«La democracia nunca es el mero dominio de las mayorías»
Joseph Ratzinger. Nació en 1927 y falleció en 2022. Inició su carrera como profesor de Teología en la Universidad de Bonn. Arzobispo de Múnich (1977), prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981) y Benedicto XVI (papa de 2005 a 2013), Ratzinger es una de las grandes mentes del siglo XX y comienzos del XXI
Avance
Bajo el título «Europa y los cristianos», la Academia Católica de Baviera organizó en abril de 1979 una conferencia internacional. En ese congreso, celebrado en los días previos a la primera elección directa para el Parlamento Europeo, participaron grandes expertos. También presentó una ponencia el entonces arzobispo de Múnich, el cardenal Joseph Ratzinger, ya conocido por su dominio de la esencia europea. Es la que ofrecemos aquí extractada.
Benedicto XVI recuerda primero qué no es Europa (islam, por ejemplo), qué la constituye (Grecia, Jerusalén, Jesucristo, Roma, Edad Media y algunas contribuciones de la era moderna) y expone sus tesis para que no se desmorone. Sobre el islam, su punto de vista es que aferrarse a determinadas tradiciones religiosas produce fanatismo político y militar y que la instrumentalización de las energías religiosas en función de la política es algo muy cercano a la traducción islámica.
Liberalismo y marxismo coincidían en negar a la religión tanto el derecho como la capacidad de plasmar la Res publica y el futuro común de la humanidad. En el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, la religión fue redescubierta como una fuerza inalienable de la vida individual y social, y se puso en evidencia —según Benedicto XVI— que el futuro del ser humano no puede ser planeado ni construido a espaldas de ella. Lo anterior no implica involucrar a la religión en las contiendas políticas y en las discusiones ideológicas. Hay que evitar a su vez que la pérdida de una ideología que antes sustentaba la vida, como el marxismo, desemboque en el nihilismo. El relativismo desarrolla una creciente inclinación al nihilismo.
La acción política bajo el signo del mito del progreso desconoce la libertad del hombre, llamada a decidir en cada generación, y la sustituye por supuestas leyes «naturales» de la historia. Esta concepción, según Ratzinger, es contraria a la libertad en su punto de partida e implica a la vez un carácter antimoral. La moral se sustituye por la mecánica, y con ello se niega el fundamento auténtico de una política humanamente digna.
Para Europa, el peligro no es la economía, sino el desprecio al ser humano por subordinar la moral a las necesidades del sistema y a las promesas de futuro. La verdadera catástrofe no es de naturaleza monetaria; es la desolación de los espíritus, la destrucción de la conciencia moral. El problema del viejo continente, para Ratzinger, tiene que ver con la liquidación de las certidumbres originarias del ser humano acerca de Dios, de sí mismo y del universo; en segundo lugar, con la supresión de la conciencia de unos valores morales que no son de libre disposición.
Sobre el futuro de Europa, una de las grandes pegas, para Ratzinger, se halla en la línea política iniciada últimamente por sus dirigentes. Se ha esfumado el entusiasmo inicial, tras la Segunda Guerra Mundial, por el retorno a las grandes constantes de la herencia europea. La unión se lleva a cabo casi exclusivamente en aspectos económicos, dejando a un lado en gran medida la cuestión de los fundamentos espirituales de la comunidad. Sin embargo, la verdadera garantía de la libertad y de la grandeza del ser humano es la existencia de valores no manipulables, la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos fundamentales sobre cualquier decisión política.
Para sobrevivir, Europa necesita una nueva aceptación crítica y humilde de sí misma, de su herencia. La tolerancia y el multiculturalismo no presuponen la huida de lo propio. Al contrario, ni siquiera el multiculturalismo y la tolerancia pueden existir sin constantes comunes y sin respeto a lo sagrado.
Artículo
La mejor manera de acercarnos a la esencia de una cosa es corroborando primeramente lo que esa cosa no es. El problema de los debates actuales sobre Europa y de la lucha política en torno a ella radica, sin duda, en que sigue habiendo poca claridad sobre lo que se quiere decir realmente cuando se habla de Europa. ¿Se trata de algo más que un nebuloso sueño romántico? ¿Es algo más que una comunidad de intereses político-económicos de los antiguos dominadores del mundo, ahora desplazados a una posición marginal? Solo si es algo más que esas dos cosas, podría, a largo plazo, representar la meta —al mismo tiempo real e ideal— de una acción política regida por la moral. Lo meramente real, sin una idea moral conformadora, es algo que no se sostiene; pero también lo meramente ideal, aquello que no tenga un contenido político concreto, quedaría sin efecto y vacío.
El islam, por su surgimiento, representa en cierto sentido un retroceso hacia un monoteísmo que no acepta el giro cristiano de un Dios convertido en hombre, un retroceso que, asimismo, se cierra hacia la racionalidad griega y su cultura, las cuales se convirtieron, a través de la idea de la humanización de Dios, en un componente del monoteísmo cristiano. La separación entre la fe y la ley, entre la religión y el derecho tribal, no llegó a consumarse en el islam, ni siquiera podría consumarse sin remover el núcleo de su propia esencia.
