«Las mujeres todavía seguimos un poco disfrazadas de hombre, porque hemos tomado sus atributos masculinos y hemos renunciado a nuestra identidad femenina, sobre todo a la maternidad».
María Calvo (Madrid, 1967) compagina su trabajo de profesora titular de Derecho Administrativo en la Universidad Carlos III de Madrid con su pasión por los asuntos educativos y la defensa de la igualdad entre el hombre y la mujer. No rehúye ningún debate, y la claridad de sus intervenciones la ha convertido en una de las voces españolas más reconocibles en cuestiones como la masculinidad y la feminidad o las actuales dificultades para desarrollar una paternidad y una maternidad plenas.
Concepción Arenal, gallega de familia ilustrada, tenía veintiún años cuando se cortó el pelo y se vistió con levita. Completó el atuendo con un sombrero de copa y así, en 1841, se sumó como oyente a la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid. No se prohibía el acceso de mujeres al aula, pero tampoco se concebía que quisieran hacerlo. Por aquel entonces, en España era natural que la mujer se ocupase de la casa y de la familia y que el hombre hiciera lo propio en los negocios, en la industria, en la guerra. Concepción Arenal revolucionó la universidad y el derecho y, por ello, María Calvo, profesora y jurista, la admira profundamente: «Me gusta mucho el grupo de mujeres valientes que a partir del siglo XVIII exigieron la igualdad de derechos». Entre ellas también cita a Clara Campoamor y a Emilia Pardo Bazán. María Calvo asegura que en 2021 «las mujeres todavía seguimos un poco disfrazadas de hombre, porque hemos tomado sus atributos masculinos y hemos renunciado a nuestra identidad femenina, sobre todo a la maternidad».
Sabe que su discurso es incómodo. En un programa universitario al que acudió en febrero como invitada, recibió un aviso para que lo moderase. Había dicho que «el aborto es una fractura irreversible en el corazón de la feminidad» y que «no es lo mismo que un niño sea criado por un padre y una madre, bebiendo de esa masculinidad y esa feminidad; no es lo mismo el olor, que te besen, que te levanten los brazos de un padre y una madre que los de dos papás o dos mamás». Cuando se negó a retractarse, la expulsaron del programa. Sabe que rema contracorriente pero continúa porque lo cree necesario, porque ve una carencia de formación en torno a la identidad femenina y masculina, a la maternidad y la paternidad, a la igualdad entre el hombre y la mujer, a la educación, campos que ve estrechamente relacionados.
Con la legalización del matrimonio homosexual en 2005 y la aprobación de la ley de reproducción asistida en 2006, María Calvo se preguntó qué había detrás: si existía un correlato jurídico con la ciencia. De este modo, comenzó un nuevo camino de investigación. «Los juristas debemos tener conocimientos de antropología, filosofía, psicología o psiquiatría, para que las leyes no nazcan obsoletas —señala—. Hay que llevar la realidad científica a las leyes». En esa propuesta, le parece imprescindible que la universidad sea campo de reflexión y de diálogo. De hecho, fue en una universidad donde Concepción Arenal abrió un debate al ser descubierta; ante su insistencia y el bagaje que demostró en un examen, le permitieron continuar de oyente. Sin embargo, la reivindicación de los derechos de la mujer viró más de cien años después.
Es en Mayo del 68 cuando María Calvo advierte la primera ruptura: «La maternidad cobró un nuevo sentido y se consideró una amenaza para la igualdad, como si tener hijos y dedicarse a ellos fuera frustrante o esclavizante». Se planteó la liberación de la mujer a través del aborto, la planificación y la anticoncepción. «A partir de entonces —explica— el hombre se convirtió en un enemigo al que había que eliminar y se empezó a rechazarle como padre por resultar inútil, perjudicial y prescindible». Siguiendo esta tesis, la mujer renunció a la maternidad como se había entendido hasta entonces y también a la figura del padre.
El padre, en peligro de extinción
Hubo un hecho que a María, como jurista, le llamó la atención especialmente. En el real decreto ley que en marzo de 2020 amplió el permiso de paternidad, «no se recoge la palabra padre». En su lugar, se puede leer «progenitor distinto de la madre biológica» u «otro progenitor». «Me asustó ver cómo las leyes son capaces de eliminar una figura que pertenece a la cultura occidental desde hace siglos y que está en su base. Si se desmorona el padre, se desmorona una columna de nuestra civilización». De esta preocupación, del intento de responder a por qué el padre está desapareciendo de la familia, surgió Paternidad robada (2021), una obra en la que María Calvo profundiza en el discurso hiper-moderno —término acuñado por el sociólogo francés Gilles Lipovetsky—, que ve al hombre prescindible en la crianza y en la educación de los hijos.
