Es necesario entender que buena parte de los acontecimientos que hoy nos sorprenden por su carácter extremado y absurdo encuentran su origen en este fenómeno singular: la politización del cristianismo
«He venido a prender fuego en el mundo. Y ¡cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»
Recogidas en el evangelio de san Lucas, estas palabras de Jesús pertenecen al orden de lo que irrumpe en el corazón de los tiempos investido de una resonancia fulminante. A través de los siglos, su eco se expande con la violencia de una deflagración. Hay una desconcertante energía atrapada en ellas; un clamor de desgarro; la semilla de una convulsión que parece anticipar la completa subversión de los valores sobre los que una sociedad se asienta. Y junto a ello, entre exclamaciones, la confesión de una impaciencia («Y ¡cómo desearía…») que refrenda el carácter imperioso de la primera afirmación y le confiere el tono distintivo de lo que se reviste de un cariz inevitable.
A ningún lector de las Escrituras ─creyente o no─ le pasará por alto el contraste que suponen unas palabras proferidas con semejante grado de vehemencia en mitad de un libro que, en su conjunto, encierra el más alto llamamiento a la misericordia y al amor fraterno que haya conocido la historia. No obstante, en honor a la verdad, hay en los Evangelios ocasionales alusiones al ímpetu de destrucción que trae consigo la Buena Nueva. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra». De ahí la amenaza que proyectaba la predicación de Cristo sobre los poderosos de su tiempo. Y de ahí también el carácter problemático que sigue presentando una parte del mensaje evangélico a los ojos del lector que solo espere encontrar en esas páginas pasajes de confortación y beatitud, palabras de dulzura y consuelo.
Nos hallamos, por tanto, ante una paradoja que solo se resuelve insertando la manifestación de esa voluntad incendiaria en un contexto espiritual. A lo que aludiría Jesús es al deseo de que las llamas que su predicación se dispone a propagar reduzcan a cenizas no tanto el armazón inicuo sobre el que se levanta el mundo cuanto una fracción del espacio interior de cada individuo concreto: ese hediondo confín donde anida la podredumbre. Eso, y solo eso, es lo que debe consumir el fuego de una palabra que, a la vez que calcina y destruye, propicia la transformación íntima de la persona que se deja interpelar por ella, allanando de ese modo el camino a su conversión.
Ahora bien, ¿qué relación guarda lo anterior con el momento histórico que vivimos? Me atrevería a afirmar que toda. Partiendo del hecho de que, desde 1789, habitamos un mundo trastornado por la obsesión adanista de inaugurar un tiempo inédito, aquel fervor revolucionario encontró en la escatología cristiana el germen de su anhelo renovador. Filtradas por el tamiz de la ideología, puestas al servicio de una causa exclusivamente terrenal, a las palabras de Cristo se les despojó de su potencialidad redentora, de su carga de misterio, gracia y perdón, y así desvirtuadas pudieron operar en el espacio de la modernidad política como sustrato implícito de un sinnúmero de iniquidades.
Inmensa paradoja, sin duda, e hipótesis altamente polémica considerando además que una interpretación torcida de los textos sagrados ha servido para fomentar desmanes que, en el transcurso de los siglos, han ensombrecido el proceder de la Iglesia y fracturado dramáticamente la Cristiandad. Pero es necesario entender ─aunque solo sea para encontrarle un atisbo de sentido al desquiciado rumbo que parece haber tomado nuestro tiempo─ que buena parte de los acontecimientos que hoy nos sorprenden por su carácter extremado y absurdo encuentran su origen en este fenómeno singular: la politización del cristianismo.
En la línea de la célebre tesis acerca de que la locura del mundo moderno no es más que el resultado de haber liberado las virtudes cristianas de su matriz original, los arquitectos de nuestra época han creado una realidad difícilmente inteligible a menos que caigamos en la cuenta de que, al reaccionar de manera furibunda contra el cristianismo, lo que en realidad están haciendo es afirmarlo. Pero afirmarlo en una versión adulterada, es decir, vaciada de su dimensión trascendente y reelaborada a la medida de un hombre al que se le insta a ocupar el lugar de Dios y a hacer tabla rasa de su pasado.
Desde sus inicios, la revolución se sirvió de la violencia para empujar a las masas hacia la conquista del futuro. En octubre de 1792, ante la Convención, Marat cifra en 270.000 las cabezas que deben cortarse para que el cuerpo de la nación recobre la salud perdida. Quedaba inaugurada, en la macabra senda de las más siniestras planificaciones, la era de las grandes persecuciones, que en su ansia de alumbrar un hombre nuevo fascinará a algunos de los más delicados espíritus surgidos de la Ilustración. «La mayoría de intelectuales occidentales que respetaban los mandamientos o decretos de la Razón ─apunta el historiador León Poliakov─, se sentían partidarios de la Revolución, y esto era particularmente cierto en los estados protestantes de Alemania».
No obstante, nadie como Lenin ─fiel continuador en esto del espíritu jacobino, que a su vez había hallado su fuente de inspiración en la acción radical del puritanismo calvinista─ entendió el papel que el terror estaba llamado a desempeñar en el que iba a revelarse como el siglo más sangriento de la historia. Hoy, quienes aspiran a hacerse pasar por sus herederos espirituales, apóstoles de una religión inversa, hablan con voces melifluas y, en el marco de coloridas escenografías que evocan una estupefaciente regresión a la infancia, prodigan guiños de complicidad ideológica teñidos de retóricas sentimentales. Su objetivo ya no es la causa obrera, ni menos aún la sustitución del orden demo-liberal por el feroz advenimiento de una dictadura proletaria. Su propósito es la instauración de una visión del hombre y de la cultura que comporta una radical negación de los referentes que hasta hace no mucho habían configurado nuestro mundo. «Una ideología de iluminados y despiertos ─tal y como la define Elio Gallego en su espléndido ensayo La teología política de John Henry Newman─ que pretende la sustitución del mundo real e histórico por un universo mágico, lo que no deja de ser una suerte de pensamiento gnóstico, pero también de nihilismo, puesto que ese universo mágico que pretenden imponer no existe, es irreal».
Es irreal, en efecto. Pero sus conspicuos heraldos, envolviendo sus ansias de sometimiento total de las conciencias en una retórica de emancipación y amor hacia lo abstracto, han conseguido que la mentira prospere. Angélicos portadores de la llama de Bien, virtuosos custodios de las tablas de la ley donde se inscriben los preceptos de la nueva fe luminosa, en un gesto de astucia táctica han procedido a aparcar los métodos de eliminación física del enemigo, pero no han vacilado en decretar el hostigamiento y la persecución del discrepante. De ese modo, la raíz totalitaria de su proyecto (que no es otro que someter lo múltiple a lo uno) resulta inseparable de una vertiente profundamente sectaria que, ahondando en la decadencia de una sociedad narcisista y crecientemente dependiente del Estado, explota las debilidades colectivas en aras de la consolidación de una parasitaria casta de arribistas proclives al uso abusivo del poder.
Para ellos, y para quienes piensan como ellos, son el amor, la misericordia, el igualitarismo y la justicia. Para el resto queda el epíteto deshumanizador, el amordazamiento de sus opiniones y la exclusión del paraíso moralista reservado a los limpios de corazón. Penitencias todas ellas, por cierto, que a los réprobos recalcitrantes no nos servirán para eludir la condena de un fuego muy poco purificador.