El bien suele ser aquello que se considera deseable, valioso para nosotros
Todos tenemos la experiencia de que, en ocasiones, no es sencillo encontrar y disfrutar del bien, de lo bueno. Buscando lo grato, nos llevamos un chasco: un mal lugar de veraneo, un hotel cutre, un mal restaurante, un amigo que traiciona…
El bien suele ser aquello que se considera deseable, valioso para nosotros. Debería ser fácil encontrarlo, incluso todos tendríamos que estar de acuerdo al clasificarlo. La cuestión es si es algo objetivo o no, si tiene un valor intrínseco o relativo. ¿Qué requisitos debe tener algo para ser bueno? ¿Se puede hablar del bien en un mundo en que rige la tiranía relativista?
Hace pocos días, la prensa recogía la pena por la perdida del bebé que esperaba Isabel Díaz Ayuso. Me llamó la atención de que todos llamaban bebé al hijo perdido. Por lo que he podido colegir, la razón de ser calificado con este nombre es que era un niño deseado. En otros muchísimos casos, en que la madre no lo desea, pierde la calificación de bebé para ser considerado secreción, conjunto de tejidos, injusto agresor que debe ser eliminado. En este caso, el ser deseado, es lo que le hace bueno. Bien es lo que deseo, mal lo que no quiero.
Según los filósofos clásicos, el bien se identifica con el ser, con lo real, con lo que existe. Esto parece que nos lleva a afirmar que todo es bueno; por lo tanto, haga lo que haga, siempre haré el bien o me sentará bien. La experiencia desmiente este supuesto: muchas veces no elijo bien, no obro bien, me encuentro con el mal. El mero hecho de ser no da razón suficiente de bien. Aristóteles hace una distinción entre bien real y bien aparente y, por tanto, no todo lo que aparece como bueno es realmente un bien; sino solo aquello que colabora con mi perfección, con mi actualización, de acuerdo con mis propias potencialidades.
Bien es lo que me hace bien, lo que me conviene, lo que contribuye a realizarme como persona; lo que me hace bueno. Tiene que ser algo que me armonice conmigo y con los demás, con la creación y su Creador. Para que algo sea bueno lo tiene que ser en todas sus partes y aspectos; no basta con que tenga alguna buena cualidad. No puedo decir que este es un buen coche, porque es bonito o consume poco, si le falta estabilidad. Como no está nada claro que el mejor vehículo sea el eléctrico, mientras no se mejore el rendimiento de las baterías y se encuentre la forma de que no contaminen sus residuos.
Salomón, al verse ungido rey de Israel, no deseó una larga vida o riquezas; se dirigió a Yahvé con estas palabras: “Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal”. La sabiduría consiste en esto: en discernir bien. Un buen gobernante, un padre, deben procurar el bien de los suyos; que no será siempre lo que ellos deseen, ni lo más fácil o cómodo.
El Evangelio nos habla de la alegría de quien encuentra un tesoro escondido; va y vende todo lo que tiene para adquirir el campo. O la del comerciante, que descubre una perla de gran valor y hace lo mismo: vende todo lo suyo para adquirirla. Ambos consideran hacer un buen negocio. Lo bueno, lo valioso tiene su precio. Todo se considera poco para adquirirlo.
Procuremos ser lo suficientemente listos para que no nos engañen las apariencias. La experiencia de la vida, la formación recibida, el buen uso de la razón nos deben ayudar a discernir lo que nos conviene; a distinguir entre la apariencia y la realidad; entre lo apetecible y lo bueno. No es fácil saber apreciar el bien, valorarlo, defenderlo. Por listos que nos creamos, nos pueden dar “gato por liebre”.
El tesoro, la perla encontrada, es el descubrimiento del sentido de la vida; la razón de mi existencia, aquello que me hará feliz. Es como adquirir el famoso “elixir de la vida”, el secreto más valioso. Lo que nos hará eternamente jóvenes, aunque pesen los años. Hay gente siempre joven, sonriente, positiva. Son los que han descubierto su bien: que son amados, que pueden amar. En palabras de san Josemaría: “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado".
En estos momentos de incertidumbre social, de desconcierto, se necesitan sabios: expertos en encontrar el bien, que lo muestren con sus vidas, que lo hagan amable y apetecible. El mundo no lo cambiarán los políticos, sociólogos, economistas…, lo cambian los santos, los que saborean la bondad y la belleza del amor. También del “Amor de los amores”.
Hay que aprender a hacer el bien, a descubrir dónde está su fuente. Debemos formarnos: humanamente, profesionalmente, moralmente. Hacen falta personas capaces de apasionarse por la verdad, que analicen en profundidad la realidad. “Minorías creativas” que determinen el futuro, como decía Benedicto XVI.