Todos andamos en esa aventura terrena, comparable a un viaje en tren, del que ofreceré algunas reflexiones de carácter trascendente
Noviembre vuelve a nuestro caminar terreno avivando la nostalgia de las personas queridas que ya partieron. El creyente sabe que la raíz última del amor natural que despierta la nostalgia se encuentra en el Amor que Dios nos tiene. Es como si al crear el alma humana, le hubiera dejado una huella indeleble del amor eterno que viven las personas divinas. Esto explicaría el ansia de amor y felicidad insaciables que sentimos. Lo expresa bien Benedicto XVI: “El hombre digital, al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena (…) El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto” (Catequesis sobre la oración, 11-V-2011). Todos andamos en esa aventura terrena, comparable a un viaje en tren, del que ofreceré algunas reflexiones de carácter trascendente.
Es evidente que el paso por la vida tiene una estación final donde hemos de bajarnos; sería penoso que nos sucediera lo que cuentan de Chesterton, a propósito de su tendencia al despiste. Dicen que, viajando una vez en tren, al pedirle el revisor el billete, comenzó a buscarlo afanosamente sin encontrarlo por ningún lado. El inspector le quitó importancia diciéndole que no se preocupara porque, además, no se lo cobraría de nuevo. Pero Chesterton respondió que eso sería lo de menos, pues lo grave del asunto era que no se acordaba dónde tenía que bajarse, y sin el billete.... El episodio, sea o no verdadero, resulta aleccionador: todos bajaremos del tren de esta vida, y sea cual fuere la estación concreta en que cada uno lo haga según el momento de su muerte, a todos nos espera la misma terminal común llamada “eternidad”. No perderemos nuestra vida definitivamente. Pensar que la muerte nos iguale con los irracionales, como si fuésemos uno más, resulta rechazable y un grave insulto a la inteligencia.
A riesgo de seguir recordando cosas sabidas, diré que la común estación terminal de la eternidad tiene, sin embargo, dos andenes completamente diferentes: uno, que conduce a la gozosa plenitud de un amor, vivido en el seno de la misma Vida y Amor eternos de las personas divinas. Y otro, de contenido totalmente contrario: de vacío, soledad y desamor por la ausencia de Dios. Ahora, surgen algunas reflexiones al hilo de tres posibles preguntas: ¿Por qué los diferentes andenes? ¿En qué consiste realmente la eternidad? Y finalmente: ¿allí habrá prisas?
Andenes contrapuestos: el simple sentido común nos dice que no cualquier modo de viajar merecerá idéntico final. ¿Qué referencia esencial marca la diferencia? En otras palabras: ¿de qué depende el sentido último de nuestro paso por la vida? Imposible responder si no acertamos a saber quién y para qué nos han subido a este tren, porque está claro que no lo hemos hecho por cuenta propia. En términos cristianos decimos: ha sido el amor eterno de Dios que, a través del amor temporal de nuestros padres, da razón de la presencia personal de cada viajero en el convoy de la vida. La clave decisiva es el amor de Dios y su deseo de que vivamos gozosa y eternamente en Él, llegados al final. Ese es el billete que nos regala al subir al tren. Después, según la respuesta personal a su plan, terminaremos en uno u otro andén.
Nos lo jugamos todo a la carta de nuestra respuesta al amor de Dios. No deberíamos despistarnos mirando por las ventanillas del tren, perdidos en mil reclamos desorientadores que nos descaminen. Recuerdo esta pintada callejera: “La vida es aquello que pasa mientras estamos haciendo otras cosas”. Ignoro si John Lennon a quien se atribuye la frase, pensaba en la otra vida cuando soltó esas palabras. Pero es evidente que hacen pensar en la trascendencia de la vida más allá de los incontables paisajes que nos ofrece su recorrido temporal. Los dos andenes contrapuestos responden, pues, a los dos distintos modos de haber hecho el viaje. Y además, a los dos distintos modos de vivir la eternidad: en felicidad y amor con Dios, o en la infelicidad y desamor.
Llegamos así al segundo interrogante: ¿qué es realmente la eternidad, tan distinta en uno y otro andén? No es, desde luego, un tiempo interminable, ni aburrido, ni misterioso, ni tantos otros adjetivos como se le han atribuido. Para empezar, no es “tiempo” sino una realidad completamente distinta “fuera del tiempo”. Se requiere la luz de la fe y un esfuerzo de inteligencia e imaginación para captarlo. Boecio, en el siglo VI, formuló acertadamente su concepto que, traducido del latín, suena así: “Es la perfecta posesión de una vida interminable, toda ella junta y de una vez”. Estamos ante algo real, “una vida”, pero sin final alguno porque es atemporal; y quien la posee la tiene al completo −en su interminable infinitud− y de una sola vez, porque en ella no transcurre el tiempo. Nos acercaríamos un poquito a lo eterno imaginando algo así como un chispazo, a modo de “un solo pálpito de vida”, en el que estuviesen contenidos innumerables pálpitos, sin sucesión temporal, idénticos e incontables, como gotas de agua en una sola gota de un infinito mar sin orillas. Y todo ello, repito, fuera del tiempo y del espacio.
Difícil añadir nada esencial a lo dicho por Boecio, pero a esa vida eterna le adjudicaría tres “íes” de adverbios, pues todos empiezan por “i”: es vida instantánea, porque no hay sucesión alguna; es infinita, porque carece de todo límite; y es interminable, porque el tiempo no le atañe.
Por último: “¿Caben las prisas en la eternidad?”. No, por las razones apuntadas. Ignoro qué sentido habría dado su autor a la frase cuya foto acompaña este artículo: “Sin más prisa que la eternidad”. Para mí, que pensaba en un amor temporal, de aquí abajo, pero eterno y para siempre, es decir sin prisas. No olvidemos, sin embargo, que lo eterno y sin prisas vale también para el andén del desamor. Por eso, sugiero esta reflexión conclusiva: nuestros padres al traernos a la vida han deseado todo lo mejor para nosotros. Y antes, nuestro Padre Dios, nos ha regalado un billete −comprado con la Sangre y el amor de Cristo− con destino al andén del Cielo. Saquémosle partido y no lo extraviemos por el camino.