Hablamos, pero nos limitamos a la función pragmática y utilitarista de la comunicación: exigencias, peticiones, avisos, dar el parte. Y así se pierden oportunidades de enriquecimiento mutuo, de construcción de vínculos y de acompañamiento en el proceso de madurez de los más jóvenes
«Haz el favor de recoger tu cuarto antes de cenar», «¿Me das dinero para el taxi?», «¿Ya has hecho la tarea?», «Hoy no como aquí», «Si vuelves tarde a casa, el finde que viene no sales», «¿Puedo quedarme a dormir en casa de Inés?», «Ayuda a tu hermano a poner la mesa», «¿Me firmas este justificante para el cole?», «Otro suspenso y peligran tus vacaciones», «Se me han roto las zapatillas de deporte».
Las conversaciones entre padres e hijos a veces se parecen más a un monólogo que a un diálogo. Hablamos, pero nos limitamos a la función pragmática y utilitarista de la comunicación: exigencias, peticiones, avisos, dar el parte. Y así se pierden oportunidades de enriquecimiento mutuo, de construcción de vínculos y de acompañamiento en el proceso de madurez de los más jóvenes.
Los progenitores, además, contemplan con asombro cómo esos chavales que en casa no son capaces de enlazar dos frases seguidas se explayan durante horas con sus amigos. La justificación es sencilla: con los amigos se comparten intereses, gustos, planes, por lo que es habitual el acuerdo y muy raro el conflicto. Se trata de un diálogo que les hace sentirse bien. En cambio, en las familias, la rutina, la excesiva confianza, la susceptibilidad y las rencillas surgidas de muchos pequeños roces durante años de convivencia llevan más fácilmente a sus miembros a evitar escucharse e incluso a hablar de modo negativo e hiriente.
El diálogo —con uno mismo y con los demás— es clave para la felicidad, porque las personas anhelamos que nos quieran y para lograrlo es vital comunicarse. Con las palabras conocemos y nos damos a conocer. Para alcanzar ese diálogo necesitamos un ámbito donde nos escuchen con interés y nos digan lo bueno y lo malo —aunque sepan que puede doler—; un lugar en el que mostrarnos como somos, con nuestra vulnerabilidad, sin miedo a que nos fallen. Este espacio protegido de amor incondicional, escucha y sinceridad es la familia. En un ambiente así resulta sencillo aprender a respetar las opiniones distintas, crecer en empatía y optimismo, ser leales y discretos con lo que los otros nos confían.
Es cierto que estas características conforman una situación ideal, pero no irrealizable. Hay que activar las alertas frente a los enemigos que atacan el diálogo familiar: el desinterés y la falta de escucha atenta, la ausencia de cariño y de admiración, el egocentrismo y la incapacidad para perdonar. Otro escollo con el que jóvenes y no tan jóvenes se topan habitualmente es la carencia de diálogo interior: muchas personas poseen un conocimiento superficial de sí mismos porque, en su interior, solo dialogan sobre aquello que les agrada, sin profundizar en los anhelos más hondos, por miedo a descubrir —y sufrir por ello— que no son quienes desearían ser.
La comunicación muere pronto si a la pregunta «¿Qué tal el día?» la respuesta es «Bien», y no somos capaces de repreguntar y alimentar el diálogo. Para desatascar estas situaciones resulta especialmente útil cambiar el tipo de preguntas y apostar por «¿Te sientes contento?», «¿Cómo te ha afectado esta situación?», «¿Te ha enfadado mucho tal hecho?» … Y, después, estar dispuesto a escuchar lo que venga. La meta no es un monólogo polifónico, en el que cada cual cuenta lo suyo, generalmente sin prestar atención a lo del otro. La verdadera escucha implica dar una retroalimentación, con cariño y respeto, a lo que estamos oyendo, para que quien hable constate que le están escuchando sin distorsiones, críticas o falsas interpretaciones. Esta conducta estimula la comunicación sincera y profunda y va enseñando a los niños y a los jóvenes a emplear palabras para expresar los afectos, algo que, a su vez, les ayudará en su diálogo interior.
La habilidad de nombrar lo que sienten, poner a dialogar la cabeza y el corazón, descubrir y expresar sus motivaciones y auto-conocerse, unida a un diálogo familiar en el que priman la confianza y la incondicionalidad son los ingredientes necesarios para que nuestros hijos lleguen a ser emocionalmente independientes, más tolerantes ante los sufrimientos cotidianos y establecer diálogos de calidad también con sus padres y con los demás.