Este 13 de agosto se cumplen 90 años de la trágica muerte de Ignacio Sánchez Mejías en el coso de Manzanares. Como impulsor y mecenas de la Generación del 27, algunos de aquellos grandes amigos e intelectuales le dedicaron poemas laudatorios y de duelo.
Entre todos ellos destaca el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, que Federico García Lorca le dedicó y que ha quedado ya como una de las obras cumbre de la poesía castellana. Igual que al decir “las Coplas” nos viene a la mente Jorge Manrique, al decir “el Llanto” se nos viene a la mente Lorca cantando y llorando a su amigo Ignacio.
Si Granaíno se llamaba el toro que mató a Ignacio, granadino fue quien con sus versos supo inmortalizarla. Me gustaría que ambos torearan un último toro al alimón, el uno con su muleta, el otro con sus cuatro elegías. Almas gemelas, que se conocían y comprendían, porque Ignacio había llegado ya entonces a ser un intelectual como Lorca, y Lorca había sabido comprender como pocos el arte del toreo. Por eso ambos murieron trágicamente, como corresponde a los que han sido llamados a dar para siempre testimonio de la Vida con su muerte. También a Federico se le pueden aplicar los últimos versos de su Llanto:
“Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.
Sólo se ve bien desde el corazón y a través de las lágrimas… Y eso fue lo que nos dejó Federico con este poema: su corazón y sus lágrimas. Nos dejó un lugar teológico desde el que poder contemplar aquel acontecimiento luctuoso que, por ser cristiano, superó el tiempo pero tuvo su hora.
La cogida y la muerte
“A las cinco de la tarde”, va repitiendo el poema. Porque cada hombre tiene su hora, como Dios tiene su eternidad. Y el poema juega con ese simbolismo. Dios tiene previsto ese momento en que tiempo y eternidad se encuentran, orientando hacia ese punto de fuga todos los demás momentos. No es ya el fas y el nefas; no es el destino ni el karma... ¡Estamos pisando tierra cristiana! Es la hora humana de la Providencia eterna. La hora de Cristo fueron las tres de la tarde; la de Ignacio las cinco. Y fueron las tres, o las cinco, en todos los relojes: los que comprenden y los que no, los que aman y los que odian, los creyentes y los ateos… Es el reloj que marca la hora del encuentro definitivo.
Situada la hora y ajustadas a ella las manillas de la Vida, a partir de ahí todo lo demás va a remolque, no es sino un mero corolario, encadenamiento encabalgado de sucesos de lo que ya estaba anunciado desde siempre:
“Un niño trajo la blanca sábana…
Una espuerta de cal ya prevenida…
Lo demás era muerte y sólo muerte…
El viento se llevó los algodones…
Y el óxido sembró cristal y níquel…
Ya luchan la paloma y el leopardo…
Y un muslo con un asta desolada…
Comenzaron los sones del bordón…
Las campanas de arsénico y el humo…
En las esquinas grupos de silencio…
¡Y el toro solo corazón arriba!...
Cuando el sudor de nieve fue llegando…
cuando la plaza se cubrió de yodo…
la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde…
A las cinco en punto de la tarde.
Un ataúd con ruedas es la cama…
Huesos y flautas suenan en su oído…
El toro ya mugía por su frente…
El cuarto se irisaba de agonía…
A lo lejos ya viene la gangrena…
Trompa de lirio por las verdes ingles…
Las heridas quemaban como soles…
y el gentío rompía las ventanas…
A las cinco de la tarde.
¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!
Se va repitiendo el verso con su triste cadencia: “A las cinco de la tarde”. Comienza martilleando los oídos y poco a poco martillea el espíritu hasta sentir la presencia de la nada. Se pueden escuchar las campanas de la iglesia llamando a Misa de difuntos; cadenciosamente. El poeta desea situarnos ante ese acontecimiento que, cuando se es sabio y prudente, no debemos perder jamás de vista: la presencia en sombra de la muerte. Como Mañara pidió a Valdés Leal pintar las postrimerías en la entrada de san Jorge, y nos dejó luego escrito su impresionante Discurso de la Verdad, así Lorca. Son hijos de la misma Madre Tierra Andaluza, donde la Fiesta va unida a lo trágico en el toreo, el llanto se hace canto en el flamenco, y la alegría rezuma ante un Cristo crucificado que te mira lleno de misericordia.
