Corremos el peligro, muy actual, de pensar que todo nos tiene que ir bien, que el derecho de ser felices está asegurado
Recuerdo haber vivido alguna tormenta en medio de la montaña. El desamparo es total, ningún lugar donde cobijarse, ningún refugio. Gran sensación de impotencia. Todas las fuerzas de la naturaleza desatadas. A un compañero le atravesó un rayo y, milagrosamente, no sufrió más que unas quemaduras.
En la literatura aparecen los dragones que, por ser seres fantásticos, nos aterran todavía más. En las antiguas cartas de navegación, sobre las zonas inexploradas y peligrosas, aparecía su imagen y decía: Hic sunt dracones. En la película de Roland Joffé Encontrarás dragones, la niñera de los Escrivá, conversa con Josemaría y Manolo: “Tendréis que enfrentaros a toda clase de dragones. –Me da mucho miedo. –No tengas miedo, Manolo. –¿Cuántos dragones hay, Abylesa? – Muchos, Josemaría, pero lo que importa es cómo te enfrentas a ellos: ya lo verás”.
Todos nos enfrentamos a tormentas, desastres, miedos. Todos tenemos que luchar contra los dragones que llevamos dentro: “Nuestros peores enemigos están en nuestro interior” decía Cervantes. Complejos, culpas, traumas, cobardías, traiciones y mentiras. Junto al buen trigo, aparece la semilla de la cizaña, ¿cuál dejo que crezca en mi interior? Sería triste que dejáramos crecer la de la envidia, la del rencor. Comenta Manolo en la película, tras la muerte de su padre: “Una semilla de envidia comenzó a crecer en mí. En el corazón de un niño se plantan muchas semillas: nunca se sabe cuál crecerá”.
¿Conocemos nuestros miedos, fobias, los dragones que hay en nuestro interior? ¿Qué hago con ellos? Corremos el peligro, muy actual, de pensar que todo nos tiene que ir bien, que el derecho de ser felices está asegurado. Que la felicidad, el triunfo y el poder son innatos, merecidos. Cuando vemos que no es así, que hay rayos y truenos, frío y lluvia, días sin sol, nos hundimos y amargamos.
No importan los dragones que nos acechen, lo que importa es saber enfrentarnos a ellos. Leemos en el Evangelio: “Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?". Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio, enmudece!". El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: "¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”.
Aunque la actitud de los doce no deja de ser apocada, cobarde, saben a quién acudir y lo hacen. Despiertan al maestro y, con reprimenda incluida, son testigos de la fuerza de Dios que calma los vientos. ¡Qué distintos son los problemas, las dificultades, los peligros, para quien se sabe en las manos de Dios!
Hay que saber dar cauce a nuestras preocupaciones, compartirlas, pedir ayuda y consejo. Sacarlas afuera. Tenemos miedo a no ser aceptados, a ofrecer una imagen débil; el pensar que, si conocen nuestras imperfecciones, dejarán de querernos y valorarnos. Así damos la imagen falsa de ser guais, nos calzamos la sonrisa de plástico y vamos de duros. Mentimos y nos mentimos. Hay que perder el recelo de ser normales, humanos, con éxitos y fracasos, con aciertos y fallos, con virtudes y pecados.
El sacar afuera los dragones, el compartir con la persona amada, con el amigo nuestros miedos y paranoias alivia mucho. Ayuda a que nos conozcan cómo somos, a que nos comprendan y puedan ayudarnos. Es mucho mejor que nos quieran con defectos incluidos, a que se enamoren de una entelequia, de una quimera que no existe. Podemos cuidar la imagen, pero sin desfigurarla. Siempre lo real es mucho mejor que lo ideal, aunque parezca lo contrario.
La travesía que cuenta el Evangelio es la vida misma. El mar es mi corazón, mi familia, mi trabajo, unas veces en calma y otras agitado. Escenarios en los que se pueden levantar grandes tempestades. Pero, como relata la escena que contemplamos, no estamos solos. Parte de la vanidad actual está en reforzar el individualismo, en hacernos pensar que somos el centro, lo importante, casi lo único. No vemos oportuno pedir consejo, ayuda. Actuamos como dioses autosuficientes. Pero somos seres relacionales, nos necesitamos, nos complementamos y podemos ayudarnos. Dios está con nosotros y nos cuida.
Enfrentemos los problemas, las tormentas y los dragones interiores y exteriores con confianza, con la certeza de que Dios puede más: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre. ¡Solo Él tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!” Estas palabras emblemáticas de san Juan Pablo II nos pueden ayudar.