«La maternidad en soledad está creciendo muchísimo», señala María. Las estadísticas muestran un cambio de tendencia significativo. El 48,4% de los nacidos en 2019 —última cifra recogida por el Instituto Nacional de Estadística (INE)— son de madre no casada. La apreciación «no casada» no se corresponde con «soltera», pero ya en 2017 el INE subrayaba que la cifra de 44,5% era el «valor más alto de toda la serie histórica». Un dato que crece un uno por ciento todos los años. En 2007 se crearon organizaciones como la Asociación Madres Solteras por Elección, y un año después el Instituto de la Mujer corroboró el aumento de este modelo de familia mono-parental.
«Este tipo de maternidad convierte a los hijos en huérfanos de padre incluso antes de nacer y es duro para ellos porque el instinto maternal se transforma en un instinto de posesión —revela María Calvo —. La relación con la madre es esencial, sobre todo en los primeros siete años, pero no puede ser exclusiva y excluyente». Entre los riesgos que enuncian los psiquiatras, indica, se halla el incesto emocional, donde el hijo asume el papel de pareja al convertirse «en el confidente de la madre, en su paño de lágrimas». María también advierte que en la maternidad en soledad los hijos nacidos por técnicas de reproducción asistida se encuentran con frecuencia sometidos a una relación de dominación, «porque vienen a llenar el vacío existencial de la madre, pero la libertad del ser humano requiere un comienzo indisponible».
Iguales, diferentes
La pregunta que subyace al pensar en los roles familiares es si somos iguales; si, en el siglo XXI, los hombres y las mujeres tenemos o no los mismos derechos. María no duda: «Somos iguales en dignidad, en humanidad, en objetivos, pero no en el modo de alcanzarlos ni en la forma de ver la vida». Sin embargo, lamenta que, «cuando por fin parece que se ha alcanzado esa igualdad, todo se viene abajo». «De repente se nos considera iguales, fungibles, intercambiables, no hay hombre ni mujer». Cree que la igualdad ha dejado de entenderse como un camino hacia la confluencia de oportunidades y se ha transformado en una negación de la identidad masculina y la femenina.
La razón por la que María Calvo expresó en aquel curso universitario que no era lo mismo criarse con un padre y una madre que hacerlo con dos padres o dos madres aludía a la identidad, a la esencia. En la familia, el hombre y la mujer añaden aportaciones diferentes en la configuración de la personalidad de los hijos.
—¿Qué aporta la madre y qué aporta el padre?
—A las madres les preocupan sobre todo los sentimientos de los hijos y somos puentes hacia sus mundos interiores. A los padres, que sean capaces de enfrentarse a este mundo exterior tan complejo. Nosotras regalamos la vida biológica y los padres regalan la vida social.
—¿Y en el amor?
—Las madres damos un amor muy físico, con caricias, besos, abrazos. En general, el amor del padre busca fortalecerles, hacerles capaces; no está exento de la exigencia, del límite. Es un amor difícil de entender por las mujeres y que ahora mismo está muy desprestigiado, pero eso no quiere decir que sea de menor calidad.
—Por tanto, son diferentes el ejercicio de la maternidad y el de la paternidad.
—Son distintas maneras de ver la vida, y esas diferencias nos enriquecen. Hoy las mujeres estamos muy empoderadas y estamos rechazando al hombre. Al considerarnos idénticos, es normal que surja el desencuentro, el conflicto y la ruptura. Cuando exigimos a la persona del sexo opuesto que vea el mundo desde nuestra perspectiva, cuando queremos que sientan idénticos afectos, que tengan la misma sexualidad, que críen a los hijos del mismo modo… pedimos imposibles. Tenemos que respetarnos. Lo grandioso de la identidad femenina y de la masculinidad es que se complementan de forma sinérgica y simbiótica. Solo si comprendemos que somos distintos dejaremos de ver las diferencias como defectos.
