De algún modo anhelamos la perfección celestial, la felicidad eterna, el cielo, buscándola en la tierra
Tomás Moro se planteó la existencia de Utopía -el país idílico- en su Librillo verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía. Etimológicamente, utopía puede proceder del griego outopia (no lugar, como, de hecho, lo tradujo Francisco de Quevedo). Ese sitio ideal, esa república perfecta, según demuestran los hechos, no se encuentra en este mundo.
Hoy celebramos la Ascensión del Señor a los cielos. Él, que se hizo hombre como nosotros, que trabajó con manos de hombre y amó con corazón de hombre, sube a los cielos para prepararnos un lugar, para hacernos sitio. Aunque somos de la tierra, nuestro destino está en el cielo. Verdad que olvidamos constantemente, creyentes, agnósticos y ateos. Buscamos el cielo, el paraíso aquí abajo. Todo lo que queremos tiene que ser bueno, perfecto: la mujer o el marido, los hijos, el trabajo, la casa, hasta los vecinos tienen que ser idílicos. El físico, la salud, el tiempo. De algún modo anhelamos la perfección celestial, la felicidad eterna, el cielo, buscándola en la tierra.
Leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo”. Es el relato de la Ascensión.
Me llama la atención las palabras del ángel: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”. Es una invitación a trabajar, a construir un mundo mejor, a llevar a cabo lo que Cristo inició: “hacer nuevas todas las cosas”. Si queremos un mundo mejor, seamos nosotros mejores, comencemos la reforma reformándonos.
Acabo de hablar con un chico que dice que, cuando algo le sale mal, le echa la culpa a Dios y me pregunta por qué le pasa eso. Esto nos sucede a todos, siempre la culpa es de otro. Así tranquilizamos, anestesiamos, la conciencia: buscamos un culpable por fuera. Lo honrado sería que, al ver algo que no funciona, nos preguntáramos qué podríamos hacer para solucionarlo.
El paraíso, desde la entrada del pecado en el mundo, es un paraíso perdido. Una buena familia hay que pelearla, lo mismo que un buen matrimonio, la amistad, el trabajo… Los que saben de campo son conscientes de que Jauja no existe; como dice el salmo: “Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”. Con el sudor de la frente se gana el pan de cada día y se construye la ciudad, la casa, el hogar.
Aunque aquí abajo las cosas cuestan, no hay que olvidar la promesa del cielo. Esa felicidad completa, absoluta, duradera, la encontraremos. Estamos en camino, somos viandantes. Sabemos que en esta morada reina la imperfección, pero que también la alcanzaremos. Los que creemos en el cielo no lo podemos olvidar. No vivamos como criaturas sin fe, sin esperanza. Hay una gran diferencia entre quien sabe que no ha de morir, que vivirá para siempre, y aquellos que, por no creer en el más allá, todo lo tienen que alcanzar ya.
Los creyentes no podemos mundanizarnos, vivir como si todo lo tuviéramos que lograr en la tierra, sin dejar nada para el paraíso. La vida terrena es un aperitivo de lo que será la eterna. Hay que saber esperar, dejar algo para luego, no vivir en el todo ya y para mí. Dice Camino: “El cielo: -ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasaron a hombre por pensamiento las cosas que tiene Dios preparadas para aquellos que le aman-. ¿No te empujan a luchar esas revelaciones del apóstol?”
Saber esperar es ser justos, honrados, sacrificados, pensar en los demás. Nos podríamos preguntar en qué se distingue nuestra vida de creyentes de las de los paganos. En algo se tienen que notar nuestras creencias. Así lo entendían los primeros cristianos, como relata la Epístola a Diogneto (s. II): “Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos”.
Buscamos ir al paraíso haciendo de la tierra un pedacito, un anticipo del cielo. Sigue diciendo san Josemaría: “Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra”. Pero hay que luchar y amar, tener paciencia y contar con la cruz: la contrariedad, incomprensión, enfermedad… Si se llevan por amor, no son tan pesadas.