Ya la muerte no es motivo de temor, pues se ha convertido en camino. Es nuestra condición natural. Como el toro bravo, el ser humano ha sido también un predilecto de Dios, marcado a su imagen. Qué bien lo entendió otro de aquellos poetas de su generación, alma gemela de Federico e Ignacio, Miguel Hernández:
Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado…
De nuevo el hombre y ese Dios que llevamos puesto. De nuevo Cristo, con su costado abierto, derramando sangre y agua, nacido para morir y muerto para darnos la Vida con su sangre.
La sangre derramada
En un reciente ensayo sobre Tauromaquia que se acaba de publicar (Ecologie tragique), Fabrice Hadjadj, uno de los mayores intelectuales de nuestro tiempo, explica cómo las corridas de toros son tan indefendibles como irresistibles. Indefendibles porque no necesitan ser defendidas sino comprendidas; irresistibles porque, como decía Sánchez Mejías, la Tauromaquia es “el símbolo total de la existencia humana”. Justo eso mismo decía Victor Barrio, aquel torero que falleció a los 29 años por una cornada en la plaza de toros de Teruel hace ahora ocho años. Más que defenderla, la Tauromaquia hay que enseñarla. Y enseñar la Tauromaquia es enseñar la presencia de la muerte, es enseñar y contemplar la sangre derramada.
¿Y si esa sangre es la vida de alguien a quien tanto queremos, como era el caso de Federico e Ignacio? ¿Quién podrá tener la valentía de una Virgen Dolorosa, que no se limita a verla sino que la recoge toda en su seno con el deseo de devolverle la vida por segunda vez? ¿Quién podrá tener un alma tan sacerdotal que sea cáliz digno de tal ofrenda y que sepa mostrarla al mundo? ¿Quién no retiraría la vista? Por eso reacciona Lorca con ese primer e inevitable movimiento de rebeldía y aceptación.
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
No
¡Que no quiero verla!
La sangre de Ignacio, como la de Cristo, muchos prefieren no mirarla. A unos porque les parece locura; a otros porque les escandaliza; a todos ellos porque no comprenden. Mientras que a un cristiano esa sangre le resulta familiar porque han escuchado tantas veces: “Tomad y bebed, porque esta es mi sangre, derramada por vosotros y por muchos…”. Aquella sangre humana de Ignacio es símbolo e imagen de esta Divina Sangre. Son la consecuencia de la entrega de un solo hombre por muchos.
Como afirmaba Andrés Amorós en un libro que escribió precisamente sobre el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, el poema de Lorca nos sitúa en un plano que transfigura lo real. Los versos del poeta no están sólo describiendo lo que allí sucedió, como lo describía por ejemplo, incrédulo y asombrado, uno de los toreros que compartió cartel con Sánchez Mejías ese día, Alfredo Corrochano: «¡Un charco de sangre como... un caballo!», repetía obsesivamente el matador ya anciano. No. Lorca no describe, sino que sublima. Sublima, y eleva… y por eso mismo comprende.
Por eso también afirmaba el propio García Lorca que “los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo”. Aquellos grandes escritores e intelectuales que tanto entonces como ahora cultivaban y cultivan su amor a la Tauromaquia, entendían la cultura y lo culto como aquello que hace que seamos lo que somos, aquello que nos comprende. Son la sangre que da vida y que acaba derramándose sobre el coso del mundo. La cultura no necesitaba ni necesita ministerios; le basta el misterio. Ahí se encuentra, nos dice Lorca, la tragedia del encuentro del toro bravo con el hombre, que invierte el dinamismo de violencia que ni la tragedia griega ni los mitos orientales pudieron invertir, pues aún se movían en ese plano pagano (destino? Karma? … ¡Incomprensión!).
La sangre derramada como la de Ignacio no debía ni debe ser defendida; basta transmitirla. Surgió y surge del pueblo, de un pueblo sencillo y culto. Tiene raíces, porque crece sobre el paradigma de la agricultura, del campo; de la dehesa y del toro. Como todas las culturas, cultivadas como se cultiva la tierra. La sabiduría del campo comprende y ama la Tauromaquia. Las ideologías animalistas no surgen del campo que se rotura, sino de paisajes que genera la inteligencia artificial. La pantalla no se puede ensangrentar. La sangre del toro y del torero se sienten y se mezclan sobre la arena.
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!
