La plenitud humana consiste en amar y en sentirse amado. En esto radica también el cristianismo, lo cual solo es posible desde la libertad.
El cristiano ama la libertad. Sabe que su vida no sería propiamente humana si renunciara a amar en libertad, que no sería realmente libre si se desentendiera de la verdad, y que no podría acceder a la verdad si no se atreviera a pensar por sí.
Resulta común pensar que libertad y cristianismo son difícilmente compatibles. Algunos incluso sostienen que son expresiones antagónicas: o libre o cristiano, pero no ambas cosas al mismo tiempo. De ahí que para vivir en libertad uno deba ‘liberarse’ del cristianismo. Hace poco una estudiante universitaria me preguntó: «¿Es usted creyente?». Al responderle afirmativamente, repuso: «Me sorprende mucho, porque usted piensa por sí mismo y en sus clases fomenta el pensamiento crítico». Este comentario refleja ese tópico común. Ahora bien, ¿es cierta esa incompatibilidad entre libertad y cristianismo? ¿De dónde proviene?
Según la idea moderna de libertad, hija de la Ilustración, el ser humano es libre no tanto por su capacidad de elegir entre lo bueno o lo malo, entre lo verdadero y lo falso, como por el poder de decidir si algo es bueno o malo, verdadero o falso. En la modernidad, la libertad dejó de ser una cualidad fundamental del ser humano para convertirse en su fundamento, concibiéndose como la capacidad irrestricta e ilimitada del ser humano de hacerse a sí mismo. En esta línea, el liberalismo logró limitar el poder político absoluto al tiempo que fomentó un ejercicio absoluto de la libertad humana (sin más límites que los establecidos por las leyes).
A esta visión contribuyó también la perspectiva atea y anticristiana de buena parte del pensamiento ilustrado, así como de algunas de las ideologías que le siguieron (liberalismo, nacionalismo y socialismo, entre otras), presentando modelos prometeicos de libertad o emancipación. Desde entonces, no pocos pensadores han visto el cristianismo como enemigo a abatir. Afirmó Voltaire que «Jesucristo necesitó doce apóstoles para propagar el cristianismo; yo voy a demostrar que basta sólo uno para destruirlo». Diderot criticó a los cristianos por pretender tiranizar a la sociedad: «Cristo ha dicho: mi reino no es de este mundo; y vosotros, sus discípulos, ¡queréis tiranizar ese mundo!». Es bien conocida la sentencia de muerte de Nietzsche: «Dios está muerto. Dios permanece muerto. Y lo hemos asesinado». Esa concepción absoluta, atea y anticristiana de la libertad humana es claramente descrita por Gramsci, quien afirmó que «el socialismo es justamente la religión que debe matar al cristianismo. […] Nuestro evangelio es la filosofía moderna, […] la que prescinde de la hipótesis de Dios en la visión del universo, la que solo en la historia pone sus fundamentos, en la historia de la cual nosotros somos las criaturas del pasado y los creadores del porvenir».
Las consecuencias políticas, sociales y económicas de esa absolutización de la libertad a lo largo de los siglos XIX y XX son bien conocidas, tanto los estragos del liberalismo clásico (en el problema obrero, por ejemplo), como los de la propuesta alternativa de los regímenes totalitarios (marxismo, fascismo y nacionalsocialismo), además de los efectos trágicos y devastadores de dos guerras mundiales. Es lógico que en ese contexto surgiera el existencialismo, una corriente filosófica que describía al ser humano como «pasión inútil» y «condenado a ser libre». Sartre se limitó a llevar la libertad moderna, atea y nihilista, a sus últimas consecuencias. Atea por prescindir completamente de Dios, y nihilista por negar la existencia de una verdad y de un bien que le trasciende («No está escrito en ninguna parte que el bien exista»), dejando al ser humano como única realidad absoluta. Al negarse la verdad y el bien, la razón humana quedó relegada: «La razón es, y solo debe ser esclava de las pasiones, y nunca puede fingir tener otro oficio que no sea servirlas y obedecerlas», afirmó Hume. Y Nietzsche declaró que «en todo, una cosa es imposible: racionalidad». Al no existir verdad y bien que trasciendan al hombre, la libertad se convierte en una cuestión «de gustos y de inclinaciones», «de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca», como ya defendía John S. Mill en 1859.
Esa concepción moderna de libertad es incompatible con el cristianismo. Y lo es porque no es conforme con la dignidad humana. La libertad es un rasgo fundamental del ser humano. Una vida humana sin libertad, no es vida. De ahí que el judeocristianismo no sea una religión esclavizante sino liberadora y que Jesús iniciara su predicación con ese mensaje. La plenitud humana consiste en amar y en sentirse amado. En esto radica también el cristianismo, lo cual sólo es posible desde la libertad. No se puede amar desde la coacción. Es más, sólo el amor da sentido a la libertad: se ama porque se es libre y se es libre porque se ama. De ahí la máxima agustiniana «ama y haz lo que quieras».
Sin embargo, la libertad humana no es absoluta, sino relativa. El ser humano no es Dios. El gran peligro del ateísmo es el del endiosamiento, como le sucedió a Hitler y a otros líderes totalitarios. La persona creyente sabe que existe una verdad y un bien que no son obra suya, y cuyo conocimiento le permite realizarse viviendo en la realidad (de lo que es el ser humano y de lo que son las cosas), no en la ficción, en la apariencia o en la falsedad. De ahí la conocida frase de que «conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».
Que la libertad humana sea limitada o relativa, que no sea ella misma la fuente última de verdad y bien, no significa que el ser humano esté condenado a aceptar algo que le viene impuesto o a adherirse servilmente a lo que otros dicen. Todo lo contrario. Uno de los reproches más contundentes de Jesús a sus oyentes se refiere a este punto: «¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?». No dijo «¿por qué no sois más dóciles u obedientes con lo prescrito por vuestros líderes religiosos?». En absoluto. Esto supondría rebajar la dignidad del ser humano, que está llamada a juzgar por sí misma lo que es justo, verdadero, bello y bueno. Quien piensa por sí mismo, no hace nada por venirle impuesto, sino porque quiere hacerlo, y lo quiere hacer porque ha descubierto -también por sí mismo- que ese es el mejor camino para crecer y realizarse de un modo verdaderamente humano.
En resumen, el cristiano ama la libertad. Sabe que su vida no sería propiamente humana si renunciara a amar en libertad, que no sería realmente libre si se desentendiera de la verdad, y que no podría acceder a la verdad si no se atreviera a pensar por sí mismo. En realidad, el ‘sapere aude’ kantiano tiene profundas raíces cristianas.