He visto un pueblo que se está rehaciendo, que busca la paz y la libertad. Callado y dolido
He pasado unos días en Lituania, país estupendo lleno de buena gente. El motivo de mí estancia ha sido un curso de pastoral con sacerdotes que trabajan por esas frescas tierras: Letonia y Lituania, Finlandia, Polonia, Hungría y Rumanía. Una convivencia multicultural y enriquecedora.
Me ha llamado la atención la solidaridad con Ucrania y la fuerte presencia de la fe cristiana en Letonia, el último pueblo europeo que abrazó el cristianismo. Nación muy castigada en su identidad y en su fe.
He visitado el museo de la KGB de Vilnius y me ha impresionado muchísimo. Este centro de represión funcionó desde 1940 a 1991, cincuenta años de ocupación soviética con el paréntesis de la nazi (1941-45).
El Museo de las Víctimas del Genocidio recoge información muy viva, gráfica y reciente del sufrimiento de los lituanos por defender su patria y su fe. Hay una sala dedicada a los obispos, sacerdotes y religiosos víctimas de la ideología comunista, en ella también se rinde homenaje a los popes ortodoxos y a los ministros luteranos represaliados.
He visto un pueblo que se está rehaciendo, que busca la paz y la libertad. Un pueblo callado y todavía dolido por sus heridas. Quizás por esto muy cercano a sus hermanos ucranianos. Junto a la insignia nacional ondea en todas partes la bandera azul y amarilla de Ucrania. Los lituanos tienen una gran devoción a la Virgen María. Todas las iglesias −ahora abiertas y que hasta hace poco fueron museos, talleres o garajes− llenas de gente sencilla que acude a la Virgen, especialmente a la imagen Mater Misericordiae de la Puerta de la Aurora.
También los sagrarios están acompañados adorando a Jesús presente en la eucaristía. Me han conmovido las profundas genuflexiones, inclinaciones de cabeza y el modo pausado con que se santiguan.
Nos dice el Evangelio de hoy: “Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos; y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre”. El Buen Pastor protege a sus ovejas, cuida de un modo especial de las heridas, no permite que el lobo acabe con el rebaño. Allí estuvo sosteniendo la fe de su pueblo sufriente y, aunque la persecución fue grande y poderosa, a pesar de que se sembró sal por toda esa bendita tierra, nadie ha podido arrebatarla al Buen Pastor.
El enemigo de ahora es distinto. El lobo es otro, va disfrazado de oveja, de amabilidad, de libertad, de comprensión invitando a una vida feliz. Una alimaña que parece que viene a salvarnos, pero que realmente atonta; nos proporciona el tradicional “pan y circo” y así nos amansa y le entregamos nuestra dignidad. La vida fácil, sin compromiso, con ausencia de norte y de verdad, el aplauso a la incultura, abandono de la tradición y de las raíces. Lo horizontal provoca un reseteo del hombre; lleva al no pensamiento, al igualitarismo y a la misma despersonalización que intentaban en los gulag y celdas de castigo.
Hoy, ya de vuelta, me ha dicho un vecino que lo importante es ser buena persona, la religión es secundaría. Le he respondido que pienso que para ser buena persona la fe es muy importante. En el fondo, lo que creemos, lo que sabemos que somos, va perfilando la personalidad.
El Buen Pastor, Jesús, no pastorea un rebaño de ovejas. Cuando dice que nos da la vida, cuida y protege está dando sentido a nuestra existencia, lo hace como maestro que enseña lo que somos, qué sentido tiene nuestro vivir, nos dignifica. Sobre todo, nos protege de nosotros mismos, de esa facilidad que tenemos de olvidar nuestra grandeza, de malvivir.
Ahora se habla mucho de relatos, estos lo explican todo. ¿Tiene el hombre un relato convincente de su vida? ¿Sé yo explicarme y explicar a los demás qué y quién soy, para qué vivo? Pienso que esas facultades que nos distinguen de los demás animales: la libertad, el pensamiento y la voluntad, la conciencia de nuestros actos y su valoración no siempre las vivimos. Se nos olvidan con facilidad, anteponemos las apetencias, los egoísmos, los caprichos a lo que es de razón.
Jesús nos salva de las ofuscaciones, de nuestras sinrazones, cura nuestra voluntad débil y esclava. Nos ofrece un hermoso relato que recuerda lo que somos; con la Verdad, que es Él, nos salva y libera. Recupera nuestra identidad.
Con palabras del último concilio: “Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba!, ¡Padre!”
Juan Luis Selma, en eldiadecordoba.es
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