De ahí, del campo, salió la Tauromaquia, “aquella fiesta brava del vivir y del morir”, dirá Blas de Otero. Con audacia violenta, el Llanto nos pone delante de la muerte, ese acontecimiento incomprensible que nos ayuda a comprender la vida. Eso sí, cuando se comprende a la luz de la muerte de Cristo, de Cristo que sube al Calvario con su Cruz a cuestas:
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza…
Como comenta Romero de Solís, y es patente por estos versos, Lorca muestra en Ignacio “una inquietante y misteriosa, pero fértil, identificación con Cristo”. Aquella vuelta a los cosos de Ignacio Sánchez Mejías, con más de 40 años y ya avejentado… no era necesaria. Pero, ¿Acaso está hecho el amor de lo necesario? ¿No es acaso un don, una entrega? Así la de Cristo; así la de Ignacio. Con la ayuda del Llanto, podemos trasladarnos de nuevo a aquella plaza de Manzanares y sentir, como cada vez que muere un torero en la plaza, un gesto significativo de grandeza. De esa grandeza que es distintivo de todo lo cristiano, grandeza que rezumaba por todos los poros de Ignacio.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Cuando otro gran Ignacio, san Ignacio de Antioquía, se dirigía hacia Roma para morir en el Circo destrozado por las fieras como tantos y tantos cristianos, escribía a los hermanos creyentes que le esperaban en Roma y les pedía que le dejaran ir al Padre y entregar su sangre por Cristo. Y les exhortaba a que ellos también comprendieran qué era lo que Dios les pedía a los cristianos en tiempos de persecución, como eran los suyos y son ahora los nuestros: grandeza. Grandeza… Grandeza es lo que logra Lorca dejar en el corazón al llorar la muerte de Ignacio. No aires de grandeza, sino Grandeza en el aire. Y quien sepa comprender la grandeza que posee alguien capaz de entregar su vida por amor a los demás, comprenderá el sentido de la entrega de ambos Ignacios.
Y comprenderá de paso por qué es la Eucaristía la fuente y el culmen de la vida de la Iglesia y de cada cristiano. Porque en la Eucaristía, está Dios presente con su propio cuerpo. La mayor grandeza en la más frágil presencia.
Cuerpo presente
La tercera elegía del Llanto tal vez sea la menos conocida de las cuatro. Pero en mi opinión es la parte esencial. Con reminiscencias de la Elegía a Ramón Sijé, Lorca se detiene en el cuerpo muerto de su amigo, en la losa que le separa y le une, y en el deseo de que aquel que ya está muerto logre el camino de salida que se nos ha prometido, y que llevamos como recuerdo en el corazón. “Hay un más allá”, “nos volveremos a ver”… nos dice la contemplación del cadáver de alguien a quien hayamos querido o que nos ha querido mucho. Ese es también uno de los mensajes fundamentales de la Tauromaquia: respetar la muerte, pero amar con pasión la Vida.
La vida de Ignacio Sánchez Mejías fue una vida de enorme pasión e intensidad. Y “el fundamento de su desatado vivir fue el toreo” (decía Cossío). La vida, para él como para cualquier cristiano, trasciende todo lo de aquí abajo, y sólo se puede describir con lenguaje poético. Como bien decía Unamuno, “la Tauromaquia es, de todas las bellas artes, la más ortodoxa, pues es la que mejor prepara al alma para la debida contemplación de las grandes verdades eternas de ultratumba. Es al fin, un espectáculo de muerte". Anuncia la muerte, tanto como proclama la Resurrección. Lo mismo que decimos cuando el cuerpo de Cristo se acaba de hacer presente sobre la losa del altar.
“La vida es sombra, y el toreo sueño”. Con ese verso tan impresionante termina Gerardo Diego su poemario taurino, “La suerte y la muerte”. La única palabra que no sale en ese verso que lo dice todo es curiosamente la más presente: la muerte. Porque la muerte -sabemos como cristianos- ya ha sido vencida. Nada importan esas piedras que tapan los cadáveres. Desde que la piedra del sepulcro de Jesús se removió aquel primer domingo, todas las piedras de los sepulcros se removerán hasta el fin de los tiempos. Esa es nuestra Fe y nuestra Esperanza. Y eso es lo que implora Lorca con estas estrofas que comienzan duras y frías, y que son rematadas con una lenta media verónica que deja libre paso a la Vida.
Aun comprendiendo que no estoy respetando la armonía de sus versos, quiero ahora leerlos como divididos en tres momentos. Los tres tiempos de un mismo movimiento: la piedra, el corazón (el aire y el Amor, ¿Qué dicen?), y el alma (que no puede morir, como no puede morir el mar).
La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.
Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.
Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.
Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.
Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se calienta en la cumbre de las ganaderías.
¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.
Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos:
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.
Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.
Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.
Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.
No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!
