El filósofo ateniense exhortaba a “jóvenes y viejos” a no preocuparse tanto por “su cuerpo y su fortuna como por la perfección de su alma”, explica el autor
En cuanto que se habla de educación del carácter, se cita a Sócrates. Se trata de una asociación automática que tiene hondas raíces filosóficas, desde luego, aunque también conlleva algunos espejismos que conviene disipar. Basta con algo tan elemental como distinguir los fines de los medios.
La razón del patronazgo socrático de la forja del carácter es, en realidad, el fin último de su filosofía. Para Werner W. Jaeger (Padeia, 1933), «Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia de Occidente»; pero no lo es por los métodos y los procedimientos que empleó, sino por su intención. Recogió el espíritu de su época y lo perfeccionó. Pericles, en su oración fúnebre ante los caídos en la guerra, había afirmado que, para Atenas, ningún mérito auténtico ni ningún talento personal tenían cerrado el camino a la vida política. Sócrates, que fue en sí mismo la prueba viviente de esto, en cuanto que no pertenecía a ninguna de las grandes familias ni le respaldaba una fortuna ni siquiera el atractivo físico, fija el sentido del mérito auténtico. Y hace todavía más, limpia la maleza del camino que lleva a su consecución.
Si no está ni en la sangre ni en el dinero ni en la belleza, ¿dónde reside el mérito auténtico?, se pregunta el filósofo. A través de los siglos nos lo pregunta. En el carácter, responde, ganándose a pulso el título de patrón tutelar de todos los que buscamos educarlo y forjarlo. ¿Y dónde reside ese carácter? En el espíritu de cada cual. «De Sócrates deriva esta remisión al alma como a su dominio más genuino y peculiar, una nueva fuerza de afirmación de sí mismo», subraya Jaeger. Tan expedito dejó ese sendero Sócrates que veinticinco siglos después seguimos recorriéndolo. ¿O qué otra cosa hace el filósofo brasileño Olavo de Carvalho cuando dice esto tan socrático: «Solamente aquel que es señor de sí mismo es libre −y nadie es señor de sí mismo si no soporta mirar, en soledad, el fondo de su propio corazón».
Pero dejemos que nos lo explique Sócrates, porque nadie lo haría con más rotundidad y belleza: «Jamás, mientras viva, dejaré de filosofar, de exhortaros a vosotros y de instruir a todo el que encuentre, diciéndole según mi modo habitual:
Querido amigo, eres un ateniense, un ciudadano de la mayor y más famosa ciudad del mundo por su sabiduría y su poder, y ¿no te avergüenzas de velar por tu fortuna y por su constante incremento, por tu prestigio y tu honor, sin que en cambio te preocupes para nada por conocer el bien y la verdad ni de hacer que tu alma sea lo mejor posible? Y si alguno de vosotros lo pone en duda y sostiene que sí se preocupa de eso, no le dejaré en paz ni seguiré tranquilamente mi camino, sino que le interrogaré, le examinaré y le refutaré, y si me parece que no tiene areté alguna, sino que simplemente la aparenta, le increparé diciéndole que siente el menor de los respetos por lo más respetable y el respeto más alto por lo que menos respeto merece. Y esto lo haré con los jóvenes y los viejos, con todos los que encuentre, con los de fuera y los de dentro; pero sobre todo con los hombres de esta ciudad, puesto que son por su origen los más cercanos a mí. Pues sabed que así me lo ha ordenado Dios, y creo que en nuestra ciudad no ha habido hasta ahora ningún bien mayor para vosotros que este servicio que yo rindo a Dios. Pues todos mis manejos se reducen a moverme por ahí, persuadiendo a jóvenes y viejos de que no se preocupen tanto ni en primer término por su cuerpo y por su fortuna como por la perfección de su alma».
Este prioritario cuidado del alma es el corazón de la enseñanza socrática, como explicaba el filósofo checo Jan Patocka y recoge, a la mínima ocasión, Rob Riemen en su La nobleza de espíritu. La posible confusión estriba en olvidarlo o arrinconarlo. Y poner, en cambio, en el centro de la herencia socrática el método mayéutico, esto es, el intercambio de preguntas y respuestas entre los alumnos y el maestro.
