La alianza es vertical. De arriba abajo. La hace Dios con sus hijos, de acuerdo al derecho divino, que convierte la unión de los esposos en un símbolo de la unión de Cristo con su Iglesia
Si hay una institución absolutamente necesaria para el funcionamiento de la sociedad, esa es el matrimonio. Y si hay una institución en caída libre desde hace décadas, esa es, también y por desgracia, el matrimonio. A base de manipularlo sin piedad, a costa de alterar su propia naturaleza y so capa de respeto a la libertad sexual y al pluralismo social, poco nos queda de lo que multisecularmente el ser humano ha llamado matrimonio. Primero le arrebatamos su consideración de fundamento de la familia; luego, su finalidad de formar una comunidad estable de amor ─dos de cada tres matrimonios se divorcian en España─; después, su conexión con la procreación, la nota de heterosexualidad, hasta resultar, en el momento presente, muy difícil, por no decir imposible, llegar a una definición descriptiva de lo que es el matrimonio.
Esta desacreditación del matrimonio, en general, ha arrastrado sin duda al matrimonio canónico, que se halla en vía de extinción. Según los estudios del Instituto Nacional de Estadística, las bodas católicas han descendido en España un 83% en los últimos veinticinco años. Este es el dato: de los 194.084 matrimonios que se celebraron en 1996 en España, 148.947 se celebraron en el seno de la Iglesia católica (76,7%). En 2021, en cambio, solo cinco lustros después, de las 148.588 bodas que se celebraron en España, solo 24.957 fueron de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia (un 16,8%).
Un buen amigo mío rabino, profesor en los Estados Unidos, me comentaba recientemente sobre el caso de este gran país. Los católicos, me decía, prohibís el divorcio, pero lo cierto es que las estadísticas confirman que no hay prácticamente diferencia entre los divorcios católicos y no católicos. Nosotros, en cambio, concluía victorioso, hemos logrado que nuestro matrimonio religioso sea más estable que el vuestro y que el matrimonio civil.
Ante esta compleja situación, la Iglesia católica ha reaccionado ofreciendo una gran variedad de cursos de formación matrimonial, muchos de ellos muy cualificados. Pero no ha sido suficiente. En mi opinión, la Iglesia ha de emprender una estrategia de fondo, a largo plazo, que le lleve a revitalizar el matrimonio canónico con todas sus consecuencias. Y un buen comienzo podría consistir en desmarcarse de cualquier relación con el matrimonio civil e incluso abandonar paulatinamente la manoseada palabra matrimonio, para sustituirla por la preciosa expresión alianza conyugal sacramental. No se trata solo de un cambio de look oportunista sino de contribuir a una auténtica transformación social sobre la percepción del matrimonio canónico en nuestra sociedad. Por lo demás, esto es lo que hacen los papas al ser elegidos: cambiar de nombre. Borrón y cuenta nueva.
La expresión alianza conyugal es mucho más rica y profunda, sagrada y noble, que la expresión contrato matrimonial, de la que todavía no han podido escaparse los canonistas, por más que el Catecismo de la Iglesia católica la haya abandonado. La alianza es vertical. De arriba abajo. La hace Dios con sus hijos, de acuerdo al derecho divino, que convierte la unión de los esposos en un símbolo de la unión de Cristo con su Iglesia. La palabra contrato, en cambio, es más pobre y mercantilista, menos litúrgica, pues no deja de ser horizontal, entre partes iguales, por más que el derecho canónico la haya elevado, sacramentalizado, divinizado, en este supuesto concreto del matrimonio.
Por otra parte, la propia palabra matrimonio, desde el punto de vista etimológico, tiene una connotación machista. El matrimonio es el oficio de la madre (matris-monium), como el patrimonio es el oficio del padre (patris-monium), el testimonio es el oficio del testigo (testis-monium), o el vadimonio el oficio del fiador (vadis-monium). Esta separación social de funciones entre el oficio de la madre que cuida de los hijos y el del padre que vela por los negocios ha sido, gracias a Dios, completamente superada en nuestros días. Otro motivo para denigrar el nombre de matrimonio.
Una vez transformado el matrimonio canónico en alianza conyugal sacramental, la Iglesia, como parte de esta nueva pastoral de choque, solo debería llamar a esta alianza a aquellas personas que realmente estén plenamente dispuestas a vivir esta unión de los esposos entre sí y con Dios de por vida y abierta a la vida, conforme a unas leyes divinas no negociables, que poco o nada se parecen a lo que actualmente llamamos enlace civil.
Al cabo de unos años, esta alianza conyugal sacramental adquirirá un enorme prestigio entre los bautizados y la sociedad entera, y acabará convirtiéndose en el mejor modo de vivir conyugalmente en este mundo, por sus visibles resultados de felicidad, generosidad, unidad, paz familiar y apertura a la vida. A aquellos católicos que no se encuentren preparados para convivir conforme a esta sagrada alianza, la Iglesia, como madre que es, podría otorgarles una bendición matrimonial especial, que dé comienzo a una fase de formación humana y espiritual para la recepción del sacramento de la alianza conyugal.
Naturalmente, esta propuesta que ofrezco exigiría un cambio profundo de todo el derecho matrimonial canónico y de los principios jurídicos que lo animan, extraídos, en su mayoría (consentimiento, capacidad, convalidación, forma) del derecho contractual secular. Ya no se trataría, como hasta ahora, de sacramentalizar lo contractual, operando de abajo arriba, es decir, yendo de lo jurídico a lo sacramental, sino más bien de arriba abajo, moviéndonos de lo sacramental a lo jurídico.
La mayoría de los conflictos entre esposos generados en la vivencia de la alianza se resolverían no ante tribunales canónicos, sino mediante una justicia restaurativa, no adversarial, facilitando el perdón, sanando heridas, procurando la misericordia, y no solo aplicando una justicia contractual. Todo un cambio de paradigma. Eso sí que comienza con un cambio de nombre.