“No olvidemos que, por el sacramento del matrimonio, Jesús está presente en esta barca”
Amoris Laetitia recoge los frutos de las dos Asambleas sinodales sobre la familia: la extraordinaria de 2014 y la ordinaria de 2015. Frutos madurados en la escucha del Pueblo de Dios, que se compone mayoritariamente de familias, que son el primer lugar para vivir la fe en Jesucristo y beba de la rica espiritualidad que germina en la familia. La familia es la Iglesia doméstica (cfr. Lumen gentium, 11; Amoris laetitia, 67); en ella, los esposos y los hijos están llamados a cooperar en la vivencia del misterio de Cristo, a través de la oración y el amor realizados en la concreción de la vida cotidiana y en las situaciones, en el cuidado mutuo capaz de acompañar para que nadie quede excluido y abandonado. “No olvidemos que, por el sacramento del matrimonio, Jesús está presente en esta barca”, la barca de la familia (Carta a los esposos en el Año Familia “Amoris laetitia”, 26-XII-2021).
La vida familiar, sin embargo, está hoy más probada que nunca. En primer lugar, desde hace algún tiempo “la familia atraviesa una profunda crisis cultural, como todas las comunidades y lazos sociales” (Evangelii gaudium, 66). Además, muchas familias sufren por la falta de trabajo, de una vivienda digna o de una tierra donde poder vivir en paz, en una época de grandes y vertiginosos cambios. Estas dificultades afectan la vida familiar, generan problemas de relación. Hay muchas “situaciones difíciles y familias heridas” (Amoris laetitia, 79). La posibilidad misma de formar una familia hoy en día es a menudo difícil y a los jóvenes les resulta muy difícil casarse y tener hijos. De hecho, los cambios de época que estamos viviendo hacen que la teología moral asuma los desafíos de nuestro tiempo y hable un lenguaje comprensible para los interlocutores –no sólo “para los expertos” –; y así ayudar a “superar las adversidades y los contrastes” y fomentar “una nueva creatividad para expresar en los desafíos actuales los valores que nos constituyen como pueblo en la sociedad y en la Iglesia, Pueblo de Dios” (ibíd.). Subrayo: nueva creatividad.
En este sentido, la familia juega hoy un papel decisivo “en los caminos de la ‘conversión pastoral’ de nuestras comunidades y de la ‘transformación misionera de la Iglesia’”. Para que esto suceda, es necesaria una reflexión teológica –“incluso a nivel académico”– que esté verdaderamente atenta “a las heridas de la humanidad” (Carta Ap. Motu Proprio “Summa familiae cura” que instituye el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y la Familia, 19-IX-2017). En este sentido es importante que la Universidad Gregoriana y el Instituto Juan Pablo II, en conjunto, hayan organizado este evento, con la participación de teólogos y teólogas de los cuatro continentes. Laicos, clérigos y religiosos, de diferentes lenguas y culturas, intervienen y se confrontan en un diálogo entre generaciones abierto también a jóvenes investigadores.
De manera especial, a este respecto, quisiera recordar la necesidad de la inter y transdisciplinariedad, tanto en la teología, como entre la teología, las ciencias humanas y la filosofía. Este método favorecerá la profundización de las reflexiones teológicas sobre el matrimonio y la familia. Se podrá mostrar el vínculo recíproco entre la reflexión eclesiológica y sacramental y los ritos litúrgicos, entre éstos y las prácticas pastorales, entre las grandes cuestiones antropológicas y las cuestiones morales vinculadas a la alianza conyugal, a la generación y al complejo entramado de relaciones familiares. De hecho, los diferentes enfoques teológicos no deben acercarse o yuxtaponerse, sino ponerse en diálogo para que se instruyan unos a otros, de manera sinfónica y coral, al servicio de un único gran objetivo, que se puede resumir en esta pregunta: ¿Cómo las familias cristianas de hoy, en la alegría y el esfuerzo del amor conyugal, filial y fraterno, dan testimonio de la buena noticia del Evangelio de Jesucristo?
La Iglesia, en su camino sinodal, se construye sobre la escucha recíproca entre quienes forman el Pueblo de Dios. En este caso, “¿cómo hubiera sido posible hablar de familia sin preguntar a las familias, escuchando sus alegrías y sus esperanzas, sus dolores y sus angustias?” (Discurso en el 50° aniversario de la institución del Sínodo de Obispos, 17-X-2015). Precisamente por eso surge una necesidad viva del diálogo: ciertamente no como una “mera actitud táctica”, sino como una “necesidad intrínseca de experimentar en común el gozo de la Verdad y profundizar en su sentido y en sus implicaciones prácticas” (Veritatis gaudium, 4c). El método dialógico nos pide superar una idea abstracta de la verdad, desligada de la experiencia de las personas, culturas, religiones. La verdad de la Revelación se dirige a la historia –¡es histórica!–, a sus destinatarios, que están llamados a realizarla en la “carne” de su testimonio. ¡Cuánta riqueza de bien hay en la vida de tantas familias, en todo el mundo! El don del Evangelio, además del Dador, supone un destinatario al que hay que tomar en serio, al que hay que escuchar.
El matrimonio y la familia pueden constituir un “kairos” para la teología moral, para repensar las categorías interpretativas de la experiencia moral a la luz de lo que sucede en el ámbito familiar. Entre teología y acción pastoral es necesario establecer, una y otra vez, un círculo virtuoso. La praxis pastoral no puede deducirse de principios teológicos abstractos, como la reflexión teológica no puede limitarse a reiterar la práctica. Cuantas veces se presenta el matrimonio “como una carga que soportar a lo largo de la vida” más que como “un camino dinámico de crecimiento y realización” (Amoris Laetitia, 37). Esto no quiere decir que la moral evangélica renuncie a proclamar el don de Dios, del que nace la tarea y la dedicación. La teología tiene una función crítica, de comprensión de la fe, pero su reflexión parte de la experiencia viva y del sensus fidei fidelium. Sólo así la comprensión teológica de la fe realiza su necesario servicio a la Iglesia.