En el instante en que Europa cuestiona o anula sus propias bases espirituales, cuando se separa de su historia y la declara una cloaca, la respuesta de una cultura no europea solo puede ser la reacción radical y el retroceso a una etapa anterior al encuentro con los valores cristianos. A otro nivel está la forma más cruel y espantosa de ese retroceso a un punto anterior al cristianismo: se trata de lo que experimentó Alemania en la primera mitad del siglo XX, y lo que ese país mostró al resto de la humanidad a modo de primicia.Y es que el nacionalsocialismo, por su orientación fundamental, era una abjuración del cristianismo, al que consideraba una alienación de la «hermosa vida natural» germánica, al mismo tiempo que un anhelo de regresar a un punto anterior a la «alienación» judeo-cristiana, a una vida natural que fuera celebrada como la verdadera cultura.
El aspecto político está regido por normas éticas fundamentales, desde un punto de vista religioso, pero no está concebido desde una perspectiva teocrática. En la era moderna, esta independencia de la razón ha llevado cada vez con mayor rapidez a su total emancipación y a su ilimitada autonomía. Para ello, la razón adopta la forma de razón positiva, en el sentido de Auguste Comte, cuyo único rasero era lo empíricamente demostrable. En una sociedad en la que Dios ya no puede ser el Summum bonum público y común, sino que queda relegado al ámbito privado, el rango de Dios cambia también para el individuo. Una sociedad en la que el movimiento anteriormente trazado fuese total sería a mi juicio una sociedad posteuropea. En ella se habría abandonado lo que ha hecho de Europa una realidad espiritual. La pluralidad de valores, algo legítimo y muy europeo, se eleva considerablemente a la categoría de un pluralismo del que se excluye cada vez más cualquier arraigo moral del derecho y todo arraigo público de lo sagrado, el respeto a Dios como un valor que es también común.
El marxismo vislumbra su Summum bonum en la revolución universal, es decir, en la abjuración total del mundo tal como ha existido hasta entonces, para lo cual el mundo nuevo que hay que crear, en su condición de negación de la negación, ha de ser el positivismo total.
Componentes positivos del concepto de Europa
Europa, en tanto palabra, como noción geográfica y espiritual, es una creación de los griegos. Europa aparece primero constituida por el espíritu de Grecia. Si se olvidase de su herencia griega, ya no podría ser Europa.
Su descubrimiento básico es la democracia, la cual, tal como lo determinó Platón, está ligada, por su esencia, a la eunomía, la validez del buen derecho, y solo puede seguir siendo democracia en esa relación. En ese sentido, la democracia nunca es el mero dominio de las mayorías. El mecanismo de la creación de mayorías tiene que estar bajo el rasero del dominio común del «nomos», de aquello que constituye derecho a partir de él, es decir, con una vigencia de valores que sean un requisito vinculante también para la mayoría.
El camino que traza la historia de los apóstoles es, en su conjunto, un camino de Jerusalén a Roma, el camino hacia el sitio donde habitan los paganos que destruirán Jerusalén y que, no obstante, la acogerán en su seno de una manera nueva.
El cristianismo es, por tanto, la síntesis transmitida en Jesucristo entre la fe y el espíritu griego. El intento del Renacimiento de depurar el elemento griego mediante la destilación, despojándolo del elemento cristiano, para fabricarlo de nuevo como lo puramente griego, es una empresa tan falta de perspectiva como insensata, al igual que el intento reciente de crear un cristianismo deshelenizado. Europa, en un sentido estrecho, surge, a mi juicio, gracias a esa síntesis y reposa sobre ella.
Nunca se produjo una equiparación entre el Imperium sacrum de la alta Edad Media y Europa. El concepto de «Europa» era mucho más amplio que el del Imperio Sacro, que se sabía la figura cristianizada del Imperium romanum. Pero fue tal vez a partir de entonces cuando se empezó a comparar a Europa con Occidente, lo cual quiere decir ser equiparada con el ámbito de la cultura y la Iglesia latinas, en la que ese ámbito latino no solo abarcaba los pueblos romanos, sino también los germanos, los anglosajones y una parte de los eslavos, sobre todo, Polonia.
La Res publica christiana de la Edad Media no es restituible, y tampoco hay nadie que tenga el propósito de restituirla. La historia no da marcha atrás. Una Europa futura tendrá que ser portadora también de la cuarta dimensión, la de la era moderna, y, sobre todo, tendrá que superar el marco demasiado estrecho de Occidente, del mundo latino, ser portadora en sí misma del universo griego y del universo del Este cristiano, o por lo menos estar abierta a ellos.
