“Gracias Jesús: me amas y me perdonas siempre, incluso cuando me cuesta amarme y perdonarme”
En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. En el Evangelio, de hecho, las palabras de Jesús crucificado se contraponen a las de sus verdugos. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «Que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el elegido» (Lc 23, 35). Lo repiten los soldados: «Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (v. 37). Y finalmente, hasta uno de los malhechores, que ha escuchado, repite el concepto: «¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a uno mismo, cuidarse uno mismo, pensar en uno mismo; no en los demás, sino sólo en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en tener, en poder, en aparecer. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que crucificó al Señor. Pensemos en ello.
Pero la mentalidad del yo se opone a la de Dios; el salvarse a sí mismo choca con el Salvador que se entrega. En el Evangelio de hoy en el Calvario Jesús también habla tres veces, como sus adversarios (cfr. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reclama nada para sí mismo; es más, ni siquiera se defiende ni se justifica. Reza al Padre y da misericordia al buen ladrón. Una de sus expresiones, en concreto, marca la diferencia respecto al salvarse a uno mismo: “Padre, perdónalos” (v. 34).
Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento concreto: durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le traspasan las muñecas y los pies. Tratemos de imaginar el dolor insoportable que eso causaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la Pasión, Cristo pide perdón por los que le están clavando. En esos momentos solo saldría gritar toda la ira y el sufrimiento; en cambio Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros mártires, de los que habla la Biblia (cfr. 2M 7, 18-19), no reprocha a los verdugos ni amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado al patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en “perdón”.
Hermanos, hermanas, pensamos que Dios hace lo mismo con nosotros: cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, miremos el Crucifijo. Es de sus heridas, de esos agujeros de dolor causados por nuestros clavos, de donde brota el perdón. Miremos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido mejores palabras: Padre, perdona. Miremos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Miremos a Jesús en la cruz y comprenderemos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Miremos el Crucifijo y digamos: “Gracias Jesús: me amas y me perdonas siempre, incluso cuando me cuesta amarme y perdonarme”.
Allí, crucificado, en el momento más difícil, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor a los enemigos. Pensemos en alguien que nos ha lastimado, ofendido, decepcionado; en alguien que nos hizo enojar, no nos entendió o no fue un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo nos detenemos a pensar en quién nos ha hecho daño! Lo mismo que mirarnos dentro y lamernos las heridas que nos han infligido los demás, la vida o la historia. Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar. A romper el círculo vicioso del mal y del remordimiento. A reaccionar a los clavos de la vida con amor, a los golpes del odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o nuestro instinto resentido? Es una pregunta que debemos hacernos: ¿seguimos al Maestro o seguimos nuestros instintos resentidos? Si queremos comprobar nuestra pertenencia a Cristo, miremos cómo nos comportamos con los que nos han hecho daño. El Señor nos pide que respondamos no como nos salga de dentro o como hacen todos, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la cadena de “te quiero si me quieres; soy tu amigo si tú eres mi amigo; yo te ayudo si tú me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno un hijo. No nos divide en buenos y malos, en amigos y enemigos. Nosotros somos los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para él todos somos hijos amados, a quienes desea abrazar y perdonar. Y así es también en aquella invitación al banquete de bodas de su hijo, aquel señor manda a sus criados a la encrucijada y dice: “Traed a todos, blancos, negros, buenos y malos, todos, sanos, enfermos, todos…” (cfr. Mt 22,9-10). El amor de Jesús es para todos, en esto no hay privilegios. Todos. El privilegio de cada uno es ser amado, perdonado.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. El Evangelio subraya que Jesús “dijo” (v. 34) esto: no lo dijo de una vez por todas en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no solo con la mente, entenderlo con el corazón: Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él nunca se cansa de perdonar. No resiste hasta cierto punto para luego cambiar de opinión, como estamos tentados de hacer nosotros. Jesús –enseña el Evangelio de Lucas– vino al mundo a traernos el perdón de nuestros pecados (cfr. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cfr. Lc 24,47). Hermanos y hermanas, no nos cansemos del perdón de Dios: nosotros los sacerdotes de administrarlo, cada cristiano de recibirlo y dar testimonio de él. No nos cansemos del perdón de Dios.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Notemos una cosa más. Jesús no sólo pide perdón, sino que también dice la razón: perdónalos porque no saben lo que hacen. ¿Pero cómo? Sus verdugos habían premeditado su muerte, habían organizado su captura, su proceso y ahora están en el Calvario para presenciar su muerte. Sin embargo, Cristo justifica a los violentos porque no saben. Así se comporta Jesús con nosotros: se convierte en nuestro abogado. No va contra nosotros, sino con nosotros contra nuestro pecado. Y el argumento que usa es interesante: porque no saben, esa ignorancia del corazón que tenemos todos los pecadores. Cuando se usa la violencia, nada se sabe de Dios, que es Padre, ni de los demás, que son hermanos. Olvidamos por qué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde volvemos a crucificar a Cristo. Sí, Cristo está nuevamente clavado en la cruz en las madres que lloran la muerte injusta de sus esposos e hijos. Está crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los niños en brazos. Está crucificado en los ancianos abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo está crucificado allí hoy.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita; pero solo uno la acoge. Es un criminal, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de Cristo suscitó en él una última esperanza y lo llevó a pronunciar aquellas palabras: “Jesús, acuérdate de mí” (Lc 23, 42). Como diciendo: “Todos se han olvidado de mí, pero tú piensas incluso en los que te crucifican. Contigo, pues, también hay sitio para mí”. El buen ladrón acoge a Dios cuando la vida está a punto de terminar y así su vida comienza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). He aquí el prodigio del perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la historia.
Hermanos, hermanas, esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todos los pecados. Dios perdona a todos, puede perdonar toda distancia, convertir cada grito en danza (cfr. Sal 30, 12); la certeza de que con Cristo siempre hay lugar para todos; que con Jesús nunca se acaba, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cfr. Hb 7, 25) y, mirando nuestro mundo violento, nuestro mundo herido, no se cansa de repetir – y lo hacemos ahora con el corazón, en el silencio–: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.