Pasamos de dar culto al Dios verdadero a postrarnos ante pequeños ídolos, que los inquisidores modernos, adoran y nos imponen
Con la cercanía de las elecciones entramos en campaña. El alcalde de Valencia, que este fin de semana tiene que estar presente en los actos del Centenario de la Coronación de la Virgen de los Desamparados, ha querido dar “una de cal y otra de arena” y ha presidido un bautismo laico.
Una ceremonia civil con sus lecturas: poesías de Gloria Fuertes, y su música: la vida es bella. Los padres han renunciado al sacramento del bautismo, dicen que no tienen fe, pero quieren celebrar algo. Realmente este festejo no aporta nada, todos los recién nacidos se introducen en la ciudadanía al inscribirlos en el registro civil. Pero algo se busca, ¿qué es ese algo?
Otra ceremonia impresionante nos ha acompañado estos días, la coronación de Carlos III de Inglaterra. Un monarca moderno siguiendo un ritual centenario, casi anacrónico. Aunque no pude seguir la ceremonia porque estaba oficiando unas preciosas primeras comuniones, la curiosidad me pudo y vi un pequeño resumen. Pensaba que, si el nuevo rey cumple todo lo que prometió, sin duda irá camino de los altares. Una constante referencia a la Ley de Dios, a las virtudes cristianas, a los valores eternos. Quizá se buscaba solo el boato, la preciosidad, la tradición, pero ahí estaba Dios.
Cuando el mundo se aparta de Dios, de su Iglesia; cuando la verdad es rechazada y temida por su solidez y contundencia; cuando se deja de asistir a las ceremonias religiosas por ser largas y aburridas; cuando se rechazan los códigos morales; cuando se renuncia a la fe surgen un montón de supersticiones, dioses falsos, ritos paganos, imperativos culturales, tabúes. Pasamos de dar culto al Dios verdadero a postrarnos ante pequeños ídolos, que los inquisidores modernos, adoran y nos imponen. Cuentan con toda una inmensa maquinaria: muchísimo dinero, poder mediático y político, un halo de laica santidad…
Cuando el hombre reniega de su grandeza, cuando rechaza a su Creador, necesita inventarse algo. Tiene que cubrir su sed de trascendencia, su impronta divina con multitud de ídolos, parafernalias rituales, credos modernos, nuevos profetas, lugares de peregrinaje, etc. Bajamos a Dios al propio terreno, hay un culto al propio poder. A Dios muerto, dios puesto: yo. Pero el becerro de oro, por valioso que sea, no deja de ser una construcción humana. El culto a esa imagen es realmente a uno mismo. Una construcción insustancial que nos deja vacíos. No deja de haber una búsqueda, una sed insatisfecha.
“Queridos hermanos: Glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia”.
San Pedro nos anima a dar razón de nuestra esperanza. Nos invita a un sincero diálogo con todos, un coloquio abierto, respetuoso, delicado. No tenemos necesidad de imponer nada, de callar la boca a nadie. Cuando se es feliz, cuando tenemos razones para vivir, motivos de esperanza, no nos hacen falta métodos inquisitoriales. Aceptamos un sincero diálogo, tenemos la disposición de aprender de los demás, nos cuestionamos los posibles errores.
¡Qué actitud tan distinta tienen los nuevos gurús! La inseguridad de sus razones y argumentos, el vacío que tienen dentro, la experiencia de la esterilidad de sus proyectos los lleva a adoptar posturas tiránicas, descalificadoras de los demás. En cuanto ven que no eres de ellos, que no “les bailas el agua”, te tachan; te colocan el “sambenito”; te declaran persona no grata, apestosa y peligrosa; te excluyen, los que se jactan de inclusivos.
A tanto satisfecho insatisfecho, a tanto sediento que se siente saciado, a tanto burlador de la verdad, tenemos que dar razón de nuestra esperanza. Con delicadeza y respeto, esto es, con nuestro amor y alegría. Transmitirles lo mucho que Dios los quiere con nuestro amor, con nuestros detalles, con nuestra vida. Están buscando la verdad, el sentido de sus vidas. Necesitan un poco de paz, ser queridos. Y, todo esto, se lo podemos dar porque lo tenemos.
Dice el Evangelio: “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros”. Es muy importante darse cuenta de la suerte que tienen los cristianos, de la grandeza de nuestra vida, de lo bonita que es. Experimentamos todo el amor de Dios volcado en nosotros; aunque seamos conscientes de nuestros límites y pecados, aunque suframos a causa de los demás.
Descubrir el Espíritu de la Verdad, el amor en nuestras vidas: “Porque el amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado” (Romanos 5,5). Si lo experimentas, dáselo a los demás. Hay muchos que lo están buscando. Dáselo con tu vida, tu sonrisa, tu cariño, con tus abrazos.