Derecho a la frustración
Cuando María Calvo tuvo a su primer hijo fue al mismo pediatra que la había atendido a ella de niña. Era un doctor con diferentes generaciones en consulta. El médico le explicó que debía darle el pecho al bebé cada cuatro horas. «¿Cuatro horas? ¿Y si llora?», preguntó María. «Llorará una semana, pero luego se le pasará», respondió el médico. Esa recomendación se repitió cuando acudió con su segunda hija en brazos. Sin embargo, con la tercera, su pediatra había fallecido y en su lugar había uno más joven. Le dijo que debía alimentar al bebé en cuanto se lo pidiera. Repitió la pauta tras su cuarto alumbramiento. «Pero dar todo a los niños, y además cuando ellos lo solicitan, los vuelve insaciables. Desde que nacen debemos educarles, porque no se puede tener todo en la vida; luego hay fracasos, cosas que salen mal», acentúa María, que reivindica la frustración casi como un derecho fundamental del niño: «Hay que amarle mucho para aguantar el llanto, las pataletas e incluso que nos odien cuando son adolescentes y decimos que no a sus demandas».
La carencia, subraya, es motor del deseo: «Cuando no les falta nada, no tienen ilusión por nada ni luchan por nada. Entra miedo a frustrarles». Y aquí el padre vuelve a ser fundamental, porque encuentra más facilidad que la madre, por naturaleza, en establecer límites. «En la universidad —recuerda— se me han acercado jóvenes que me han dicho: “Mira, María, a mí mis padres no me quieren, porque me dejan hacer de todo. No les importa a qué hora llego, qué hago, si bebo, si fumo, si me drogo, cómo me visto”. Ellos saben que los límites son una manifestación de amor y les dan mucha tranquilidad».
«A los adolescentes les resulta muy humillante cumplir una norma si los padres no la siguen. La autoridad se gana siendo coherentes», expone María Calvo. El problema, recalca, es que ese padre o esa madre tiene miedo a caer mal, a que lo rechacen, a que no lo quieran. Pretende acceder al mundo interior de su hijo adoptando una postura que cree que le aproxima. Trata de forjar la confianza como si en lugar de padre o madre fuesen amigos. Se olvida de los límites, no sabe cómo decir que no, que tendría que estar estudiando y que no puede fumar a los trece años, o a los catorce, o a los quince. «Los hijos necesitan esa verticalidad, esa ley simbólica de la familia, para no sentirse perdidos».
La clave, insiste María, está en las diferencias complementarias del padre y la madre: «Hay que dejarse enriquecer. La gran revolución del hombre como padre es la liberación de la mujer como madre. Las mujeres nos hemos comido el mundo educativo y estamos reconocidas profesionalmente, pero también queremos seguir siendo las reinas del hogar: queremos que los hijos se eduquen como pensamos, que coman tal comida, que los muebles se pongan de determinado modo… y eso nos da mucho trabajo. Tenemos que dejar entrar al varón pero conscientes de que el hombre va a hacer las cosas de un modo muy diferente. Las mujeres debemos permitirles entrar, pero mordiéndonos la lengua, sin críticas y sin desprestigiarles delante de los niños. Esa conjunción proporciona una libertad increíble».
Los hijos necesitan que los padres y madres sean ejemplo, pero no perfectos. «Quieren padres consecuentes y honestos pero imperfectos, como lo son ellos, porque solo así van a pensar: “En mi imperfección, me van a poder amar”». A María Calvo le brillan los ojos al decirlo.
María observa a su alrededor, al salón que compartieron los seis miembros de la familia durante los tres meses de confinamiento total y donde aún hoy, con el teletrabajo, acostumbran a encontrarse.
—Fíjate: ahora, con la pandemia, la frustración nos rodea como las paredes de una casa. Estamos sufriendo enfermedad, la muerte de los mayores, los hijos quieren salir por ahí y no pueden, quieren reunirse con sus amigos y tienen límites de aforo y de horario. Si no puedes gestionar esa frustración, te desesperas. Y eso es lo que les está ocurriendo a los niños a los que se les ha hecho adictos al placer, a quienes se les ha dado siempre lo que reclamaban.
La atención a la diferencia
María Calvo asegura que «en nuestra sociedad se cuestiona la alteridad sexual, la existencia de un hombre y de una mujer naturales, aunque se trata de una realidad científica. Negarlo es negar un fundamento antropológico esencial del ser humano, equivale a rechazar las raíces de la civilización occidental».
Y esta colisión es la que genera conflicto.
—¿Cree que en la sociedad de hoy tenemos claro el concepto de igualdad?
