos sin omitir o desvitalizar aquellos.
Se comprende así lo que decíamos al principio, sobre la petición de numerosos católicos americanos a los Obispos de aquel país, para devolver la centralidad e importancia vital de la Eucaristía en la Iglesia. Una reciente encuesta realizada por la Coalición de Presencia Real (RPC) con casi 16.000 respuestas, muestra la inquietud profunda entre muchos católicos practicantes de Estados Unidos: manifiestan su deseo de una mayor solemnidad y reverencia en la celebración de la Misa, y el anhelo de una renovación litúrgica que lleve a tratar con más piedad y veneración al Señor oculto en la Eucaristía.
Con firme convicción me permito concluir que, si difundimos el amor a Cristo eucarístico e impulsamos su frecuente y piadosa recepción, no habrá peligro de naufragio en nuestra vida personal ni en la nave de la Iglesia; y con seguridad tampoco nos faltarán las luces para abordar y resolver como Dios desea, los problemas que van aflorando en la nave de la Iglesia, a lo largo de su travesía por el mar de la historia.