La tentación es enorme. Primero, por la propia belleza del método en sí. Después, porque, en un mundo académico cada vez más cuidadoso con las subjetividades y susceptibilidades de los alumnos, hacer recaer en las opiniones de éstos el mensaje de unas sesiones tan delicadas como las dedicadas a la forja del carácter o el cuidado del alma, funciona como un mecanismo de seguridad. Sin embargo, para Sócrates la mayéutica no es una manera de entretener egos y capturar la atención mientras uno se esconde en un rincón de la tertulia. Si no existe la verdad, es un método innoble donde el resultado final termina siendo indiferente. ¿Da lo mismo Juana que su hermana o, dicho todavía más en castizo, como el pintor del refrán: «Si sale con barba, san Antón;/ si no, la Purísima Concepción»? Todo lo contrario. En los diálogos socráticos se ve claramente que sabe muy bien adónde quiere llegar. Mucho cuidado puso en diferenciarse de los sofistas. Él es un filósofo con ideas claras y distintas, no un animador cultural.
¿Por qué entonces no se conforma con exponerlas y asume el riesgo cierto de que las conclusiones de la conversación no lleguen al puerto deseado? Porque nada resulta más convincente para la propia alma que alcanzar sus conclusiones por sí misma. Esa es la gran oportunidad que Sócrates ofrece a sus discípulos. Pero obsérvese que se trata de llegar a unas conclusiones concretas y compartidas, no de concluir con cada cual reafirmando por su cuenta y riesgo lo mismo que pensaba cuando entró al simposio. Ese es un riesgo real, sin duda, que ha de ser reconducido.
El riesgo se traduce en arduas exigencias para el maestro. Ha de dejar rodar la conversación libremente y, a la vez, dirigirla. Para lo cual tiene que estar 1) mucho más seguro de lo que cree que si diese una clase magistral; 2) ha de prepararse más todas las posibles objeciones y sus réplicas; y, por último, 3) requiere una serie de habilidades sociales, como el sentido del humor, la empatía, la cultura general, la capacidad de improvisación o la flexibilidad que no hacen falta para una exposición monóloga.
En conclusión, estamos ante un gran método. Además, su aplicación en nuestros tiempos añade, a sus reconocidas ventajas clásicas, algunas especialmente apropiadas para nuestros tiempos líquidos, como ya hemos señalado. Sin embargo, ni es lo principal de la enseñanza de Sócrates ni fue su único método de trabajo. Jaeger enfatiza la variedad de formas pedagógicas que puso en juego. Por supuesto, el método de la pregunta y la respuesta, pero también el mito, la prueba, la explicación de los poetas, el sentido del humor, la insolencia irónica y hasta la fuerza plástica de su propia retórica. Esto da una base también legítimamente socrática al empleo de los grandes libros en las iniciativas para la forja del carácter.
Que el medio para Sócrates era secundario lo demuestra con su propia vida (y muerte). No hay una prueba más irrefutable ni más conmovedora. Él era consciente −según el testimonio de Jenofonte− de que podría haberse defendido tirando de demagogia y sofistería. Habría vencido en el juicio, pero optó por decir la verdad, aunque estuviese así abocándose a la condena. Le compensaba: «Prefiero morir después de haberme defendido de este modo, que vivir por haberme defendido de otra manera». ¿Por qué? Porque haberse defendido de otro modo hubiese implicado algo peor que la muerte: la mentira, el engaño y la maldad, esto es, el empeoramiento del alma. No cabe lección más alta.
Por eso, aunque es condenado por un tribunal, su muerte adquiere la condición de un sacrificio personal, que nos marca el camino. Ese matiz de injusticia suprema asumida con voluntariedad destaca un impresionante paralelismo con Cristo, el otro gran debelador del alma y educador del carácter.
Las últimas palabras de Sócrates no dejan lugar a dudas de cuál fue su interés prioritario: el cuidado exquisito del alma. Cualquiera que reclame el noble título de «socráticas» para sus enseñanzas hará bien en no olvidar este testamento: «Solo les pido una cosa: cuando mis hijos sean mayores, os suplico que los castiguéis como yo os he atormentado a vosotros si os parece que prefieren las riquezas o cualquier otra cosa antes que la virtud, y llegan a creerse algo cuando no son nada; no dejéis de reprocharles, como yo os he reprochado, que no se preocupen de lo que deben y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros». O sea, verdad, virtud y conocimiento propio. Fácil no nos lo pone; pero claro nos lo dejó.
Enrique García-Máiquez, en nuevarevista.net
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