«Sería un mundo donde la ciencia, el arte, la política y la educación perderían buena parte de su valor y su sentido, y donde la humanidad se empobrecería y se debilitaría»
El 16 de noviembre celebramos el Día Internacional de la Filosofía. Desde sus orígenes (en nuestro contexto occidental en la antigua Grecia c. VI a.C.), la filosofía ha sido un faro que ilumina las sombras de la incertidumbre y la duda que rodean todos los aspectos de nuestra existencia. Este “amor a la sabiduría” que es la filosofía (phileîn, ‘amar’, y sofía, ‘sabiduría’) ha sido un pilar esencial en la construcción de nuestra comprensión del mundo y del lugar que ocupamos en él. A pesar de sus continuas crisis de identidad, porque nunca queda íntegramente satisfecha en sus resultados, la filosofía persiste, recordándonos que, de una manera u otra, siempre nos movemos en algún tipo de perspectiva fundamentada en conceptos filosóficos.
La filosofía es como un largo camino hacia la inmediatez de lo real, de lo que se presenta, pero también de lo que se nos oculta. Nos exige distanciarnos de la realidad para entrar de nuevo en ella mediante la reflexión. Una vez dentro, la dotamos de significado. Al distanciarnos de lo inmediato, creamos un espacio para la reflexión profunda, permitiéndonos no solo comprender el mundo, sino constituirlo y también transformarlo. Es en esta constante oscilación entre la inmediatez y la reflexión que la filosofía se revela como una fuerza dinámica que impulsa la evolución del pensamiento humano. A lo largo del tiempo, ha sido testigo de la intersección entre la razón y la experiencia, entre lo abstracto y lo concreto, entre lo conceptual y lo vivencial, convirtiéndose en un medio para explorar la complejidad de la realidad y, al mismo tiempo, para trascenderla.
Cada respuesta que encontramos parece abrir las puertas a nuevas preguntas, revelando la naturaleza infinita y siempre cambiante de la búsqueda del conocimiento. Como decía Wittgenstein, los problemas de la filosofía son como “un nudo en nuestro pensamiento que debe ser desatado”, y su objetivo, “mostrar a la mosca la salida de la botella”. En este contexto, la filosofía no solo se limita a un conjunto de teorías abstractas, sino que se convierte en una herramienta activa para la comprensión y transformación del mundo que habitamos. Con la filosofía el mundo cambia. Es ante todo una actitud. Nos desafía a analizar críticamente nuestras percepciones y a cuestionar la realidad que damos por sentada. En cierto modo, nunca salimos de ella, simplemente la transformamos para su comprensión. Filosofar no es más que la reflexión continuada del logos humano −logos común, por cierto− que aspira a elevar los fenómenos de nuestra experiencia particular a un plano conceptual y universal. Y en la comprensión de dichos fenómenos nos lo jugamos todo.
La dificultad cada vez mayor del reconocimiento del valor de la filosofía en un mundo como el de hoy, más preocupado por respuestas eficaces que por preguntas desafiantes, descansa, a mi modo de ver, en la imposibilidad de circunscribirla a sus parciales realizaciones. En cierto modo, el olvido de los propios límites a los que filosofía queda siempre sometida por razón de su aspiración a la verdad es lo que amenaza constantemente con su aniquilación.
Pero ¿sería concebible un mundo desprovisto de filosofía? ¿Podríamos siquiera visualizar tal escenario? Parece una tarea ardua. De hecho, cuestionar la viabilidad de un mundo carente de filosofía se torna prácticamente contradictorio, dado que la propia noción de “mundo” conlleva intrínsecamente una perspectiva específica para su comprensión. La concepción que se tenga de la realidad efectiva, de la importancia variable de las cosas, así como del valor de las experiencias humanas y divinas, surge de alguna manera como producto de un ejercicio filosófico. Por eso, sin filosofía el mundo no cambiaría. Porque la filosofía desafía las convenciones y estimula el pensamiento crítico. Sin ella el mundo que nos rodea se limitaría a ser aceptado tal cual es. Un mundo sin filosofía sería, en última instancia, un mundo menos consciente de los límites de nuestra propia ignorancia. Lo cual, como enseñó Sócrates, es la condición de posibilidad de un verdadero conocimiento. En tal hipotética situación, nos adentraríamos en un sinsentido, sin curiosidad, sin crítica y sin creatividad. Sería un mundo donde nadie se preguntaría por qué existimos, qué es lo bueno y lo malo, cómo podemos conocer la realidad y cómo podemos comunicarnos con los demás. Además, sería un mundo sin horizontes de sentido, donde resultaría imposible pensar por sí mismo. Sería un mundo donde nadie apreciaría la belleza, la diversidad y la complejidad de la naturaleza y de la cultura. En definitiva, un mundo sin filosofía sería un mundo gris, aburrido, conformista y estancado. Sería un mundo donde la ciencia, el arte, la política y la educación perderían buena parte de su valor y su sentido, y donde la humanidad se empobrecería y se debilitaría. La filosofía no resuelve todo, pero sin ella no se resuelve nada. Por todo ello, vale la pena filosofar.