Alma ausente
En 1934, Ignacio se había ya retirado de los toros hacía siete años, en aquella famosa corrida en Pontevedra en la que otro amigo suyo poeta, Rafael Alberti, salió como banderillero (aunque no llegara aquel día a salir del burladero). Ignacio, hombre polifacético, quería dedicarse a la literatura. Así lo había decidido en su corazón hacía un tiempo. Había ya escrito algunas obras y otras que tenía en mente. Tenía un enorme talento y proyección.
Al morir su cuñado Joselito ya decidió retirarse, más bien por las circunstancias por las que pasaba. Volvió… y ahora de nuevo, en 1927, decide retirarse en principio ya para siempre. No sentía el afecto del pueblo sino más bien una exigencia que le superaba, mientras que sí que se sentía –y lo era realmente- un intelectual de la época. ¿No fue él de hecho –por más que le pese a algunos- el principal impulsor de aquel grupo que se encontraba en el Ateneo de Sevilla para conmemorar a Góngora, y que dio inicio a esa llamada Generación del 27?
Ignacio volvió. Para sorpresa de todos. Volvió porque sabía que sólo podía morir como Joselito, que siempre fue su referente. En aquella famosa foto de Campúa tomada en la enfermería de Talavera el 20 de mayo de 1920, en la que Ignacio posa su mano diestra en la cabeza de Joselito y con su izquierda trata de sujetar su desconsuelo, se intuye lo que está pensando y le está prometiendo casi como una ofrenda: “también yo he de morir así”. Como Francisco de Borja ante Isabel de Portugal, como Mañara ante su esposa Jerónima… Ignacio comprendió probablemente cuál debía ser también su vida y su final. Como cualquier hombre sensible que es capaz de mirar a los ojos a nuestra hermana la muerte. Eso que nos enseñan los toreros precisamente con su entrega cada tarde de toros.
Y lo que frustró a Belmonte –no morir en la plaza- elevó a Ignacio a la categoría de héroe.
En una entrevista que Ignacio concede al Caballero Audaz poco antes de su muerte, le dice el maestro: “Vivir…, es decir, resucitar. Porque el torero no tiene más verdadera vida que la del peligro. Cuando uno se retira, se muere. El torero no tiene más peligro que el de dejar de existir y su muerte no está en la plaza sino en su casa”. Aquí está todo. Ignacio vuelve a torear, porque tenía que morir, porque quería resucitar.
Siempre lo comprendió. Mucho más allá que todos aquellos intelectuales amigos suyos. Él mismo ya era uno de ellos, y lo hubiera sido mucho más. ¿Para qué volver, y en esas condiciones, si probablemente te espera la muerte? Pero su modo de pensar era distinto: ¿Cómo no volver si sólo soy capaz de comprender la Vida a través de la muerte? Por eso necesitó volver. Porque sentía el alma ausente.
No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.
No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.
Terminamos. Aprovechando la estancia de ambos amigos en Nueva York, Lorca animó a Sánchez Mejías a dar una conferencia en la prestigiosa Universidad de Columbia para ayudar a comprender a aquel público joven y entusiasta pero muy alejado de las raíces de donde surge la Tauromaquia, el profundo sentido y misterio de la Fiesta. Estamos en 1929, cinco años antes de la tragedia de Manzanares. Las palabras que pronunció ante aquellos espíritus vírgenes de prejuicios, pronunciadas por ese personaje llegado de ultramar, torero e intelectual, Maestro y Profesor, entusiasmaron a muchos por más que fueran pocos los que lograran comprender el alcance de sus palabras. “El toreo no es una crueldad sino un milagro. Es la representación dramática del triunfo de la Vida sobre la Muerte, y aunque algunas veces, tal como en la tragedia griega, mueran el toro o el hombre, el contenido artístico de la lidia brilla sobre el instante y perdura por los siglos”. El 13 de agosto de 1934 sus palabras cobrarían ya para siempre ese sentido profundo y misterioso. Faltaba que alguien lo vistiera poéticamente con un traje de luces de versos de seda y metáforas de oro. El sastre fue Federico García Lorca.
A pesar de las dificultades de comprensión que poseen estas cuatro elegías que componen el poema de Lorca, la grandeza de sus versos llenó de contenido artístico aquel momento trágico. Y el Llanto logró transfigurar aquel suceso luctuoso de un día del calendario en un acto heroico que ya perdurará para siempre. No será ya “otro torero que muere en la arena”, sino “un artista que se ha disfrazado de torero para morir” (García Barquero).
Porque Sánchez Mejías era torero y artista, hombre de campo e intelectual. Era todo eso y mucho más. Toda la generación del 27 lo sabía y procuró elogiarlo, pero nadie como Federico supo dar a aquel momento el ropaje adecuado.
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Antonio Schlatter Navarro
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