La contribución de la era moderna
Como aspecto de la era moderna, en sentido positivo, cuento el hecho de que la separación entre la fe y la ley, que más bien permanecía oculta en la Res publica christiana de la Edad Media, se materializa ahora de manera consecuente, de modo que, con ello, la libertad de fe va cobrando poco a poco una forma nítida en la diferenciación del orden jurídico burgués; de esa manera, las exigencias internas de la fe quedan diferenciadas de las exigencias fundamentales del ethos sobre las que se funda el derecho. Los valores humanos fundamentales para la visión del mundo cristiano posibilitan, en un fructífero dualismo, formado por el Estado y la Iglesia, la sociedad humana libre en la que el derecho de conciencia y, con él, los derechos básicos del hombre, están garantizados. En esa sociedad pueden coexistir distintos signos de la fe cristiana, los cuales pueden dejar sitio para distintas posiciones políticas que, sin embargo, se comunican en un canon central de valores, cuya fuerza vinculante es, al mismo tiempo, la protección de la máxima libertad.
Con ello hemos descrito la era moderna desde un punto de vista, digamos, ideal-típico, tal y como yo quisiera verla, pero del modo en que nunca ha existido concretamente. La ambivalencia de la era moderna se basa en que, visiblemente, ha ignorado cada vez más las raíces y la base vital de la idea de la libertad, apremiando a una emancipación de la razón que contradice la esencia de la razón humana como una razón no divina, motivo por el cual ha pasado a ser forzosamente irracional. Esa clase de autonomía de la razón es un producto del espíritu europeo, pero al mismo tiempo, según su esencia, es preciso verla como posteuropea o, incluso, como antieuropea, la íntima destrucción de aquello que es constitutivo no solo de Europa, sino que, en general, es la premisa de una sociedad humana. De ese modo, de la era moderna, en su condición de dimensión esencial e renunciable de lo europeo, es preciso tomar esa relativa separación entre el Estado y la Iglesia, la libertad de conciencia, los derechos humanos y la responsabilidad propia de la razón, pero, al mismo tiempo, frente a su radicalización es necesario insistir en una razón basada en el respeto a Dios y a los valores morales fundamentales provenientes de la fe cristiana.
Tesis para desarrollar Europa
A partir de lo anteriormente expuesto, es posible que se vea con claridad, que no toda asociación política o económica que tiene lugar en Europa, es equivalente, como tal, a un futuro europeo. Una mera centralización de las competencias económicas o legislativas puede conducirnos a un acelerado desmontaje de Europa, si, por ejemplo, esta desemboca en una tecnocracia cuyo único rasero radique en incrementar el consumo. De manera inversa, tales instituciones, en un contexto mayor, tienen su valor en calidad de superación del culto a la nación, como partes integrantes de un orden de paz que disfruta en común de los bienes de este mundo.
Toda dictadura comienza condenando el derecho como una herejía. Quien lucha por Europa, lucha, por consiguiente, por la democracia, pero en el vínculo indisoluble con la eunomía en el contenido del concepto aquí descrito.
Si la eunomía es una premisa de la capacidad vital de la democracia, como oposición a la tiranía y la oclocracia, entonces, a su vez, una premisa fundamental de la eunomía sería el respeto común y vinculante para el derecho público de los valores morales y de Dios. Esto incluye —y deseo recalcarlo con absoluta firmeza— la tolerancia y el espacio para las personas ateas, y no puede tener nada que ver con una obligatoriedad de la fe. Solo que, en cierto sentido, las cosas deberían estar a la inversa de como empiezan a perfilarse en la actualidad: el ateísmo empieza a ser el dogma público fundamental, mientras que la fe se tolera como una opinión privada, con lo cual, a fin de cuentas, deja de ser tolerada en su esencia.
Estoy convencido de que, a la larga, un Estado de derecho bajo un dogma ateísta radical no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir y que, en este sentido, necesitamos una reflexión profunda, tratada como una cuestión de supervivencia. De igual modo, me atrevo a afirmar que la democracia solo está en condiciones de funcionar si la conciencia funciona; también afirmo que esa conciencia se queda sin enunciados cuando no se orienta según la vigencia de los valores morales básicos de lo cristiano, los cuales pueden realizarse también sin adherirse a la fe cristiana, incluso en el contexto de una religión no cristiana.
El nacionalismo no solo ha llevado a Europa, de facto, al borde de la destrucción total; él también contradice lo que Europa, por su esencia, es desde un punto de vista tanto político como espiritual, aun cuando este ha dominado las últimas décadas de la historia europea. De ahí la necesidad de que haya instituciones políticas, económicas y jurídicas que tengan un carácter supranacional, que no pueden tener en ningún caso el propósito de construir una supernación, sino que, por el contrario, deberían devolver de una manera más consolidada el rostro y el peso a las regiones individuales de Europa.
La Edad Media conoció, a través de las universidades, las órdenes y los concilios, algunas instituciones europeas, como una realidad concreta no estatal y eficaz. Si estas unidades culturales no se fortalecen de manera decisiva como realidades vivas, no estatales, los mecanismos meramente estatales y económicos, en mi opinión, no podrán conducirnos nunca a nada positivo.
El reconocimiento y la preservación de la libertad de conciencia, de los derechos humanos, de la libertad de la ciencia y, a partir de ahí, de la sociedad liberal y humana, tienen que ser elementos constitutivos de Europa.
Extractos tomados de Joseph Ratzinger: «Europa: una herencia de responsabilidad para los cristianos», nuevarevista.net
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