Y precisamente por eso es más necesaria que nunca la práctica del discernimiento, abriendo espacio “a la conciencia de los fieles, que muchas veces responden lo mejor posible al Evangelio en medio de sus limitaciones y pueden llevar a cabo su discernimiento personal ante situaciones en las que se rompen todos los esquemas” (ibíd.).
Queridos hermanos y hermanas, en el centro de nuestro compromiso, como pastores y como teólogos, está el reconocimiento de la relación inseparable, a pesar de las tragedias y penalidades de la vida, entre la conciencia y el bien. La moral evangélica está tan lejos del moralismo, que hace de la observancia literal de las normas la garantía de la propia justicia ante Dios, como del idealismo, que, en nombre de un bien ideal, desalienta y aleja del bien posible (cfr. Amoris laetitia, 308; Evangelii gaudium, 44). En el centro de la vida cristiana está la gracia del Espíritu Santo, recibida en la fe vivida, que suscita actos de caridad. El bien, por tanto, es un llamamiento, es una “voz” («Te de testimonio tu conciencia, que es la voz de Dios», S. Agustín, In Epistolam Ioannis ad Parthos tractatus, 6,3) que libera y solicita las conciencias, como dice el texto de la Gaudium et spes: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer. […] La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla” (n. 16).
A todos vosotros se os pide hoy repensar las categorías de la teología moral, en su vínculo recíproco: la relación entre gracia y libertad, entre conciencia, bondad, virtudes, norma y phrónesis aristotélica, prudentia tomista y discernimiento espiritual, relación entre naturaleza y cultura, entre la pluralidad de lenguas y la unicidad del ágape. Sobre este último aspecto, en particular, quisiera subrayar que la diferencia de culturas es una preciosa oportunidad que nos ayuda a comprender aún más lo que el Evangelio puede enriquecer y purificar la experiencia moral de la humanidad, en su pluralidad cultural.
Así ayudaremos a las familias a redescubrir el significado del amor, palabra que hoy “a menudo aparece desfigurada” (Amoris laetitia, 89): porque el amor “no es sólo un sentimiento”, sino la elección en la que cada uno decide “Hacer el bien […] de manera sobreabundante, sin medir, sin exigir recompensas, por el solo gusto de dar y servir” (ibíd., 94). La experiencia concreta de las familias es una extraordinaria escuela de vida buena. Por eso os invito a vosotros, teólogos y teólogos morales, a proseguir vuestro trabajo, riguroso y precioso, con fidelidad creativa al Evangelio y a la experiencia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, en particular a la experiencia de vida de los creyentes. El sensus fidei fidelium, en la pluralidad de las culturas, enriquece a la Iglesia, para que hoy sea signo de la misericordia de Dios, que nunca se cansa de nosotros. En este sentido, vuestras reflexiones encajan muy bien en el actual proceso sinodal: este Congreso Internacional forma plenamente parte de él y puede aportar su propia contribución original.
Quisiera añadir una cosa, que en este momento hace tanto daño a la Iglesia: es como un "dar marcha atrás", sea por miedo, sea por falta de ingenio, sea por falta de coraje. Es cierto que los teólogos, incluidos los cristianos, debemos volver a nuestras raíces, es verdad. Sin las raíces no podemos dar un paso adelante. Nos inspiramos en las raíces, pero para seguir adelante. Esto es diferente de retroceder. Volver atrás no es cristiano. De hecho, creo que es el autor de la Carta a los Hebreos quien dice: “Nosotros no somos gente que retrocede”. El cristiano no puede volver atrás. Volver a las raíces, eso sí, para inspirarse, para continuar. Pero volver atrás es retroceder para tener una defensa, una seguridad que evite el riesgo de seguir adelante, el riesgo cristiano de llevar la fe, el riesgo cristiano de hacer el camino con Jesucristo. Y eso es un riesgo. Hoy, este retroceso se ve en muchas figuras eclesiásticas – no eclesiales, eclesiásticas– que surgen como hongos, aquí, allá, allá, y se presentan como propuestas de vida cristiana. En la teología moral también hay un retroceso con propuestas casuísticas, y la casuística que yo creía enterrada bajo siete metros, resurge como propuesta –un poco disfrazada– de “hasta aquí se puede, hasta aquí no se puede, de aquí sí, de aquí no”. Y reducir la teología moral a la casuística es el pecado de volver atrás. La casuística ha sido superada. La casuística está superada. La casuística fue mi alimento y el de mi generación en el estudio de la teología moral. Pero es propia del tomismo decadente. El verdadero tomismo es el de Amoris laetitia, el que tiene lugar allí, bien explicado en el Sínodo y aceptado por todos. Es la doctrina viva de Santo Tomás, que nos hace avanzar arriesgándonos, pero en la obediencia. Y eso no es fácil. Por favor, estad atentos a ese retroceso que es una tentación actual, incluso para vosotros, teólogos de la teología moral.
¡Que la alegría del amor, que encuentra un testimonio ejemplar en la familia, se convierta en signo eficaz de la alegría de Dios que es misericordia y de la alegría de quien recibe esta misericordia como un don! Alegría. Gracias, y por favor no olvidéis de rezar por mí, ¡lo necesito! Gracias.