La trama y el título de “Guerra y paz”, la inmortal novela de Leon Tolstoy, escrita hacia 1869, bien podrían aplicarse a las vicisitudes y anhelos de nuestro siglo XXI, aunque sitúe su trama durante las guerras napoleónicas.
A dos siglos del momento histórico reflejado en la novela de Tolstoy, el Papa Francisco ha vuelto a hablar de guerra y de paz. Lo ha hecho el pasado 6 de octubre, al final del rezo del “Angelus”, con estas palabras: “Mañana habrá pasado un año del ataque terrorista contra la población en Israel, (…). Desde aquel día, Oriente medio se ha sumido en un sufrimiento cada vez más grave, con acciones militares destructivas (…) Hago un llamamiento a la comunidad internacional, para que ponga fin a la espiral de venganza y no se vuelvan a repetir los ataques, (…), que pueden sumir a la región en una guerra aún mayor.”
Francisco concluía ese clamor por la paz y cese de la guerra, con otro llamamiento a la penitencia y a la oración, a través del rezo del Rosario. La misma tarde del 6 de octubre, el Papa dirigía esa plegaria mariana en la Basílica de Santa María la Mayor, pidiendo la "conversión de los corazones que alimentan el odio", y rogando a la Virgen por la fraternidad y la paz: "Madre, intercede por nuestro mundo en peligro, para que custodie la vida y rechace la guerra”.
Pero esas peticiones, y más expresamente a través del Rosario, no son de hoy. Un cristiano debe verlas y vivirlas como el eco incesante de lo que la misma Virgen María ha pedido al mundo, a través de sus directas intervenciones en la historia: concretamente en sus apariciones en Lourdes y en Fátima. No deja de ser llamativo que su primera presencia en Lourdes, en 1858, fuese en el intermedio histórico entre las guerras napoleónicas y la publicación de “Guerra y paz” de Tolstoy. Lo que pidió María, como embajadora del Cielo, fue penitencia y la conversión de los corazones, porque su endurecimiento es fuente de amargura personal y de cuantos males desgarran el mundo, desde el pequeño núcleo de la familia hasta el más amplio de la comunidad internacional.
Bernadette, la vidente de Lourdes contempló a María con un rosario en sus manos, e instintivamente tomó el que ella llevaba en su bolsillo y comenzó a rezar AveMarías; a medida que lo hacía, también la Virgen iba pasando las cuentas del suyo, pero sin mover sus labios. Cabría interpretarlo - luego volveré sobre ello- como un silenciar su protagonismo de Madre para dejárselo todo al hijo: a Jesús, fruto bendito de su vientre, y Salvador del mundo.
Decíamos también Fátima: trascurrido poco más de medio siglo respecto a Lourdes, María vuelve a hacer acto de presencia. En este caso, a través de dos niñas y un muchacho apenas adolescentes, María, como embajadora de Dios, se dirige de nuevo al mundo entero, en mayo de 1917. En plena I Guerra Mundial la humanidad se desangraba y millones de personas perdían sus vidas. El mensaje del Cielo vuelve a ser, sustancialmente el mismo que en Lourdes: la conversión de los corazones y la vuelta a Dios de una humanidad engreída en sí misma, que estaba arrojando a Dios de la historia de los hombres. ¿No se parece todo esto a lo que estamos viviendo en el mundo de hoy, porque hemos expulsado a Dios del espacio público?
En Fátima y más aún que en Lourdes, María reiteró su petición de acudir al rezo del Rosario como arma poderosa y pacífica, para combatir el orgullo de los corazones origen de guerras fratricidas. Anunció el final de la contienda mundial, pero advirtiendo que si no se dejaba de ofender a Dios llegaría otra, como así sucedió en 1939 cuando dio comienzo la II Guerra Mundial. La veracidad del mensaje mariano quedó bien probada con el milagro que María profetizó: tuvo lugar el 13 de octubre de 1917. Se conoce como “el milagro del sol” cuando el astro luminoso “danzó” en el firmamento, y el suceso fue presenciado por muchos miles de personas.
Resta señalar el por qué teológico y espiritual que fundamentan la importancia del Rosario, y su fuerza como arma de paz. Lo haré sucintamente, con algunas ideas de la Carta apostólica “El Rosario de la Virgen María” (16-X-2002), de san Juan Pablo II. La razón esencial de su valor teológico reside en que más allá de su carácter mariano, “es una oración centrada en la cristología”, es decir en la vida misma de Cristo y en su misión redentora. Por tanto, enraizada en el amor infinito de la Trinidad que, con la Encarnación, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios, e hijo también de María, ha redimido a todo el mundo.
Las cuatro partes del Rosario con sus 20 misterios que comprende actualmente, son otros tantos momentos del plan redentor, desde la entrada del Hijo de Dios en nuestra historia al hacerse hombre en el seno de María de Nazaret, hasta la Coronación de esta Mujer excelsa en la gloria del Cielo. De ahí que Juan Pablo II, en el n. 1 de la Carta, escriba: “En la sobriedad de sus partes, (el Rosario) concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor”. Los subrayados figuran en el texto original.
Hablábamos al principio de la ansiada “paz” en el mundo, y del Rosario como arma imprescindible para alcanzarla. Esto es así, porque la fe cristiana enseña y la historia de largos siglos lo confirma, que toda persona -como fruto que es del Amor de Dios y “programada” para responder al amor-, solo podrá lograr su paz y felicidad, y difundirlas a su alrededor, si acoge el amor de Cristo. Por eso, Juan Pablo II escribe casi al final de la mencionada Carta: “El rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y ‘nuestra paz’ (Ef. 2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo -y el rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida” (Carta, n. 40). Terminaré con un suceso del Papa polaco que predicaba con el ejemplo su confianza en el valor del Rosario. Lo refiere Arturo Mari, fotógrafo de varios Papas, en su libro “Arrivederci in Paradiso”, y publicado en un artículo de La Razón, del 4-VII-2007. En febrero de 1990, el ex-Presidente de Italia, Sandro Pertini, agonizaba en un hospital de Roma. En su lecho de muerte pidió: “Llamen a mi amigo”. Se refería a Juan Pablo II quien, al recibir el mensaje, dejó todo y se presentó en el hospital. Vale la pena, aunque la cita sea larga, recoger textualmente el desenlace final, tal como lo refiere Mari:
Juan Pablo II “se encontró con un problema absolutamente inesperado: la mujer de Pertini no quiso dejarle entrar en la habitación. El Santo Padre explicó que le había llamado su amigo en su lecho de muerte. Después, como vio que no había nada que hacer, dijo a la señora Pertini: ‘¿Me permite una silla? Así puedo estar cerca, aun estando fuera’. Ella le respondió: ‘Haga lo que quiera’. Así, el Papa comenzó a rezar delante de la puerta. Rezó el Rosario y parte del Breviario. Al finalizar, dijo: ‘Ahora él está en paz’. Se levantó de la silla y se marchó». Huelga todo comentario, pero dan ganas de preguntar y de saber: “Santo Padre, ¿cómo rezó aquel Rosario, y qué o quién le dio la seguridad para decir: ‘Ahora él está en paz’?”. Que san Juan Pablo II nos ayude a rezarlo como él lo hizo.