Lo que da valor a mi vida no es lo que tengo: dinero, posición; sino la calidad de mis relaciones
Rafael, estudiante se segundo de Bachillerato, acaba de regresar de un campo de trabajo en Sudáfrica junto a sus compañeros del colegio Retamar. Quiere estudiar medicina y cuenta la siguiente experiencia: “Fui uno de los afortunados que pasó una mañana en el hospital local, ofreciéndome como ayudante. Estuve en la consulta de urgencias. Inmediatamente apareció una joven de solo 23 años, que venía con un gran dolor de estómago. En su rostro resaltaba la indiferencia y desesperanza por su vida. Diez minutos después la médico le dio tres noticias. Tenía Sida, estaba embarazada y había sufrido un aborto natural. Pero lo más sorprendente fue que no se inmutó. ¿Acaso alguien se sorprende de estas noticias en el tercer mundo? Tuvieron que intervenirle, sin anestesia, para sacarle los restos de su bebé. Le vi sola, con su dolor, y le di la mano. Un gesto muy pequeño, que después me agradeció con una sonrisa muy grande”.
Acaba el relato con esta consideración: “Volvemos con ganas de ayudar más. Hemos visto los problemas del tercer mundo. Los nuestros son, sencillamente, del primer mundo”. Corremos el peligro de desfigurar la realidad al encerrarnos en nuestros problemas y pensar que somos los más desgraciados del mundo. Ampliar horizontes, mirar al que está a nuestro lado, pararnos para hacernos cargo de sus necesidades y problemas es un gran antídoto para los nuestros. Si no salimos de nosotros corremos el peligro de deshumanizarnos.
El Evangelio de hoy es proverbial. Cuenta la parábola del buen samaritano. Nos dice que la vida eterna, el cielo −la felicidad−, se logra amando a Dios con todas nuestras fuerzas y al prójimo como a nosotros mismos. El Maestro nos muestra quién es nuestro prójimo. Es cualquier persona que pase junto a nosotros: el vecino, el compañero de trabajo, la cajera del súper, el conductor del autobús… El otro no solo es digno de atención y de respeto, es mucho más, es el que, al relacionarnos, me hace persona. Somos, en buena parte, nuestras relaciones.
Lo que da valor a mi vida no es lo que tengo: talentos, dinero, posición, sino la calidad de mis relaciones. El que es capaz de tener una relación amistosa, confiada, respetuosa con Dios; aquel que se sabe querido por el Ser supremo; que es consciente de que su vida tiene sentido de misión; que le aguarda el Paraíso, tiene mucho ganado.
Y, por supuesto, cómo me relaciono con los míos. Lo importante no es cómo me siento: valorado, querido, comprendido, a gusto; sino qué sienten los demás: cónyuge, hijos, padres, hermanos, amigos… Dice mucho de uno conseguir que los demás se sientan importantes, queridos, comprendidos, valorados. Siguiendo la ley del embudo gana el más fuerte, no el que tiene razón. El egoísmo, individualismo problemático, resalta los propios intereses olvidándose u oponiéndose a los de los demás. Como dice Hobbes, el egoísmo pone al hombre en desacuerdo consigo mismo al crear un hambre que no puede satisfacerse.
La parábola nos muestra un hombre herido por criminales, desnudo, tirado por el suelo. Se le cruzan un sacerdote y un levita, ambos están muy ocupados, tienen que cumplir sus obligaciones en el Templo. Los dos pasan de largo. Tiene que ser un samaritano, un extranjero, quien le presta atención: “Pero un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él”.
Primero hay que acercarse. Podemos vivir en la misma casa, en lo que tendría que ser un hogar y estar muy alejados. Esposos que llevan tiempo sin hablarse, sin mirarse a los ojos, sin acariciarse. Padres que no hablan con sus hijos y, para compensar, les llenan de regalos y caprichos. Hermanos que viven como desconocidos. No puede haber amor sin proximidad física y afectiva. Tengo que dejar mi camino, mis cosas, intereses y problemas para aproximarme a otro. Olvidar lo mío e interesarme por lo suyo. Interrumpir mi camino para salir al encuentro del otro. Sin una acción, sin una renuncia, sin una disposición querida y decidida no hay encuentro.
Después el samaritano unge las heridas. Primero las ha reconocido, se ha dado cuenta, las ha visto sangrar y se ha conmovido. Ya dice mucho de uno, el darse cuenta de lo herido que está el otro. El primer paso para ser un buen sanador es tener un buen ojo clínico. Luego viene la compasión, el sufrir: ¡Me duelen tus heridas! Luego aliviarlas con aceite y vino y cargar con tu dolor y tu persona. Te abrazo, cargo contigo, llevo tu peso. Ya no te dejaré solo y me olvidaré de lo mío: trabajo, proyectos, pasado… porque tú eres lo único que me importa.