“Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer Lc 22,15)”
“Semana Santa”: dos palabras que a los cristianos nos hablan del amor infinito de Dios por todos. Días conmemorativos del paso de Jesucristo de este mundo a la gloria del Padre: el llamado “Triduo Pascual” que comprende la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Escribo con mayúscula esas tres realidades -como la palabra Amor que figura en el título-, por lo que tienen de único y singular, en cuanto referidas a Jesús, un hombre que confesamos Dios.
Me acercaré a este misterio con el deseo de avivar la conciencia creyente, ante la locura del amor divino que encierran los hechos que conmemoramos: su realidad ha superado con creces a la imaginación más creativa, porque quienes creemos, ¿nos hemos parado a meditar seria y hondamente que el Hijo eterno de Dios-Padre haya querido hacerse hombre, morir en la Cruz para rescatarnos del desamor del pecado, y llevarnos a una vida en Dios?
He calificado de “ardiente, anticipado y apasionado” el amor de Cristo, porque no son adjetivos gratuitos, como sacados de la manga, sino que brotan del Evangelio y, más aún, de los mismos labios de Jesús y de los hechos que confirmaron sus palabras. Pero solo apreciaremos ese amor si los cristianos, empezando por los sacerdotes -desde el Papa hasta el último de ellos-, no caemos en la rutina y superficialidad cuando, al celebrar la Misa, renovamos sacramentalmente lo que hizo Jesús desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección. Y si los fieles laicos, por su parte, al oír al celebrante que confiesa la presencia sacramental de esos hechos, diciendo: “Este es el Misterio de nuestra fe”, no responden quizá cansina y rutinariamente: “Anunciamos tu Muerte, proclamamos tu Resurrección, ven Señor Jesús”. Vayamos a la Escritura para contemplar ese Amor inefable.
San Juan nos transmite así las últimas horas del Señor: “Como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Esta expresión “hasta el extremo” lo dice todo pero -valga la paradoja- no del todo ni completamente. Ciertamente, no hay mayor muestra de amor que el de dar la propia vida por la persona amada, porque nada quedaría ya por entregar. Sin embargo, la fe confiesa que el poder divino de Jesús ha ido mucho más lejos pues, al instituir la Eucaristía, lo hizo de tal modo que no sólo anticipó sacramentalmente su Pasión y Muerte, sin excluir la posterior Resurrección, sino que a la vez quiso que ese acto de amor infinito perviviese con toda su fuerza y dinamismo hasta el fin del mundo, gracias al mandato dado a los apóstoles, al decirles: “Haced esto en conmemoración mía”(Lc 22, 19). Las palabras de la institución dejaban claro el sentido y finalidad del sacrificio de la Cruz, y que su Amor era ardiente, anticipado y apasionado. Veámoslo más despacio.
San Lucas lo relata así: “Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. (..) Y del mismo modo el cáliz (…), diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20), “para remisión de los pecados”, que completa san Mateo. Estamos, pues, ante una entrega de amor viva y ardiente tanto en el Cenáculo -al momento de la institución-, como en la Cruz al momento de hacerse dolorosa y sangrienta realidad. Sin olvidar, claro está, que en el “hoy” de cada Misa el amor de Cristo sigue vivo y palpitante, con el añadido de toda la fuerza divina de su Resurrección gloriosa. En el Cenáculo, esas tres dimensiones del amor estuvieron presentes en el corazón de Cristo, y san Lucas las recoge como magnífico pórtico de su relato institucional:
“Cuando llegó la hora, (Jesús) se puso a la mesa y los apóstoles con él. Y les dijo: ‘Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer’” (Lc 22, 14). “Ardientemente”, según el diccionario, es aquello “que causa ardor o parece que abrasa”, como el fuego; y también como algo “fervoroso”. Así fue el amor de Jesús en aquellos momentos, como lo es hoy y lo fue a lo largo de su vida, cuando decía: “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!” (Lc 12, 49-50). Es un amor entendido como donación gratuita, de “agapé” según el término griego, que solo busca el bien del amado; en este caso, además, con doble donación: de todo Cristo como alimento eucarístico en el Cenáculo, antes de padecer, y horas después como víctima de amor con su bautismo de sangre en la Cruz.
El amor debe llevar, por nuestra naturaleza corpóreo-espiritual, a una donación apasionada: “con todo tu corazón” y “todas tus fuerzas” que pide el primer mandamiento del amor a Dios. Al no ser espíritus puros ese amor requiere, siguiendo el dicho popular, “poner toda la carne en el asador”; expresión que significa “arriesgarlo todo de una vez, o llevar al extremo el empeño y esfuerzo en la ejecución de algo”. Así fue el amor de Cristo en su Pasión, con su cuerpo destrozado y rogando al Padre, desde la Cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
Todo amor verdadero ha de revestirse de esas tres dimensiones que tuvo el de Jesús: ser ardiente; deseoso de anticipar el tiempo de la entrega total; y llegada ésta, ser apasionado hasta que duela como el desgarro de la Cruz. Y por supuesto, sin punto final, con afán de perpetuidad -el “para siempre” de los enamorados-, que Jesús lo quiso para el suyo, al pedirles: “Haced esto en memoria mía”.
La misa renueva diariamente el Misterio Pascual, que merece máxima acogida y adoración, especialmente si los fieles recibimos a Cristo que sigue siendo alimento y víctima. A este propósito, y para sacudir eventuales conciencias adormecidas al participaren la Eucaristía, concluiré con una ingeniosa historieta que leí hace años en las redes sociales. Contaba que en una misa con la presencia de unos 200 feligreses y a punto de comenzar, irrumpieron unos encapuchados armados con metralletas. Gritaron: «¡Los que estén dispuestos a morir por Cristo, que se queden; los demás tienen veinte segundos para salir!». Un tropel de personas salió disparado, y apenas permanecieron 20 fieles, resignados a morir por Dios. «Bien, padre, dijo al sacerdote uno de los asaltantes quitándose la capucha: aquí están los que vienen convencidos a misa. Ya puede comenzar». Adivino en el lector una espontánea y cómplice sonrisa con los encapuchados…
La intención moralizante de la historieta invita a preguntarse: yo, cuando voy a misa, ¿avivo mi fe y mi amor hasta el extremo de haberme contado en ese pequeño grupo de personas convencidas? Cuando muchos huyeron del Calvario, la Virgen María y el apóstol Juan permanecieron al pie de la Cruz; por eso también saborearon más hondamente la alegría de la Resurrección. Las máximas alegrías son patrimonio de los verdaderos enamorados.