—No. Ahora mismo la igualdad es un igualitarismo masificador que neutraliza los sexos. A eso hay que sumarle la paradoja de que algunos digan que somos iguales pero las mujeres mejores y que, además, necesitamos más derechos. Impera un concepto de igualdad deconstruido, absurdo y lleno de contradicciones. El hombre hoy tiene menor valor social. Deberíamos volver la vista atrás y ser capaces de reconocer todo lo bueno que a lo largo de los siglos han hecho por las mujeres.
—En 2008 se fundó en España el Ministerio de Igualdad, que en 2020 se recuperó como entidad propia. ¿Lo considera útil?
—Haría falta para defender al varón y, en particular, a los jóvenes, porque desde la escuela están atravesando una crisis de identidad muy fuerte. Más del 80 % del profesorado de Infantil y Primaria son mujeres [según datos del Ministerio de Educación de 2020, el profesorado femenino de Educación Infantil alcanza un 97,7% del total y en Primaria, un 81,7%], así que los varones crecen en un mundo femenino-maternal y, de manera involuntaria pero clara, se impone un ideal femenino en muchas aulas. Los cerebros masculinos y femeninos son diferentes y hay estudios que han demostrado que los ritmos madurativos también lo son. Si se ignoran las inclinaciones y tendencias innatas de los varones, se les puede tachar de vagos, torpes o hiperactivos. De hecho, hay informes de la OCDE con datos muy negativos: los chicos están treinta puntos por debajo de las niñas, tres de cada cuatro expedientes disciplinarios son de muchachos, repiten el doble…
—¿Persiste el desconocimiento sobre la identidad masculina?
—Desde la revolución del 68 se les ha pedido a los hombres que revisen la masculinidad. Ha habido ganancias, porque ahora hay varones más sensibles, emotivos, emocionales. Las generaciones del pasado eran muy analfabetas emocionalmente; con frecuencia los hombres no abrazaban a los hijos, no les decían «te quiero», no lloraban... En líneas generales, han desarrollado una mayor sensibilidad emocional, pero han descartado otros valores, como la competitividad, la fortaleza, la defensa del débil o el luchar por los principios; todo eso que ahora se identifica con el machismo. Pienso que eso les frustra, porque no pueden expresarse tal y como son.
—Algunos eslóganes tachan al hombre de violento, de misógino. ¿Se defiende a la mujer desde una postura de ataque?
—Desde luego. En los últimos años ha surgido una serie de políticas identitarias, relacionadas tanto con la raza como con el sexo, que tienden a defenderse atacando. Aunque hay muchos feminismos y cabría matizar, se está luchando contra el machismo con unos planteamientos feministas que beben de las mismas fuentes, que son agresivos, que desprecian al sexo opuesto y que han popularizado la degradación de la masculinidad. Hay estudios de series, de películas, de videojuegos, que exponen cómo el torpe, el borracho y el agresivo es el padre, mientras que la mujer está empoderada, es oportuna y mantiene la razón. El mensaje que se proyecta es muy perjudicial para las niñas, porque no van a valorar la masculinidad, pero también para los varones, porque crecen con miedo a ejercer su masculinidad. El hombre tiende a mimetizarse desde muy pequeño con las mujeres, porque se les transmite que eso es lo óptimo, de modo que se identifican con una identidad que no es la propia.
—En librerías, tertulias o universidades se recuperan manifiestos de mujeres que en los siglos anteriores reivindicaban sus derechos. Por ejemplo, la obra de Simone de Beauvoir El segundo sexo señalaba que la mujer es un producto cultural, una construcción social. ¿Seguimos siendo el segundo sexo?
—Actualmente el segundo sexo es el hombre, sin duda. Aunque hay mucho margen de mejora, en la civilización occidental la mujer está más valorada que nunca, pero también se queja más. A estas alturas, pienso que a las mujeres no nos hace ningún favor el discurso de Simone de Beauvoir, porque es anacrónico y está obsoleto. Supone un proteccionismo hacia las mujeres que no necesitamos. Algunos feminismos están enviando un mensaje falso y derrotista, porque la realidad es que podemos conseguir lo que nos propongamos. La igualdad de oportunidades es cada vez más real y, además, la victimización nos perjudica porque las mujeres somos autónomas, independientes, libres, tomamos nuestras propias decisiones y podemos alcanzar las mismas metas que los hombres sin necesidad de que nos favorezcan. Victimizarnos e infantilizarnos es una de las mayores perversiones del feminismo.
