Continuando con las catequesis sobre el discernimiento, el Santo Padre ha hablado hoy sobre las “ayudas” que pueden facilitar este “ejercicio” de la vida espiritual
Catequesis del Santo Padre en español
Continuamos –están acabando– las catequesis sobre el discernimiento, y quien ha seguido hasta ahora estas catequesis quizá podría pensar: ¡qué práctica complicada es discernir! En realidad, es la vida la que es complicada y, si no aprendemos a leerla, complicada como es, corremos el riesgo de desperdiciarla, llevándola adelante con expedientes que acaban degradándonos.
En nuestro primer encuentro habíamos visto que siempre, todos los días, nos guste o no, hacemos actos de discernimiento, en lo que comemos, en lo que leemos, en el trabajo, en las relaciones, en todo. La vida siempre nos enfrenta a elecciones, y si no las hacemos conscientemente, al final la vida elige por nosotros, llevándonos a donde no queremos.
Sin embargo, el discernimiento no se hace solo. Hoy entramos más concretamente en algunas ayudas que pueden hacer más fácil este ejercicio del discernimiento, indispensable para la vida espiritual, aunque de alguna manera ya las hayamos encontrado en el curso de estas catequesis. Pero un resumen nos ayudará mucho.
Una primera ayuda indispensable es la confrontación con la Palabra de Dios y la doctrina de la Iglesia. Nos ayudan a leer lo que se mueve en el corazón, aprendiendo a reconocer la voz de Dios y a distinguirla de otras voces, que parecen forzar nuestra atención, pero que al final nos confunden. La Biblia nos advierte que la voz de Dios resuena en la calma, en la atención, en el silencio. Pensemos en la experiencia del profeta Elías: el Señor le habla no con el viento que rompe las piedras, ni con fuego, ni con terremoto, sino con una brisa ligera (cfr. 1Re 19,11-12). Es una imagen muy hermosa que nos hace comprender cómo habla Dios. La voz de Dios no se impone, la voz de Dios es discreta, respetuosa, me atrevería a decir: la voz de Dios es humilde, y precisamente por eso es pacificadora. Y sólo en la paz podemos entrar profundamente en nosotros mismos y reconocer los auténticos deseos que el Señor ha puesto en nuestro corazón. Y muchas veces no es fácil entrar en esa paz del corazón, porque estamos todo el día ocupados con tantas cosas... Pero por favor, cálmate un poco, entra en ti mismo. Dos minutos, párate. Mira lo que siente tu corazón. Hagamos esto, hermanos y hermanas, nos ayudará mucho, porque en ese momento de calma inmediatamente escuchamos la voz de Dios que nos dice: “Mira, mira eso, está bien lo que estás haciendo…”. Dejemos que la voz de Dios venga inmediatamente en la calma. Nos está esperando ahí.
Para el creyente, la Palabra de Dios no es simplemente un texto para leer, la Palabra de Dios es una presencia viva, es una obra del Espíritu Santo que consuela, instruye, da luz, fuerza, reposo y gusto por la vida. Leer la Biblia, leer un trozo, uno o dos párrafos de la Biblia, son como pequeños telegramas de Dios que te llegan inmediatamente al corazón. La Palabra de Dios es –y no exagero– como un verdadero anticipo del paraíso. Y bien lo entendió un gran santo y pastor, Ambrosio, obispo de Milán, que escribió: «Cuando leo la Divina Escritura, Dios vuelve a pasear por el paraíso terrenal» (Carta, 49,3). Con la Biblia abrimos la puerta a Dios que camina. ¡Interesante!
