Esta sociedad, reacia al afecto materno y al autosacrificio por los descendientes, es disfuncional y, si no reaccionamos, desaparecerá
René Girard interpreta uno de los episodios más angustiosos del Antiguo Testamento: el sacrificio de Isaac. Para el filósofo francés, la paralización del brazo de Abraham por Dios, evitando el fatídico desenlace, contiene simbólicamente una expresión implícita del deseo de acabar para siempre con la violencia sacrificial contra los hijos; el reconocimiento de su vida como algo sagrado, inviolable y digno de protección.
Hoy, 40 siglos más tarde, el reconocimiento del aborto como un derecho nos devuelve a la noche más oscura de los tiempos, a los ritos arcaicos paganos, a la forma de crueldad humana más explícita, esta vez, soportada por el derecho. Pero, si es atroz la muerte del inocente, más lo es la de la conciencia moral occidental. Desacralizada la vida, caemos en la idolatría del yo. El hijo se nos figura como un obstáculo a la realización personal y profesional; sacrifico la vida del hijo para tener yo una vida mejor. Mi libertad. Pero la libertad sin vínculos es una forma inédita de esclavitud: esclava de mi yo autorreferencial, de mis deseos e impulsos.
La liberación femenina nos ha llevado a nuestra propia destrucción. Hemos pasado de ser dadoras de vida a trampa mortal. Y mantienen que el aborto es un privilegio, cuando realmente es violencia extrema contra la mujer. Con un lenguaje manipulador, hablan de «salud reproductiva», cuando estamos ante un problema de salud mental y espiritual: el aborto extirpa al hijo de tu cuerpo pero queda instalado de por vida en tu mente; como una huella indeleble, una fractura irreversible en el corazón de la feminidad, una bomba retardada de culpabilidad que acabará por explotar, porque estamos hechas para traer vida al mundo, no muerte.
Hemos experimentado una mutación antropológica y la mujer ha sido desnaturalizada. Mediante una obra de ingeniería social y legal, se nos ha extirpado esa huella materna ineludible que llevamos impresa en nuestro ser por tener capacidad para traer vida al mundo; seamos madres en acto o no. Alegan que es el motivo de nuestra opresión, una debilidad, la tiranía de la procreación. Pero, al eliminar esa parte de la esencia femenina, nos incapacitan para mostrar ternura; maternizar el mundo; desarrollar el genio femenino y la ética del cuidado, que es, además, perfectamente compatible con nuestro desarrollo profesional y personal. Porque nada te prepara para ser madre, pero ser madre te prepara para todo.
Hemos socavado las raíces de nuestra civilización occidental al perder la racionalidad, que está en la esencia del ser humano y que nos conmina a actuar bajo máximas que pueden convertirse en ley universal. La razón tan explícitamente exaltada por los griegos para el control de los impulsos. Al dar rienda suelta a los impulsos nos deshumanizamos, nos animalizamos. Hemos sublimado los deseos hasta el punto de que «mi deseo es ley»; lo que nos legitima para deshacernos del hijo «no deseado». Pero los hijos no deberían ser deseados, sino acogidos, como vengan; con todos sus defectos, carencias e imperfecciones, manifestaciones de originalidad y de la vida que nos humanizan. Y cuando vengan, como un don, un regalo inédito, alteridad, trascendencia en su más pura inmanencia. Sin razón, perdemos la capacidad de amar, porque el amor, al margen de los sentimientos, es precisamente pensar en el otro antes que en uno mismo. Nos volvemos hedonistas; confundimos bien con placer. Y utilitaristas, también en la relación maternofilial; esto hace que el fantasma de apropiación de la vida sobrevuele sobre la mujer.
Hemos perdido también la trascendencia, el respeto por lo sagrado. No solo las creencias o la práctica religiosa, sino las tradiciones, ritos y costumbres capaces de transformar una casa en un hogar; un país en una patria; Europa en una familia humana. Capaces de unir las generaciones pasadas con las futuras. Que nos permiten ser respetuosos y agradecidos con nuestros ancestros y solidarios con los descendientes. Que nos conceden arraigo, sentido de pertenencia y una identidad estabilizante. Onfray señala que la potencia de una civilización se mide por la potencia de la religión que la legitima. Si esta decae, la civilización decae con ella; si desaparece, la civilización desparece también. Y Brague nos recuerda que basta una generación para acabar con la civilización occidental.
Esta sociedad, reacia al afecto materno y al autosacrificio por los descendientes, es disfuncional y, si no reaccionamos, desaparecerá. Por eso, es urgente volver a ser humanos, abrirnos a la amplitud de la razón y a la plenitud del amor. Eso es precisamente la maternidad: la donación de nuestro cuerpo por amor, para que sea habitado por una alteridad que nos trasciende. Pues es precisamente la natalidad la que salvará al mundo, como decía Arendt; la llegada de hombres nuevos capaces de comenzar de cero. Esa criatura indefensa que llega al mundo, mezcla de necesidad y libertad, encierra en sí un inmenso potencial transformador de la faz del mundo. Es el regreso del hombre primitivo, de un pequeño salvaje que vuelve desde el alba de los tiempos a regalarnos un nuevo comienzo. Por eso, hay que ser progenitores en el fin de los tiempos, cuanto más apocalíptico se vuelve el mundo más sentido tiene dar la vida a un mortal; porque mi hijo no viene como uno más entre los demás, sino como una renovación del mundo.