Salvar a Europa en favor de la persona, y superar la actual crisis de valores que, de no hacerlo, nos llevaría al naufragio
La figura de san Benito, patrono de Europa, cuya fiesta celebraremos los católicos el próximo día 11, me ha sugerido el título de estas líneas. Título audaz si tomamos en serio el verbo “salvar” y, sobre todo, el complemento adjudicado: “Europa”. Hoy, las dificultades de semejante reto no radican tanto en el verbo “salvar” que significa “librar de un riesgo o peligro, poner en seguro”, sino en el complemento atribuido. Decir “Europa” lleva a pensar −más allá de su connotación geográfica−, en un continente con muchos siglos de historia y una riqueza de valores que, por su contenido humano y espiritual, ha iluminado al mundo entero, aunque no siempre todo hayan sido luces. Actualmente, ¿qué es o qué supone “Europa” que haya de salvarse?
Hoy nos envuelve toda una barahúnda de problemas: estamos asediados por innumerables frentes de batallas y no solo armamentísticas −léase, Ucrania−, sino también de tipo económico, de carácter ecológico ambiental, de naturaleza estrictamente humana por una inmigración galopante y sus amargos frutos de marginación y sufrimiento indecibles… En esta atmósfera social no se trataría solo de “salvar los muebles” en el sentido original de la expresión −rescatar los enseres materiales sobrevividos a una catástrofe−, sino por encima de todo, la dignidad de las personas, mirando por lo más preciado que cada uno de nosotros posee: la vida y la libertad como dones recibidos de Dios, a través de nuestros padres.
Salvar a Europa, pues, en favor de la persona, y superar la actual crisis de valores que, de no hacerlo, nos llevaría al naufragio. El papa Francisco se refería expresamente a este reto: “Si san Benito fue (…) una estrella luminosa en su tiempo, marcado por una profunda crisis de los valores y de las instituciones, era porque aprendió a discernir entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, poniendo firmemente en el centro al Señor.” (Discurso a la Confederación benedictina, 19-IV-2018). La crisis de entonces aconteció con el hundimiento del Imperio Romano, hacia finales del siglo V. Al margen de las diferencias históricas y coyunturales entre aquel período y los momentos actuales, lo que sigue permaneciendo esencial, común e invariable, como centro de la crisis, es y seguirá siéndolo hasta el fin de los tiempos, la persona humana, varón o mujer: un ser en íntima simbiosis de carne y espíritu, con los valores intangibles de su dignidad, por tener un origen divino y un destino eterno más allá de la muerte. Si prescindimos de estas referencias carece de sentido hablar de salvación: sea de Europa o, ya puestos, del lucero del alba. Todo quedaría en “salvar los muebles”, enseres materiales perecederos, un objetivo al fin de extrema pobreza por su estrechez de horizontes.
Dejando a un lado por razones de espacio la obra de san Benito y su repercusión en el devenir de la futura Europa, me tomaré la licencia de hacer una analogía entre lo sucedido con una de sus fundaciones más emblemáticas −el monasterio de Montecassino−, y el reto actual de salvar Europa en el sentido ya indicado.
Montecassino, con quince siglos de historia a sus espaldas, en febrero de 1944, durante la II Guerra Mundial, quedó reducido a escombros por la aviación de las tropas aliadas. En la reconstrucción del monasterio Estados Unidos se empeñó a fondo, consciente de haber contribuido a su devastación; así, la vida e influencia benéfica volvieron a renacer en la abadía benedictina. Y ahora, la audaz y no menos actualísima analogía.
En 1973 llegaba de Estados Unidos el influjo devastador de una sentencia judicial por la que, allí, se reconocía el derecho de suprimir la vida naciente en el seno materno. Tuvo decisiva influencia para que muchos países de Europa recogieran aquella semilla de muerte. El pasado 24 de junio, la Corte Suprema de Justicia estadounidense, ha rectificado aquel veredicto, reconociendo que la Constitución no otorgaba ese falso derecho. He tratado este tema en un reciente artículo: “Las lágrimas del aborto”; abogaba para que en Europa, los responsables de las instituciones que han legislado sobre esta materia, siguieran el mismo camino. Sería un buen paso para iniciar la reconstrucción del tejido social empezando por el respeto a la vida naciente.
Es de sabios rectificar, decimos; sin embargo, sorprendentemente, los aires de quienes en Europa tienen altas responsabilidades políticas y sociales, no parecen soplar en esa dirección. Ya en vísperas de la citada sentencia de la Corte americana, y por una filtración de su contenido, el Parlamento Europeo adoptaba una resolución atacando al Tribunal Supremo de Estados Unidos y a los estadounidenses pro-vida por sus esfuerzos para revocar el régimen federal del aborto. Y más aún: la resolución pedía al presidente de Estados Unidos y a los gobiernos federales que hicieran caso omiso de la decisión del Tribunal Supremo y utilizaran sus poderes para «eliminar todas las barreras a los servicios de aborto», incluyendo el consentimiento o la notificación de los padres, los periodos de espera y las autorizaciones médicas o judiciales” (cf. ZENIT Noticias − Center for Family and Human Rights / Bruselas, 16.06.2022). El pasado 4 de julio, entrevistado en Reuters, Francisco, sin entrar en aspectos técnico jurídicos motivadores de la reciente sentencia, ha vuelto a reprobar con palabras muy fuertes la práctica del aborto.
Y concluyo la analogía. Ojalá que la actuación decisiva de Estados Unidos en la reconstrucción de un símbolo de paz y vida como Montecassino, se repitiera hoy en Europa, por lo que mira a la defensa de la vida y dignidad de la persona. Quienes detentan responsabilidades políticas y judiciales en esta materia, tienen la palabra. Pero como tarea que a todos incumbe, que cada uno vea con qué granito de arena puede contribuir a esta defensa.