El miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas previene sobre los riesgos del clericalismo en la Iglesia y llama a los laicos a asumir su compromiso en la sociedad
Un huracán ha barrido la Iglesia en Occidente, advierte Juan Arana, pero entre los escombros de un mundo post clerical renace una oportunidad para los católicos. Esta es la tesis que el ex catedrático de Filosofía en la Universidad de Sevilla y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas explora en el nuevo episodio de El Efecto Avestruz, el programa de entrevistas de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP).
–En el 25º Congreso Católicos y Vida Pública criticó con vehemencia el clericalismo y aseguró que vivimos ya en tiempos «post clericales».
–Sí, pero para comprender por qué, hemos de entender primero bien la diferencia entre laicos y clérigos. En el paradigma inicial, desde los mismos Hechos de los Apóstoles, vemos que los clérigos se especializaban fundamentalmente en las tareas espirituales –la predicación, la oración, los sacramentos…–, y el resto de aspectos correspondían más específicamente a los laicos. Pero esta división de tareas se diluyó sobre todo a partir del siglo III.
–¿Por qué?
–Porque el cristianismo se convirtió en religión de masas. Con el favor de los emperadores, los clérigos empezaron a tener que administrar un patrimonio cada vez mayor. Al colapsar el Imperio Romano, los clérigos –que estaban entre los únicos que sabían leer y escribir–también asumieron tareas propias del gobierno. Esta situación estaba bien en la Edad Media, para sobrevivir, pero a partir de la modernidad lo natural sería que los clérigos volviesen a las tareas que los apóstoles habían desarrollado. A ejercer un liderazgo espiritual, y no político, social o económico.
–Un liderazgo político, social y económico que deberían asumir los laicos.
–Claro. Los laicos debían volver a ser los santos, los que tienen una aspiración a la santidad y a santificar todas las áreas ordinarias de la vida. Y esto es lo que no se ha conseguido del todo hasta hoy. Por supuesto, siempre ha habido minorías selectas y personajes ejemplares, pero el término medio de los fieles era como ovejas que balaban y decían lo que les indicaban sus pastores… incluso en tareas que eran su propia responsabilidad, como las decisiones profesionales o sobre la vida familiar. Cuando hablamos de «clericalismo», nos referimos a esto: que los clérigos sobrepasen las tareas propias del sacerdocio ministerial e invadan los terrenos del sacerdocio común.
–Hablaba de administración del patrimonio. ¿Este clericalismo se acentúa en una Iglesia rica?
–El problema es que hay países donde la jerarquía eclesiástica tiene la responsabilidad de administrar unas propiedades, unas riquezas y unos puestos de trabajo que se llevan lo mejor de su tiempo y de sus preocupaciones. Y eso es verdaderamente lesivo. No es casualidad que la Reforma protestante ocurriera cuando los obispos y el Papa eran soberanos temporales, más ocupados con administrar sus territorios que en el bien espiritual de los fieles.
–¿Podría poner algún ejemplo actual?
–Alemania, por ejemplo. Tal y como está escrita su Constitución, el 9 % de todos los impuestos que paga un católico se entrega directamente a la jerarquía eclesiástica –y lo mismo a la luterana, o la que corresponda–o que hace que las iglesias alemanas tengan una riqueza verdaderamente desbordante, y hospitales, universidades, colegios… Obviamente, eso explica que muchas veces su responsable –es decir, un obispo–esté más preocupado por qué hacer con esa montaña de dinero que por cómo conseguir que sus fieles tengan una vida cristiana en condiciones o que el culto sea el que tiene que ser. Por eso, en ese sentido, liberar a la Iglesia de esa carga, que al mismo tiempo es una tentación, creo que sería un bien espiritual de primer orden.
–Las cifras de la Iglesia en Europa no son demasiado halagüeñas, pero ¿ve cierta esperanza en esta situación?
–Hace unos años estuve en Puerto Rico pocos meses después del huracán Hugo. Pensé que iba a encontrar un paisaje en ruinas y sí, las ciudades estaban realmente afectadas… pero el campo estaba completamente renovado. Los árboles, las plantas… Era muy llamativo. Me dijeron que pasaba siempre: el huracán arrasa con todo lo seco y lo podrido, abriendo hueco para que la nueva vegetación prospere gracias a las lluvias. Me parece una imagen similar a lo que hemos padecido en la Iglesia: una crisis que se ha llevado muchas cosas que lamentamos –sobre todo por las personas que no han tenido la felicidad y la orientación que habría podido dar sentido a sus vidas– pero que también ha arrastrado muchos vicios y telarañas. Como en Puerto Rico, hoy hay también una lluvia interesante tras el huracán, que está despertando la espiritualidad en un siglo muy dejado de la mano de Dios.
–Habrá quien diga que lo que se ha perdido en la sociedad con la caída de la cristiandad es mayor que lo que se pueda ganar.
–Cierto, es una cuestión que se plantea, pero no nos corresponde discriminar si hay que derramar lágrimas por el mundo que se ha perdido y por las prácticas religiosas que han desaparecido, porque no sabemos realmente qué era genuino y cuánto había de fariseísmo e hipocresía. Yo he nacido y crecido en Navarra, una de las diócesis más clericalizadas de España. Cuando era adolescente, más del 90 % de la población iba a misa los domingos… y eso se vino abajo en poquísimo tiempo, tras la crisis del Concilio Vaticano II, que afectó muchísimo al clero y dejó al pueblo de Dios como ovejas sin pastor, porque no habían sido educados en una fe adulta. Por eso, una vez ocurrida la catástrofe, los supervivientes del huracán hemos de empezar de cero, tratando de evitar los vicios que, en cierta medida, son responsables de lo que nos ha ocurrido. Y otra cosa…
–¿Cuál?
–La ventaja que tiene un cristiano es que no ha de pensar en que recuperar aquello depende del propio esfuerzo. «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles». A Dios, desde luego, no le ha afectado esta crisis, así que hemos de poner los mínimos impedimentos para que prospere el trabajo que Dios va a hacer por nosotros. Lamentar lo perdido es propio de nostálgicos: en un mundo desmoralizado, donde todo es desilusión y «no tengas hijos», a mí me ilusionan enormemente la gente joven y los nuevos movimientos.
–Contrapone al clericalismo un «cristianismo adulto», o maduro. ¿Esta vivencia de la fe católica implica obviar a los sacerdotes?
–El peligro del clericalismo era hacer con los ojos cerrados lo que me dice el cura, incluso si soy sastre y me está diciendo qué tejidos debo elegir para hacer un vestido. ¿Significa eso que hay que decir: «Antes me fiaba del clérigo, ahora me fío de mí mismo»? ¡No, no! ¡Menudo peligro, pensar que tú te entiendes directamente con Dios o el Espíritu Santo! El discernimiento está en saber encontrar al buen pastor, al hombre que me va a sacar de mi egoísmo y mi soberbia espiritual. Pero hay que tener olfato para saber cuándo este hombre es portavoz de lo que Dios me está diciendo y me está dando la buena doctrina y cuándo es uno que me está llevando por no se sabe qué caminos. Volviendo al ejemplo, el sacerdote no me ha de decir con qué tela hacer el traje pero sí me ha de dar los principios: «Haz un buen traje, que esté bien cosido, y al final no times al cliente».
Guillermo Altarriba Vilanova en eldebate.com
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