Esta relación afectiva con la Biblia, con las Escrituras, con el Evangelio lleva a vivir una relación afectiva con el Señor Jesús: ¡no tengáis miedo de esto! El corazón habla al corazón, y esta es otra ayuda indispensable y no obvia. Muchas veces podemos tener una idea distorsionada de Dios, considerándolo como un juez hosco, un juez severo, dispuesto a pillarnos en un fallo. Jesús, por el contrario, nos revela un Dios lleno de compasión y ternura, dispuesto a sacrificarse para salir a nuestro encuentro, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15,11-32). Una vez alguien preguntó –no sé si a su madre o a su abuela, me lo contaron–: “¿Qué debo hacer en este momento?”. –“Escucha a Dios, Él te dirá qué hacer. Abre tu corazón a Dios”: ¡Buen consejo! Recuerdo una vez, en una peregrinación de jóvenes, que se hace una vez al año al Santuario de Luján, a 70 km de Buenos Aires: se tarda todo el día en llegar; yo solía confesar por la noche. Se acercó un chico, de unos 22 años, todo lleno de tatuajes. “Dios mío –pensé– ¿quién será este?”. Y me dijo: “Mire, he venido porque tengo un problema grave y se lo conté a mi mamá y mi mamá me dijo: 'Ve a la Virgen, haz la romería, y la Virgen te dirá'. Y he venido. Aquí tuve contacto con la Biblia, escuché la Palabra de Dios y me tocó el corazón y tengo que hacer esto, esto, esto, esto, esto”. La Palabra de Dios toca tu corazón y te cambia la vida. Y eso lo he visto muchas veces, muchas veces. Porque Dios no quiere destruirnos, Dios quiere que seamos más fuertes, mejores cada día. Quien permanece frente al Crucifijo siente una paz nueva, aprende a no tener miedo de Dios, porque Jesús en la cruz no asusta a nadie, es la imagen del desamparo total y al mismo tiempo del amor más pleno, capaz de afrontar cualquier prueba por nosotros. Los santos siempre han tenido predilección por Jesús Crucificado. La historia de la Pasión de Jesús es la principal vía para afrontar el mal sin dejarse abrumar por él; en ella no hay juicio ni tampoco resignación, porque está atravesada por una luz mayor, la luz de la Pascua, que nos permite ver un designio mayor en esas terribles acciones, que ningún impedimento, obstáculo o fracaso puede frustrar. La Palabra de Dios siempre te hace mirar para otro lado: es decir, aquí está la cruz, es fea, pero hay otra cosa, una esperanza, una resurrección. La Palabra de Dios te abre todas las puertas, porque Él, el Señor, es la puerta. Tomemos el Evangelio, tomemos la Biblia en la mano: cinco minutos al día, no más. Lleva un Evangelio de bolsillo, en el bolso, y cuando viajes, tómalo y lee un poco durante el día, dejando que la Palabra de Dios se acerque a tu corazón. Haz esto y verás cómo tu vida cambia con la cercanía a la Palabra de Dios: “Sí, Padre, pero yo estoy acostumbrado a leer la Vida de los Santos”: eso es bueno, es bueno, pero no dejes el Palabra de Dios. Llévate el Evangelio contigo, y léelo aunque sea un minuto al día.
Es muy bonito pensar en la vida con el Señor como una amistad que crece día a día. ¿Habéis pensado en eso? ¡Es el camino! ¡Pensemos en Dios que nos ama, nos quiere amigos! La amistad con Dios tiene la capacidad de cambiar los corazones; es uno de los grandes dones del Espíritu Santo, la piedad, que nos hace capaces de reconocer la paternidad de Dios. Tenemos un Padre tierno, un Padre afectuoso, un Padre que nos quiere, que siempre nos ha amado: cuando lo experimentamos, el corazón se derrite y caen las dudas, miedos, sentimiento de indignidad. Nada puede oponerse a ese amor del encuentro con el Señor.
Y esto nos recuerda otra gran ayuda, el don del Espíritu Santo, que está presente en nosotros, y que nos instruye, da vida a la Palabra de Dios que leemos, sugiere nuevos sentidos, abre puertas que parecían cerradas, indica caminos de vida allí donde parecía que sólo había oscuridad y confusión. Os pregunto: ¿rezáis al Espíritu Santo? Pero, ¿quién es ese gran Desconocido? Rezamos al Padre, sí, el Padre Nuestro, rezamos a Jesús, ¡pero nos olvidamos del Espíritu! Una vez, dando catequesis a unos niños, hice la pregunta: “¿Quién de vosotros sabe quién es el Espíritu Santo?”. Y un niño: “¡Yo lo sé!” –“¿Y quién es?”– “¡El paralítico”, me dijo! Había oído “el Paráclito”, y pensó que era un paralítico. Y muchas veces –esto me hizo pensar– el Espíritu Santo está ahí para nosotros, como si fuera una persona que no cuenta. ¡El Espíritu Santo es quien da vida a tu alma! Dejadlo entrar. Hablad al Espíritu como habláis al Padre, como habláis al Hijo: hablad con el Espíritu Santo, ¡que no tiene nada de paralítico! En Él está la fuerza de la Iglesia, es quien te lleva adelante. El Espíritu Santo es discernimiento en acción, la presencia de Dios en nosotros, es el don, el mayor regalo que el Padre asegura a quien se lo pide (cfr. Lc 11,13). ¿Y cómo lo llama Jesús? “El don”: “Quedaos aquí en Jerusalén esperando el don de Dios”, que es el Espíritu Santo. Es interesante vivir la vida en amistad con el Espíritu Santo: Él te cambia, Él te hace crecer.
