Especialmente, quienes acostumbremos a visitarlo y recibirlo en la Eucaristía; sin duda que podremos afinar siempre más y más, empezando por los sacerdotes que, al celebrar la Misa, lo traemos diariamente sobre el altar, para renovar su muerte y resurrección en favor de toda la humanidad
Con dolor y consternación, a primerísima hora de ayer martes 27 leía, en este mismo medio, la noticia: “Maleantes profanan la Capilla del Hospital de Barbastro, tirando las Sagradas Formas”. Confieso que fue como un mazazo en el corazón. Apenas dos horas después de haberlo leído, escribía estas líneas impulsado por el deseo de desagraviar y animar a hacer lo mismo, a quienes profesen la fe cristiana. Quisiera que las consideraciones que siguen nos ayudaran en este intento.
Un sacrilegio, dice el diccionario, es la “lesión o profanación de cosa, persona o lugar sagrados”. Y señala también que la profanación, implica “deshonrar, prostituir, hacer uso indigno de cosas respetables”. Para mayor injuria y agravio, el acto sacrílego se cometió en la Nochebuena; entonces, hace 21 siglos, los ángeles cantaron en Belén: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres en los que Él se complace” (Lc 2, 14) ¿Cabe mayor prostitución y vilipendio que asaltar en Nochebuena un Sagrario, y arrojar a Dios por el suelo, oculto en unos fragmentos de materia que fueron pan y, por amor a nosotros, todo Él ─Dios y hombre─ se hizo ahí presente, al pronunciar las palabras: Tomad y comed, esto es mi Cuerpo?” (Mt 26, 26) De modo “sacramental”, sí, pero tan real y sustancialmente presente en la Eucaristía, como lo estuvo en Belén, más tarde en Nazaret, en el Calvario y, ahora también, en el Cielo. Me ha sorprendido, en verdad, que este hecho sacrílego de la Nochebuena, no haya saltado a la prensa y redes sociales hasta hoy martes.
Después del dolor por el Dios-vilipendiado, mi pensamiento ha ido a quienes lo han injuriado de ese modo. Quiero pensar con todas mis fuerzas que, por falta de fe, ignoran la horrenda afrenta realizada. Pero sí pienso que los demonios sí lo sabían, porque ellos creen, como bien dice el apóstol Santiago (cf St 2, 19) y, a poco que se piense, han estado detrás de esta profanación indudablemente diabólica. Para mayor injuria, además, perpetrada precisamente en Nochebuena, como queriendo acallar el “Gloria a Dios en el cielo” de los Ángeles en Belén, con un eco diabólico que sonaría así: “Odio a Dios en la tierra y a todos los hombres que Él ama”, y corroborarlo con un ataque directo al mismo Dios.
Hace años leí en Cartas del diablo a su sobrino, de C. S. Lewis, unas palabras que vienen hoy como anillo al dedo. Imagina Lewis una discusión entre los demonios, porque no pueden comprender que “el Enemigo” ─como ellos llaman a Dios─ nos ame a nosotros, “a los gusanos humanos”, hasta el extremo de hacerse hombre y morir en la Cruz. Este amor de Dios por nosotros, ciertamente conocido por Lucifer y sus secuaces diabólicos, supone para ellos el misterio de los misterios. Piensan ─continúa Lewis─ que debe haber algún truco, y dicen: “Lo estamos investigando desde el día en que “nuestro Padre” (así llaman a Lucifer) se alejó de él; aún no lo hemos descubierto, pero un día llegaremos”. Y ahora, mientras llega ese día que dicen los diablos, suscitan todo su odio contra Dios, “su Enemigo”: así lo hace pensar este episodio sacrílego de Nochebuena.
Terminamos un año en el que han estado presentes, y hoy lo continúan estando, hechos muy dolorosos. Por referirme a uno paradigmático, baste recordar la guerra de Ucrania, con tantas vidas truncadas, innumerables sufrimientos de gentes desplazadas, huérfanos, y víctimas, en fin, de todo tipo. Ante este panorama, parece como si el Señor, para mostrarnos su amor y que sigue junto a nosotros, no le hubiera bastado nacer en Belén y morir en la Cruz, sino que hubiera querido solidarizarse con tantas víctimas, permitiendo que unos desaprensivos asaltaran el Sagrario y arrojasen su Cuerpo santísimo por los suelos. Para éstos últimos, pienso que Jesús habrá vuelto a exclamar hoy, desde esas sagradas Formas vilipendiadas, lo mismo que exclamó desde la Cruz: “Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Quizá desee que, al tiempo de desagraviarle, nos unamos también a su oración.
Las autoridades religiosas de Barbastro han anunciado un próximo acto de reparación. Desde una mirada y vida de fe, siempre será poco cuanto hagamos los cristianos por corresponder al infinito amor de Cristo por el mundo entero. Especialmente, quienes acostumbremos a visitarlo y recibirlo en la Eucaristía; sin duda que podremos afinar siempre más y más, empezando por los sacerdotes que, al celebrar la Misa, lo traemos diariamente sobre el altar, para renovar su muerte y resurrección en favor de toda la humanidad.
Dos consideraciones de san Josemaría cerrarán estas líneas. Son muy apropiadas porque, además de ser él un hijo ilustre de Barbastro, se refieren precisamente a su amor a Dios en la Eucaristía. La primera es de abril de 1932, cuando, en Madrid, preparaba para la Primera Comunión a las niñas del colegio de Santa Isabel. En aquel contexto eucarístico, escribe estas palabras: “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío y… no me he vuelto loco?” (Camino, n. 425). Parecen surgidas de un chispazo del Espíritu en su alma, al intuir el amor insondable de Cristo-Eucaristía. La segunda, de octubre del mismo año 1932, durante unos días de retiro espiritual, en Segovia, escribe: “Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario…─Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz. Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! (“Nuestra” Misa, Jesús…)” (Camino, n 533).
Desde el Cielo, san Josemaría se unirá a sus paisanos de Barbastro y a cuantos nos sumemos, aunque no estemos allí, al acto de reparación y desagravio, previsto para los próximos días, con la presidencia del Obispo.