Perdonar es contar con la imperfección y tener esperanza en que se pueda mejorar
Me comentaba un amigo lo fácil que es decir que perdonamos a los enemigos, hasta que los tenemos. Esto es harina de otro costal; las guerras, las divisiones, las rupturas familiares, las desavenencias laborales… son muestra de lo difícil que es perdonar. No es fácil hacerlo por las heridas recibidas, por el miedo de que nos vuelvan a dañar, por el recuerdo de las ofensas.
Además, está el orgullo herido, que es como un gallo de pelea que se revuelve y se crece ante el agresor. Si juntamos el miedo a sufrir, el dolor de las heridas y una buena dosis de amor propio, el perdón es casi imposible; por supuesto que la cuantía de la ofensa y la actitud del ofensor pueden influir en la absolución. No es lo mismo pasar por alto una pequeña mentira que una infidelidad. Es muy difícil ser indulgente con alguien altanero, prepotente o mal educado.
Por una parte, nos encontramos con la dificultad para perdonar y, por otra, con su necesidad. Todos tenemos heridas y las provocamos. Desgraciadamente, el bien que nos gustaría hacer no lo hacemos, mientras el mal que deberíamos evitar, nos sale con facilidad. Debemos contar con el tiempo, con la paciencia, para ir creciendo, para ayudar a que la virtud se desarrolle. Sin oportunidades, sin segundos tiempos o, incluso con el tiempo de descuento, se perderían muchos partidos. Perdonar es contar con la imperfección y tener esperanza en que se pueda mejorar. Es creer en el amor, en su fuerza sanadora.
Como dice Jesús: “Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre”. Y esto se aplica a todos. La necesidad de la salvación es universal. Va a dar comienzo la Cuaresma, que no es solamente tiempo de cultos, incienso y marchas. Es tiempo de amnistía divina, de recibir el perdón, y de perdonar. Es tiempo de esperanza: “in spe salvi facti sumus”: Hemos sido salvados en la esperanza, enseña san Pablo.
La fuente del perdón es el amor. Solo el amor perdona, porque tiene esperanza. Porque tiene la fuerza de sanar. Perdonar no es pasar por alto, mirar a otro lado, hacerse el tonto. Dios, al concedernos su perdón, nos cura con las llagas benditas de su Hijo en la Cruz. El mal, ciertamente, hiere, la ofensa duele, la infidelidad quema; pero ese dolor también purifica y puede revolverse hacia el agresor; ser fuego que acrisola, purifica, que desecha la ganga y hace relucir la nobleza del metal precioso escondido.Quien sabe perdonar de verdad, quien más lo hace es Dios, que es Amor. En el fondo, siempre es lo mismo: Dios y con Él; entonces hay norte, sentido, amor, perdón, esperanza, bondad y belleza. Dios solo sabe sumar, levantar, dar oportunidades. Comprende.
Estos días nos están dando la lata con la tristemente famosa canción, que mejor no nombrar. Lo feo, desagradable, marginal, acaba por representar a una gran nación. Sin Belleza, Armonía y Verdad caemos en la nada, en el absurdo, en una dialéctica sin sentido. ¿Qué dirían los que con tanto esfuerzo han puesto los cimientos de nuestra civilización, los que nos han dejado una herencia tan hermosa, que nos empeñamos en dilapidar?
Pero volvamos a nuestro asunto. Dice Jesús en el Evangelio: “Y, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio”. Necesita nuestra alma una buena limpieza. Solo Dios puede perdonar los pecados y el medio previsto por Él es la confesión sacramental; en la que, a través de sus sacerdotes, lo hace. En el capítulo 20 de san Juan, Jesús les dice a sus discípulos: “A quienes les perdonéis sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonéis, no les serán perdonados”.
Hace poco me preguntó un chico por qué no podemos confesarnos directamente con Dios. Pienso que el motivo está en el modo que tiene de salvarnos, a través de su Hijo Jesucristo que se hizo “carne”. Desde ese momento, Jesús es el sacramento universal de salvación. Nos redime de modo visible; esto es, la gracia nos llega por unos canales que se pueden ver y tocar: los sacramentos.
Es muy distinto escuchar de boca del sacerdote: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, que estar pensando si me habré arrepentido de verdad, si Dios me habrá perdonado… Cuando arrepentidos manifestamos nuestros pecados a Dios en la persona del sacerdote, recibimos ipso facto el perdón. A partir de ese momento no tiene sentido el remordimiento, el no perdonarnos a nosotros mismos o a los demás. Si acudimos sinceramente a confesar, nos será más fácil perdonar.