La Liturgia de las Horas inicia los principales momentos de oración del día con esta invocación: “Oh Dios, ven a salvarme, Señor, ven pronto en mi ayuda”. “¡Señor, ayúdame!”, porque no puedo seguir solo, no puedo amar, no puedo vivir... Esta invocación de salvación es la petición incontenible que brota de lo más profundo de nuestro ser. El discernimiento está destinado a reconocer la salvación obrada por el Señor en mi vida, me recuerda que nunca estoy solo y que, si estoy luchando, es porque lo que está en juego es importante. El Espíritu Santo está siempre con nosotros. “Ay, Padre, hice algo malo, tengo que confesarme, no puedo hacer nada…”. Pero, ¿hiciste algo malo? Habla al Espíritu que está contigo y dile: “Ayúdame, esto lo he hecho muy mal”. Pero no anules el diálogo con el Espíritu Santo. “Padre, estoy en pecado mortal”: no importa, habla con Él para que te ayude a recibir el perdón. No abandones nunca ese diálogo con el Espíritu Santo. Y con estas ayudas que el Señor nos da, no debemos temer. ¡Adelante, con valentía y alegría!
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa presentes en esta audiencia, especialmente al grupo de monaguillos de la diócesis de Versalles. Que vuestro generoso servicio os acerque cada vez más al Señor. Que el Espíritu Santo guíe nuestro discernimiento y nos haga reconocer en nuestra vida la salvación obrada por el Señor Jesús que viene. ¡Os deseo una santa y feliz Navidad y os bendigo a todos!
Doy la bienvenida a todos los peregrinos de lengua inglesa presentes en la audiencia de hoy. Al acercarse la Santa Navidad, invoco sobre vosotros y vuestras familias la alegría y la paz del Señor Jesús, Hijo de Dios y Príncipe de la Paz. ¡Dios os bendiga!
Una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua alemana. Preparémonos para la Solemnidad de la Natividad de Jesucristo, abriendo nuestro corazón al Señor y llevando su amor al prójimo. Deseo a vosotros y a vuestras familias una Santa Navidad.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Cercanos a la celebración de la Navidad, pidamos a la Virgen María y a san José que nos enseñen a comprender el verdadero sentido de esta fiesta, que nos ayuden a vivirla con paz y alegría, compartiendo lo que somos y lo que tenemos con las personas que más lo necesitan. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Queridos fieles de lengua portuguesa, nos acercamos a la Navidad de Jesús. Quisiera invitaros a contemplar más el pesebre en estos días. Allí, en medio del frío y la escarcha, nació el Hijo de Dios. Su mirada despierta nuestro corazón y nos compromete a construir un mundo más fraterno. Con una súplica de paz y bien para cada uno de vosotros y vuestros seres queridos, os deseo una Feliz Navidad. Dios os bendiga.
Saludo a los fieles de lengua árabe. Pido a Dios que os conceda la gracia del discernimiento para vivir el mensaje de Navidad, que es un mensaje de paz, de alegría y de vida nueva, y ver en los pobres el rostro del niño de Belén que nació pobre. ¡Os deseo a todos una Feliz Navidad!
Les deseo a todos los polacos una Santa Navidad. Según vuestra tradición, en Nochebuena, dejáis un asiento vacío en la mesa para un invitado inesperado. Este año estará ocupado por la multitud de refugiados de Ucrania, a los que con gran generosidad habéis abierto las puertas de vuestros hogares. Que el Hijo de Dios, nacido en Belén, os llene de amor a cada uno, a vuestras familias y a aquellos a los que socorréis. Que traiga la paz a todas las personas de buena voluntad. ¡Os bendigo de corazón!
Doy una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. En particular, saludo a los fieles de Fermo acompañados de su arzobispo, a los Scouts de L'Aquila, a los estudiantes de San Benedetto del Tronto y a los de Roccarinola-Tufino.
Por último, como siempre, mi pensamiento se dirige a los jóvenes, enfermos, ancianos y recién casados. Que el nacimiento del Salvador os traiga a todos íntimo consuelo y os dé la alegría de sentiros amados por el Dios que se hizo niño.
Y además, pensemos –hablando del Niño Jesús– en los tantos niños de Ucrania que sufren, sufren mucho, por esta guerra. En esta fiesta en la que Dios se hace niño, pensemos en los niños ucranianos. Cuando los encuentro aquí, la mayoría no puede sonreír y cuando un niño pierde la capacidad de sonreír, es grave. Esos niños llevan la tragedia de esa guerra tan inhumana, tan dura. Pensemos en el pueblo ucraniano en esta Navidad: sin luz, sin calefacción, sin lo principal para sobrevivir, y roguemos al Señor para que les traiga la paz lo antes posible. Os bendigo de corazón.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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