El paso del tiempo tiene sus leyes, si las aceptamos, nos ayudarán a estar serenos, a ser felices
El sábado celebrábamos la fiesta de san Juan Pablo II el Grande. Le tengo especial cariño porque vivía en Roma cuando fue elegido y pude estar con él en varias ocasiones. Su fuerza y alegría eran desbordantes. Era como un gran imán que ataría a los jóvenes hacia Dios. Nos fuimos acostumbrando a verle dirigir la Iglesia, y pienso que también al mundo, gastándose exprimido como un limón. Tuvo la valentía de ser siempre él mismo, de manifestarse como era: el adalid de Dios, sin ocultar sus enfermedades y vejez. Su imagen reflejaba su realidad, sin maquillaje, sin pudor; sin miedo a quedar mal o inspirar entusiasmo o compasión.
¡Esto es lo que hay!: si soy mayor, lo soy; si no tengo voz, no puedo cantar; si no tengo dinero, no puedo gastar… Hay que pisar suelo. Dejarse de ensoñaciones. Llamar a las cosas por su nombre. Hemos dejado a los filósofos de la realidad, aquellos que intentan dar explicación de lo que nos rodea y sucede mirando al mundo, a lo que es, y seguimos a los idealistas, a los que se miran a sí mismos. Para estos, lo que es el mundo, o lo que nosotros somos, es irrelevante; lo importante es lo que son para mí; la medida de todo soy yo: lo que pienso, lo que imagino, lo que me gusta o gustaría.
Esta forma de ver las cosas, de fabricarlas desde mi interior, puede ser muy bonita, muy ideal, pero no es práctico ni útil, por ser falso. Un inmenso bocadillo de jamón virtual, imaginario, puede estimular mis glándulas salivares, pero no llenar el estómago. Este es el peligro de la falta de realidad, de lo imaginario: no es, no existe.
Comenta Chesterton que la “gente buena” se mueve en el plano de lo adecuado, de lo natural: curan una enfermedad, arreglan los entuertos, etc. En cambio, los “malos magos” utilizan su poder para convertirte en gato o en loro; llenan los jardines de hombres transformados en árboles, etc. “La negación de la identidad es la firma de Satanás”, acaba afirmando. Negar o manipular lo real, lo natural, optar por lo quimérico, es pasar al lado oscuro. Cuando uno se erige en factótum de la creación, en manipulador de la realidad, cuando juega a ser dios, a controlarlo todo y amoldarlo a sus gustos o ideas es porque le ciega la soberbia.
El peor ciego es el que cree que lo sabe todo; el modo más eficaz para desconectar de la realidad, del mundo es estar convencido de que eres su salvador. Quien quita a Dios del medio para suplantarlo, nada sabe. Nadie puede estar en mejores condiciones de entender la realidad que quien la mira desde su Creador. Pienso que esto debería ser evidente.
El Evangelio de hoy comienza con estas palabras: “Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y que despreciaban a los demás”. Deberíamos considerarlas dirigidas a nosotros. Un poco de humildad no nos vendría mal para entendernos; saber que nos falta agudeza de mente y perspectiva para enjuiciar. Que antes de juzgar, o peor, de prejuzgar, nos tentáramos la ropa y nos dijéramos: seguramente yo lo hago peor, o la culpa también es mía, o yo he tenido más suerte en el reparto.
Dice Teresa de Ávila que “humildad es andar en verdad”. Cuando esta se desprecia o devalúa, caemos en manos de la soberbia que, como nada sabe, desfigura la realidad. Pasamos de la luz a las tinieblas y, a oscuras qué difícil es ver, encontrar nuestro sitio.
Sucede que, en ocasiones, vemos a alguien hacer el ridículo, llama la atención, y decimos que está descolocado, que no está en su sitio, donde debe estar. ¿Hay un sitio?, ¿las cosas tienen sentido?, ¿hay un modo adecuado de ser persona?, nos podemos preguntar; o bien, todo da igual. Toda huida de la realidad, de la verdad, hace daño y es, como decíamos, la firma de Satanás −el rey de la soberbia−.Un baño de realidad, un paso hacia la humildad es aceptar nuestras limitaciones. Esto no nos hará infelices, sino todo lo contrario. Escuchaba que, los que tenemos ya una edad, deberíamos aprender a envejecer.
Espero no ofender a nadie al decirlo, me lo digo a mí mismo. El paso del tiempo tiene sus leyes que, si las aceptamos, nos ayudarán a estar serenos, a ser felices. Los años dan sabiduría, experiencia y también límites. Estos no son negativos, tienen la misión de protegernos: ya no podemos hacer ciertos deportes, ni llevar cargas pesadas, debemos descansar.
El cuerpo no responde igual que a los veinte años. Hay que jubilarse con gusto de actividades que antes hacíamos. Sería una tontería forzar el cuerpo y una locura desperdiciar la sabiduría acumulada en pro de una soñada adolescencia, gracias a Dios ya superada.