La justicia debe estar presente en nuestro día a día, en las relaciones laborales y familiares
Los protagonistas de las fiestas navideñas son los niños. Hace unos días pasaba cerca de un colegio, era la salida, y en medio del bullicio unos niños iban cantando villancicos y dando saltos como gacelas. Se les veía felices. Pienso que podemos aprender mucho de ellos. Esto nos puede rejuvenecer y nos hará un gran servicio.
Los chiquillos son especialmente sensibles a la justicia, no olvidan las promesas que les hemos hecho. Cuando se les dice que si hacen tal cosa tendrán tal recompensa, es imposible salir airoso sin cumplirla. Creen en la palabra dada. Les podemos hacer mucho daño no cumpliendo lo prometido, pues la injusticia es falsedad, mentira.
Este domingo repetiremos insistentemente: “Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente”. Deseamos que el Niño Dios nos traiga justicia y paz. Podemos perder la inocencia propia de los niños y caer en el cinismo si dejamos de creer en la justicia, si renunciamos a lo bueno y perdemos el sentido de lo verdadero.
Me contaron de un grupo de ladrones que asaltaron la casa del obispo de Enugu, Nigeria. Pensaban que este estaba fuera y, al encontrarle allí, le retuvieron mientras robaban. Al irse, le pidieron la bendición: “Sr. Obispo, somos católicos: denos su bendición”. No es fácil ser justo, pero si no lo somos, nos tornamos injustos. Es fácil ser sensibles a las injusticias sufridas, pero igual no somos conscientes de las que provocamos.
Es cierto que los gobernantes y los jueces tienen una responsabilidad especial frente a esta virtud, de tal modo que, en caso de ser injustos, quedan desacreditados, pierden autoridad. Pero esta gran cualidad no queda reservada para los grandes asuntos de estado, debe estar presente en nuestro día a día: en las relaciones laborales y familiares.
El diccionario de la RAE, en su primera acepción, la define así: “Principio moral que lleva a determinar que todos deben vivir honestamente”. También afirma: “En el cristianismo, una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido”.
La justicia vela por nuestros derechos y por los de los demás, pero no podemos olvidar que nada que dañe a la persona o a la sociedad puede ser justo. Lo justo tiene que ser bueno, tiene que ser verdadero. Hay una continuidad entre la verdad, el bien y la justicia. Solo se tiene derecho a lo bueno.
No nos puede extrañar que la espera del Mesías esté precedida por la sed de justicia. “¡Destilen, oh cielos, desde lo alto, y derramen justicia las nubes; ábrase la tierra y dé fruto la salvación, y brote la justicia con ella!”, canta la iglesia con el profeta Isaías. Como esperamos la lluvia abundante que riegue los campos y llene los pantanos, también esperamos que venga Dios y nos traiga la esperada justicia, que es un don del cielo.
Afirma Chesterton: “De alguna extraña manera oculta en las profundidades de la psicología humana, si construimos nuestro palacio sobre alguna injusticia desconocida, se convierte muy lentamente en una prisión”. Cuando los dirigentes elaboran “leyes” injustas –que las hay y muchas–, no nos hacen un bien, nos aprisionan y encadenan. Quizás es lo que ocultamente procuran: apresarnos para poder manejarnos. Y muchos ingenuos corean a sus carceleros como si fueran sus liberadores. ¡Qué débil es el hombre, necesita quien le proteja de su propia necedad!
Pero vayamos a las obras de justicia del día a día, a esas que nos hacen honrados. En primer lugar, las de ámbito económico: pagar el salario justo, no quedarnos con lo ajeno, no cobrar más de lo que las cosas valen, rendir en el trabajo de modo que seamos acreedores de una justa retribución; también los empleados pueden defraudar. Un trabajo es remunerable por el servicio que oferta, el dinero no cae del cielo.
Hay otro ámbito donde no podemos defraudar, es el cumplimento de la palabra dada al otro en el matrimonio. Cuando de un modo libre y solemne se emiten unos votos de amor y fidelidad se adquiere un grave compromiso, un vínculo que nos ata de por vida.
Ahora, fruto de la sociedad líquida y relativista, olvidamos fácilmente los compromisos adquiridos y no se nos pasa por la cabeza que podemos cometer una gran injusticia: dejamos tirada a la persona que prometimos amar de por vida, que se entregó a nosotros fiada de ese compromiso.
Tomo de un comentario al libro El tiempo en un hilo: Reflexiones desde la adversidad, de Maruja Moragas: “Decidió ser fiel a sí misma con independencia de la conducta de los demás. Cada cual vive su vida y, aunque la otra parte no cumpla, eso no impide que yo sí lo haga. Evidentemente, las cosas fueron bastante difíciles, como no podía ser de otra forma”. Esta conducta puede dar luz a muchos que se sienten abandonados.
Juan Luis Selma, en eldiadecordoba.es
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