—Sin embargo, en educación se ofrecen becas exclusivas para mujeres, especialmente como motivación para que se decidan por carreras científicas o tecnológicas. ¿Le parece un método acertado?
—Es un discurso que va contra la libertad de elección de las mujeres. Habría que barajar que quizá no queremos hacer esos estudios. En los países nórdicos, donde las políticas de igualdad son las mejores de Occidente, hay menos ingenieras que nunca. Se debe garantizar que desde el colegio se eduque para la igualdad de oportunidades, pero también tenemos que dejar que las mujeres elijan libremente. Esto está relacionado con la negación de otro gran tema: la identidad femenina. Nosotras tenemos una huella psicológico-materna imborrable, provocada por las hormonas. Estamos preparadas para ser madres, acoger, nutrir, cooperar, comunicar… Las carreras de Enfermería, Medicina, Educación o Recursos Humanos están desbordadas de mujeres.
—Defiende la educación diferenciada como una opción que favorece el desarrollo de los niños y de las niñas. ¿Por qué, si hay datos que corroboran su éxito y está reconocida en otros países, en España se pretende limitar el acceso a este modelo educativo?
—Es contradictorio. En marzo de 2019 se publicó un reportaje en El País sobre las escuelas separadas por sexo en Islandia. El motivo era que se les había concedido un premio de innovación educativa. Decían que eran colegios que garantizaban la igualdad de oportunidades y que acababan con los estereotipos de género. Resulta paradójico que en España ese modelo se vea como segregador y se quieran quitar los conciertos y que en Islandia se valore como algo maravilloso. En España hay tanta oposición porque hay mucho desconocimiento voluntario.
—¿Qué considera lo más positivo de la educación diferenciada?
—Es un modelo que pretende la igualdad de oportunidades y en el que se enseña el respeto por el sexo opuesto. Curricularmente se exige lo mismo. Lo peculiar es que en esos colegios se reconoce que existe una identidad femenina y una identidad masculina. Hoy se está negando que existan unas características biológicas y unas habilidades innatas propias de cada sexo, y eso contribuye a generar desencanto y conflicto. La educación diferenciada no tiene que ver con la religión y la moral. Es más: sería de justicia que hubiese colegios laicos públicos diferenciados, como en Estados Unidos, por ejemplo.
Volver a las preguntas fundamentales
La conversación con María Calvo acompaña al atardecer. Afronta las cuestiones con decisión y sin rodeos. Lleva años investigando y reflexionando sobre la familia, la educación y la igualdad y ha publicado una decena de libros al respecto.
—Un concepto que se ha repetido en la entrevista es que la sociedad se encuentra perdida en la contradicción.
—Son las paradojas de la híper-modernidad. Nos estamos dirigiendo hacia una crisis de civilización. Si se considera que no tenemos una identidad femenina y una identidad masculina, es imposible que la mujer y el hombre se conozcan a sí mismos y esto, como dice el psiquiatra Javier Schlatter, nos acerca al fracaso del proyecto vital.
—¿Es un regreso al punto de partida de las preguntas raíz: quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos?
—Desde luego. «¿Quién soy?» es el aullido emocional que resuena con más fuerza. Hay mujeres que tienen hijos con donantes de gametos masculinos o parejas homosexuales que recurren a vientres de alquiler, lo que provoca una falta de genealogía, de raíces, de historia. Antes, la persona podía tener al menos la certeza de ser hijo de Dios, lo que otorga una dignidad, pero ahora mismo no, porque también se ha rechazado su existencia. De modo que la sensación de estar perdidos es absoluta. Nos encaminamos hacia una ruptura social. La revolución del 68 pretendía ser colectivista, pero resultó individualismo puro y, desde entonces, con el relativismo posterior, el yo autorreferencial ha ido en aumento. Vivimos como seres atomizados, ajenos a las preocupaciones de los demás.
—¿Tenemos suficiente información sobre estos temas: educación, matrimonio, maternidad, paternidad…?
—Información tenemos, pero nos falta mucha formación. Necesitamos volver a la lectura de calidad y que los niños lean desde pequeños, porque serán esas lecturas las que los guíen, les enseñen a pensar y fomenten en ellos un espíritu crítico. También es importante que asistan a colegios donde se eduque en valores. Los jóvenes —lo digo con convicción y por experiencia— tienen hambre de verdad.
Blanca Rodríguez Gómez-Guillamón en nuestrotiempo.unav.edu/es/
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