«Si ahora sufrimos un enorme fraude –seamos o no conscientes de ello–, es porque la escuela de nuestro tiempo fue otro fraude»
No recuerdo con mucho cariño mis años de bachillerato, que entonces se dividían en tres cursos de BUP y uno de COU. Ahora la nostalgia de la llamada generación EGB, que asiste asombrada al espectáculo pasmoso de las reformas educativas, habla con un respeto reverencial de aquella época de nuestra infancia y juventud, en la que la escuela parecía ser aún una cosa seria. Y lo era, hasta cierto punto. Aprendimos a leer y a escribir con suficiente corrección ortográfica, conocíamos el nombre de los ríos y de las montañas, las capitales de los países y la línea cronológica de la historia. La mitología no nos resultaba del todo ajena, ni los autores más señeros de la literatura universal. En primero de BUP, con 14 años recién cumplidos, leí en el primer trimestre El Aleph de Borges; en el segundo, Las inquietudes de Shanti Andia de Pío Baroja; y, en el tercero, El túnel de Ernesto Sábato, que me aburrió soberanamente. Antes, en la EGB, habíamos leído a Miguel Delibes y a Robert Graves, aunque ya entonces empezaba el horror de la literatura Barco de Vapor, que es literatura moralina y, por tanto, antiliteratura. Hablo de lo que leíamos en primero de BUP y, ya entonces, los profesores se quejaban de que no se incluyera el Quijote –no obstante, en tercero de BUP le dedicamos todo un trimestre–, ni el original del Lazarillo, ni las Coplas de Manrique, aunque sí lo hicimos parcialmente y me consta que en muchos otros colegios sí se le leían. Nosotros mirábamos más al siglo XX y, si en las clases de español veíamos a Cela, Borges, Baroja, Unamuno o Rulfo, en las de catalán estudiábamos a Mercè Rodoreda, Narcís Oller y Salvador Espriu. No siempre, es verdad; porque, si en EGB la moda incipiente era la colección de Barco de Vapor, en BUP empezaba a asomar la literatura sociológica, con sus temas políticamente correctos y su consiguiente previsibilidad.
Hablo con respeto, pero con distancia también, de aquella educación que me parece mejor que la actual, por más que fuera pobre y simple, mecánica en su metodología e incapaz de ofrecer verdadera cultura. Hablo con respeto porque he visto la evolución posterior, pero hablo también con distancia porque conozco sus frutos, que es el humus actual. Si ahora sufrimos un enorme fraude –seamos o no conscientes de ello–, es porque la escuela de nuestro tiempo fue otro fraude. Al menos, hasta cierto punto.
Hablo con respeto y distancia, aunque -lo he dicho ya- no le guardo ningún cariño. Desde la cultura se transmite cultura; sin embargo, en aquella escuela no se comunicaba nada que no fuera una técnica ya vaciada por dentro; una técnica muda, porque nada nos decía ni nada nos suscitaba. Aprendimos a pensar, a escribir y a leer verdaderamente –esto es, con sentido– a salto de mata, sin maestros ni guías. Sabíamos quiénes eran Alejandro Magno, Dante, Martín Lutero, Platón o Cervantes, pero realmente no lo sabíamos. No leímos a Shakespeare, pero tampoco a Lope ni a Calderón; y me da igual si lo hicimos puntualmente o no: realmente no los leímos. Sabíamos que en 1492 se descubrió América, que Cortés y Pizarro estuvieron ahí y que no debíamos avergonzarnos de la Historia; sin embargo, no entendíamos su relevancia ni penetrábamos en la conciencia de aquel siglo. Estudiábamos la Inquisición, pero con unas frases hechas que no nos invitaban a adentrarnos en la obra de Henry Kamen o en la de Benzion Netanyahu. Faltaban -aunque los habían, claro que sí- profesores excepcionales. Y faltaba amor a la cultura más elevada.
Porque los buenos profesores son excepcionales, es cierto, pero al mismo tiempo resultan imprescindibles. Ninguna escuela será mejor que sus profesores. Y el gran fallo de nuestro sistema es que no ha hecho del amor a la alta cultura –y de su transmisión– el eje vivo de su personalidad. Educar en lo más alto, en lo mejor y no sólo en la técnica o en la ideología -como tan a menudo se hace-, no sólo en la memoria o en la crítica vacía, no sólo en la belleza o en la moral. Educar en lo más alto exige grandes profesores, aunque también requiere una vocación determinada: la conciencia de tratar como adultos, con seriedad y exigencia, a los niños; la importancia de no infantilizarnos, no porque la infancia sea mala –que no lo es–, sino porque no es esa la vocación natural de la escuela. Educar en lo más alto tampoco significa dejar atrás a nadie; al contrario, significa –como indica la palabra francesa éléver–, elevar, mejorar, ayudar a subir. Y eso sólo se logrará si abandonamos las guerras educativas, la ceguera de los neopedagogos y el sectarismo de los políticos, para pedir más a quien puede dar más. Una escuela con conocimientos fuertes es una escuela crítica, una escuela culta. No hay mucho más.