A veces es más sencillo iniciar grandes gestas fuera de casa que cruzar el umbral del propio hogar dispuesto a darlo a todo
Un día cualquiera. Llega el momento anhelado de volver a casa tras una larga jornada de trabajo. Justo antes de introducir la llave en la cerradura, se empiezan a agolpar al otro lado de la puerta los gritos de varios niños. Algunos no quieren meterse en el baño, otro corre enfurecido detrás de su hermano, el mayor da un portazo porque no puede estudiar y en ese instante rompe a llorar el bebé que ya reclama su turno de comida. Todo se oye tras la puerta con dramática intensidad. Es entonces cuando uno quisiera guardar de nuevo la llave y volver dos horas más tarde. Pero no. Es la “hora santa”, la hora del sacrificio.
Un amigo de mi marido le confesó que, en estas situaciones, respira hondo y, mientras gira la llave, se dice en voz baja: “Aquí está mi cuerpo que será entregado por vosotros”. Y con esta máxima en la cabeza, deja las cosas en el dormitorio, se remanga la camisa y pregunta: “¿Por dónde empiezo?”.
Decía Santa Teresa de Calcuta que “si quieres cambiar el mundo, ve a casa y ama a tu familia”. A veces es más sencillo iniciar grandes gestas ahí fuera que cruzar el umbral del propio hogar. Y es que la casa no siempre es el remanso de paz donde recobrar las fuerzas, sino más bien ese lugar donde uno se derrama gota a gota.
El día de la boda entregamos nuestro cuerpo y también nuestra vida entera al otro. Es una donación que se actualiza cada día. El cuerpo se entrega en el lecho, pero también al levantarse rápidamente en la noche para atender a un hijo y que el otro no se despierte; el cuerpo se entrega en la ternura de una caricia, pero también regresando pronto del trabajo para aliviar la carga doméstica al que está en casa; el cuerpo se entrega al reservarnos un día para ir a cenar juntos, pero también diciendo “vete a descansar que ya me ocupo yo”.
Los esposos no son un equipo que se reparta las tareas o que gestione eficazmente la logística familiar; son una sola carne que se entrega mutuamente tanto en los grandes acontecimientos de la vida como en los detalles más pequeños. Esa grandeza del amor, que tantas veces parece imposible de vivir, en realidad es una gracia recibida en el sacramento del matrimonio, es un don que se nos regala.
En una entrevista que le hice hace unos años, Rocco Buttiglione me dejó una gran lección: “San Juan Pablo II me dijo que el don más grande que como padre podía dar a mis hijas era amar a su madre. No vivir con ella o no traicionarla, sino amarla”. Ese amor que se tenían los santos Luis y Celia Martin necesariamente fue la fuente de la que bebieron sus cinco hijas para llegar a entregarse completamente a Jesucristo como monjas de clausura. Una de ellas fue santa, Teresita del Niño Jesús, y otra, Leonia, está en proceso de beatificación.
Fue, sin duda, la profunda fidelidad de su mujer lo que sostuvo al beato Franz Jägerstätter cuando decidió oponerse al régimen nazi aun sabiendo que le costaría la vida. Solo su mujer, Franzciska, en un acto de amor y sacrificio sublime, permaneció a su lado, tal y como se puede contemplar en Vida oculta, la magnífica película de Terrence Malick.
“Volver a casa y amar a nuestro marido o esposa es hoy un acto de rebeldía”
Como diría Madre Teresa, el amor empieza en casa. Empieza, pero no termina en ella. El amor conyugal, con su dimensión martirial, tiene la capacidad de transformar el mundo. No queda en la vida íntima de la familia, sino que es fecundo y puede hacer vibrar a una sociedad dividida, aislada y dormida. Volver a casa y amar a nuestro marido o esposa es hoy un acto de rebeldía ante la mediocridad y el egoísmo. Es el comienzo de una civilización del amor.