Somos más desconfiados, negativos, críticos con todo. Se va perdiendo la alegría de vivir
El Martes Santo salí a ver procesiones con unos amigos. Fuimos al encuentro del Prendimiento por la Ronda de Andújar y me llamó la atención el gran número de penitentes jóvenes y de monaguillos acompañando al cortejo. También las calles estaban abarrotadas, especialmente de chavales, familias jóvenes y niños. Pensaba que hay motivos de esperanza, que no todo es folclore –aunque lo haya–, que también hay fe, gusto por lo bonito, tradición, vida.
Las madres y los padres enseñaban a sus hijos quiénes iban sobre los pasos: el Señor y la Virgen. Que a Jesús lo crucificaron injustamente, que pagó por nuestros pecados, que su Madre le acompañaba siempre. Contemplando un Cristo clavado en la cruz, pero con el rostro sereno, incluso esbozando una sonrisa, me decía un niño que sonreía porque sabía que iba a resucitar. Cristo vive, la cruz ya no es simplemente un patíbulo, es un trono de triunfo. No gana el mal. Aunque, a veces, todo puede parecer perdido, hay esperanza. La Virgen lleva en muchas de sus advocaciones el título de la Esperanza.
Hay muchas cosas, situaciones, que nos dan miedo. Estamos llenos de temores. Acabamos de salir de la catastrófica pandemia del Covid-19, recordamos la guerra de Ucrania, el encarecimiento de la energía y alimentos básicos vacía nuestros bolsillos, hay inestabilidad laboral, falta de empleo, nos sentimos engañados por la política, vemos con temor el futuro de los hijos.
Es frecuente escuchar que nos han metido mucho miedo. Esto ayuda a que no nos arriesguemos a comprometernos formando una familia estable, a tener más hijos. Somos más desconfiados, negativos, críticos con todo. Se va perdiendo la alegría de vivir. El espíritu de aventura. La ilusión. La Resurrección nos puede ayudar mucho. En una homilía decía Benedicto XVI: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. “Mi mano te sostiene. Donde quiera que tú caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz”, continúa.
Los motivos de esperanza no los tenemos en nosotros, hombres pecadores, acostumbrados a la debilidad y a los errores y horrores, están puestos en Dios, que es esencialmente bueno, bien y bondad infinitas; el que es verdad y vida, fidelidad. Luz que disipa las tinieblas. En el que siempre hay perdón y renovación. En el que hace nuevas todas las cosas. En el que tiene el inmenso poder de sacar bien del mal más intenso. Sin Él no hay esperanza.
También podemos esperar en los hombres que se dejan ayudar por Él, que creen a pesar de todo, que apuestan por la luz. Con gran sencillez me comentaba un padre de familia numerosa que varios amigos suyos se han animado a tener más hijos al verle a él siempre alegre, cargado de críos, pero con una gran sonrisa. Han pensado que, aunque hay dificultades –siempre la habrá–, hay que apostar por la vida. Luego se ve que no es para tanto, que los niños siempre son una bendición.
En otra ocasión comentaba el Papa anterior: “En el cirio, la creación se convierte en portadora de luz. Pero, según los Padres, también hay una referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la comunidad viva de los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las abejas. Construye la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio una referencia a nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo”.
En la Iglesia, entre los convocados a vivir en ella, hay luces y sombras. La Luz es Cristo, la sombra somos nosotros. Pero podemos reflejar su Luz. Estos días podemos contemplar la belleza de la Luna llena. Incluso podemos ser guiados por su luz. Pero esa luminosidad no es suya, refleja la del Sol. Así debemos ser los cristianos, un punto de claridad en medio de la oscuridad. Es cuestión de que nos dejemos guiar por el Resucitado, de que vivamos en Él y por Él. Que humildemente le reflejemos.
Me comentaba un amigo, que acompañaba a otro en un hospital, que al poco tiempo de estar en la habitación, el otro enfermo y su acompañante, no creyentes y alejados de la moral cristiana, les preguntaron si eran católicos. Les había llamado la atención su educación, su buen estar. Este es el secreto, comportarnos como Cristo lo haría, apoyarnos en sus enseñanzas, en su gracia.
“Roguemos al Señor en esta hora que nos haga experimentar la alegría de su luz, y pidámosle que nosotros mismos seamos portadores de su luz, con el fin de que, a través de la Iglesia, el esplendor del rostro de Cristo entre en el mundo”, con estas preciosas palabras terminaba el Papa su homilía en la Vigilia Pascual.