“Nunca había pensado que Dios pudiera amarnos personalmente. Decidí estudiar el catecismo (…), y desde entonces he meditado con frecuencia en la Pasión de Cristo”
“Una imagen vale más que mil palabras”. La frase viene como anillo al dedo para la foto que encabeza este artículo, porque refleja la tragedia sobrevenida al pueblo de Ucrania, conmovedora del mundo entero. Hay imágenes que golpean terriblemente y suscitan hondos sentimientos. Pero como no solo de sentimientos vive el hombre, sino de palabras que los expliquen y contextualicen, toda imagen reclama una razón que sustente su valor. De lo contrario, los afectos suscitados, por vivos que sean, quedan sin soporte racional y pierden su hondura propiamente humana.
La foto del hombre abrazado a la cruz pide una lectura y enfoque contextual trascendentes: religiosos para ser precisos; y, aún más, una mirada desde la fe cristiana. Lo reclama a gritos la misma imagen, porque el sufrimiento que sin duda anegaba el corazón de ese hombre, tenía su referente en la imagen del otro hombre que se ve un poco más arriba, no ya abrazado sino crucificado en el mismo leño: en Cristo, que se ofreció por toda la humanidad en el Calvario. Sin esta referencia, la foto quedaría sin valor y lo mismo habría dado que en lugar de aparecer abrazado a la cruz lo hubiera hecho a una farola; esta chirriante comparación sirve para dar a esa imagen su auténtico valor: la del sufrimiento de Cristo por todos nosotros, ofreciéndonos consuelo y fortaleza, como cabe pensar que estaría encontrando ese hombre.
¡Cuánto me hubiera gustado hablar con él y escuchar sus palabras de desahogo, sin duda edificantes! Ojalá que esa foto haya avivado la fe de los creyentes y despertado decisiones de mayor responsabilidad e implicación personal en esta tragedia. Desearía igualmente que si algún agnóstico, o gentes alejadas de la fe cristiana la hubieran visto, les haya suscitado interrogantes que les acerquen más a un Dios que, hecho hombre, muere por nosotros en la Cruz. Es lo que le sucedió a una joven japonesa, desconocedora del cristianismo, cuando se topó por primera vez con una representación de Cristo crucificado. Su experiencia está recogida en el libro Los cerezos en flor, de José Miguel Cejas. Ofrezco al lector pasajes de su testimonio, esperando que les resulten tan atractivos como me parecieron a mí.
Kazuko Kawata, así llamada la protagonista, poco después de terminada la II Guerra Mundial, vivía en Kioto, donde muchos establecimientos permanecían cerrados y medio derruidos. Nishiori, uno de ellos, famoso en Japón por fabricar telas para kimonos, estaba abandonado y según Kazuko, que entonces tenía seis años, era el lugar perfecto para jugar al escondite. En las estanterías quedaban libros de muestras, con dibujos de bordados, y figuras fantásticas. Un día, jugando, como las amigas tardaban en encontrarla, comenzó a hojear un libro que reproducía cuadros occidentales. Y cedo la palabra a Kazuko:
“De pronto, vi en una de las páginas la imagen de un hombre clavado en dos troncos de árbol en forma de cruz. Estaba muerto y tenía el cuerpo ensangrentado y lleno de llagas. (…) Aquella imagen me impresionó profundamente. Durante años me pregunté por qué razón habrían torturado a aquel hombre de forma tan salvaje. ¿Sería un forajido famoso? No lo parecía, por el respeto con que lo contemplaban el resto de los personajes del cuadro. Entonces, ¿quién era?”.
Pasaron los años y cuando tenía dieciocho, un día entró, por curiosidad, en la antigua catedral de Kioto: “Allí me encontré de nuevo con la imagen del hombre torturado que se había quedado grabada en mi alma desde la niñez. Fue la primera vez que la asocié al cristianismo. Y al ver su rostro dolorido, me conmoví. No fue una impresión estética, porque en Kioto tenemos unos templos maravillosos (…) Fue algo más profundo, y al mismo tiempo incomprensible para mí”. A través de una amiga católica, llegó a la luz de la fe y recibió el bautismo.
La amiga le había explicado que los sufrimientos de Cristo eran la manifestación del amor que Dios nos tiene; y Kazuko comenta: “Nunca había pensado que Dios pudiera amarnos personalmente. Decidí estudiar el catecismo (…), y desde entonces he meditado con frecuencia en la Pasión de Cristo”. Finalmente, deja una consideración que debería hacernos reflexionar seriamente a los creyentes: “Pienso que los cristianos estamos tan acostumbrados a ver las imágenes de Nuestro Señor clavado en la Cruz, que no nos damos cuenta de todo el dolor y de todo el amor que encierra esa escena: ¡un Dios que se hace hombre y muere para salvarnos!”.
Volvamos a nuestro hombre de Lviv, en Ucrania, que estaría de acuerdo con el pensamiento de Kazuko. Quizá, buscando fortaleza en la Cruz salvadora de Cristo, ese hombre se preguntaría: ¿Por qué, Señor, esta locura de la guerra? Múltiples respuestas y análisis se han hecho, útiles, sin duda, porque hay que mirar el mundo “de tejas abajo”. Pero insuficientes si falta la referencia definitiva anclada en lo trascendente; si prescindimos de esta volveremos a las andadas, como demuestra la historia. En la entraña íntima de esta guerra, hay una realidad que -en su Consagración del mundo y en especial de Rusia y Ucrania, al Corazón de María- el Papa Francisco ha señalado dándole un nombre: “Hemos herido con el pecado el corazón de nuestro Padre, que nos quiere hermanos y hermanas”. Esto, desgraciadamente, no es algo puntual, de hoy; siempre ha sido así cuando traicionamos la llamada que Dios nos hace para vivir de amor como hijos suyos y hermanos en Cristo. Lo expresó muy bien un Premio Nobel ruso: Alexander Solzhenitsyn.
En 1985 refiriéndose a las penalidades y muertes provocadas por el derrocamiento del régimen zarista y la Revolución rusa iniciada en 1917, declaraba en Seléction du Reader’s Digest: “Me acuerdo de haber escuchado a los ancianos sus explicaciones sobre los males que se habían abatido sobre Rusia: ‘Los hombres se han olvidado de Dios; es esta la causa de todo lo que está ocurriendo’”. Escribió ocho volúmenes sobre aquellos acontecimientos y concluía: “Si se me pidiera ahora formular, de la forma más concisa posible, la causa principal de este desastre que ha sepultado a más de sesenta millones de mis compatriotas, no podría hacer nada mejor que repetir continuamente a mi alrededor: “Los hombres se han olvidado de Dios; es ésta la causa de todo lo que está ocurriendo”.
Estas palabras no han perdido actualidad: en el centro de tantas locuras está el olvido de Dios. Quiera Él que a todos nos ayuden la imagen del hombre de Lviv, las reflexiones de Kazuko y las del Nobel ruso; y, sobre todo, las palabras de Francisco que, después de señalar el pecado, nos anima a pedir perdón, porque “Dios no nos abandona, sino que continúa mirándonos con amor, deseoso de perdonarnos y levantarnos de nuevo” (Texto de la Consagración, 25-III-22). ¿Haremos oídos sordos?