El odiador constituye, me parece, una figura prototípica del lado malo de la cultura de estos días
Dice un amigo que es fobófobo. Yo también. No es que odie tanto odio, es que me aburre y me alarma a partes iguales. Me refiero, por supuesto, a las fobias culturales. Contra las otras fobias no tengo nada: suelen venir de serie, con el bicho, y poco se puede hacer. Pienso, por ejemplo, en el tormento de la agorafobia, que puede encoger la existencia casi tanto como su contraria, la claustrofobia, o como el pánico a volar que confina a los límites viajeros del coche o del tren. Recuerdo un paseo por Roma con un profesorazo importante que se cambiaba de acera si veía venir un perro. No se paraba a considerar el tamaño del animal o la peligrosidad de su raza y, ya desde el otro lado de la calzada, seguía al can hasta que lo perdía de vista, siempre con dignidad y sin volver la cabeza, pero hasta donde alcanzaba con el rabillo del ojo. Comprendo que uno no es dueño de sus fobias y ya está. Pero fomentarlas o inventarlas…
Las fobias estrechan la mente o el corazón. A menudo achican ambos, imponen barricadas y fronteras que llegan a asfixiar. El odio a las mujeres que padecen algunos, o su contrario, descartan con una sola tachadura a media humanidad. En sentido estricto. Supongo que a veces esa fobia tendrá origen morboso en cualquier sentido de la palabra, o en una mala experiencia vital. Pero desde hace años tiende a comparecer como algo inducido. Siempre se nos ha dado bien odiar y generar odio, porque es fácil y reconfortante, como la maledicencia, sobre todo cuando nos vemos superados por los logros ajenos. Una cosa muy de quinceañeros, de personas que están aprendiendo a navegar la vida. Quizá la expresión que más repite Holden Caulfield, el adolescente protagonista de El guardián entre el centeno, sea «Lo que más odio…», siendo lo que más odia algo distinto en cada página.
Una periodista me confesó que tenía muchos haters (odiadores en inglés). Lo decía con pena y orgullo a la vez, porque a quien tiene haters jamás le faltan lectores. El odiador constituye, me parece, una figura prototípica del lado malo de la cultura de estos días. Desconozco posibles antecedentes históricos. Quizá no los haya, porque hablamos de un animal que se mueve en las redes sociales y huye del diálogo y del razonamiento. Vive para atacar mediante el insulto y el acoso. El odiador profesional machaca a los demás por envidia —es decir, por pequeñez— o porque votan al contrario o porque ven mal lo que él ve bien o porque razonan y él no razona: se limita a asignar etiquetas terminadas en -fobo, amparado casi siempre en el anonimato o en la presencia meramente virtual.
Repetía mucho san Juan Pablo II aquello de que la verdad se propone, no se impone. La cultura hater consiste en lo opuesto. Puedes decir lo que quieras, claro, pero atente a las consecuencias (esto me lo trasladó alguien así, literalmente): los odiadores buscarán que pierdas el trabajo, que tus libros no se lean, que tus amigos y conocidos empiecen a mirarte con sospecha o con miedo a que los asimilen a ti y teman convertirse también ellos en piezas de caza.
El de hater es un oficio muy fácil, lástima que no sirva más que para generar odio y enfrentar. Eso lo consigue cualquiera, como se puede comprobar en nuestras sociedades polarizadas. En cambio, crear vínculos solidarios, integrar, ayudar a que la gente se entienda y se comprenda es tarea de gigantes y de héroes, de gente que sabe querer.